La violencia, la «guerra sucia» y el terrorismo de Estado que la aristocracia colombiana viene aplicando masivamente contra la mayoría del pueblo colombiano desde mediados del siglo XX, principalmente, hace parte de su piel y corre por sus venas. Se puede decir que su intolerancia política dio sus primeros pasos muy poco después de separada […]
La violencia, la «guerra sucia» y el terrorismo de Estado que la aristocracia colombiana viene aplicando masivamente contra la mayoría del pueblo colombiano desde mediados del siglo XX, principalmente, hace parte de su piel y corre por sus venas. Se puede decir que su intolerancia política dio sus primeros pasos muy poco después de separada de la corona española, 1819. Un simple pero elocuente ejemplo.
Dice la historia oficial que Francisco de Paula Santander ha sido el «hombre de las leyes» en Colombia. Lo que no cuenta es que podría tener el título de ser el primer gran ejemplo de la traición e intransigencia política de la elite colombiana.
Santander vio en el asesinato de Bolívar la sola posibilidad de desmembrar a la Gran Colombia (conformada por Venezuela, Ecuador y Colombia) Su codicia de poder y de la naciente oligarquía criolla que lo apoyaba, lo llevó a planificar varios atentados contra el Libertador.
El principal sucedió el 25 de septiembre de 1828 en Bogotá. Los enviados por Santander asaltaron el Palacio Presidencial, asesinando a parte de la guardia, y sometiendo al resto. Era la media noche. Creyéndose seguros, empezaron a proferir insultos mientras se dirigían al dormitorio de Bolívar.
Uno de los conspiradores narraría: «Me salió al encuentro una hermosa señora, con una espada en la mano; y con admirable presencia de ánimo, y muy cortésmente, nos preguntó qué queríamos«.
Esta «señora», que dormía con el ya enfermo Libertador, lo había despertado y ayudado a vestir para que escapara por la ventana. Luego enfrentó a los asesinos vestida apenas con un camisón de dormir. Lograron arrebatarle la espada, la derribaron por el piso, y uno de ellos le golpeó la cabeza con la bota.
Al día siguiente, cuando se supo del atentado, el pueblo salió a las calles dando vivas a Bolívar y pidiendo la muerte de Santander, entre otros. El deseo del Libertador fue que se perdonara a los inculpados, pero un tribunal los sentenció. Unos fueron fusilados, otros encarcelados. Santander fue condenado a muerte, pero Bolívar conmutó la pena por el destierro: «Mi generosidad lo defiende«, diría.
Empezaba el año 1830 cuando el representante francés en Bogotá visitó al Libertador. Al ver la cara de sorpresa del diplomático, Bolívar le expresó que su enfermedad y excesiva delgadez -«con las piernas nadando en un ancho pantalón de franela«- eran debidas al sufrimiento que le producían sus «conciudadanos que no pudieron matarme a puñaladas, y tratan ahora de asesinarme moralmente con sus ingratitudes y calumnias. Cuando yo deje de existir, esos demagogos se devoraran entre sí, como lo hacen los lobos, y el edificio que construí con esfuerzos sobrehumanos se desmoronará.«
Tenía apenas 47 años, aunque aparentaba sesenta. Aunque bajo de estatura, había sido indomable durante más de un cuarto de siglo luchando a lomo de caballo para liberar a cinco naciones, bajo ideales de unidad latinoamericana. Solo los intereses políticos y económicos de la elite lo pusieron en la senda del derrumbe…
Aquella «señora» a la que se refería uno de los complotados contra Bolívar se llamaba Manuela Sáenz. Regularmente, las historias oficiales cuando la nombran la tienen simplemente como la amante de Bolívar. Al leer algunos manuales «educativos», queda la sensación de que era una «devoradora» de hombres. Una puta.
Manuelita, nacida en Quito, empezó a confrontar a la «sociedad» a los doce años de edad, cuando salió a las calles con las gentes del pueblo que pedían la emancipación de España en 1809. Muy joven se casa con un acaudalado comerciante inglés. Viajan a Lima donde ella pasa buen tiempo en tertulias políticas conspirativas, algo extraño en las mujeres de la época y de su condición social. Durante 1821 participa del proceso insurreccional peruano, por lo cual se le entrega la distinción más alta como patriota: «Caballera de la Orden del Sol»
Al año siguiente vuelve a Ecuador, estando presente en el momento en que Bolívar entraba triunfante de la Batalla de Pichincha. Era junio y Manuelita tenía 25 años. Se conocen en una gala, y Manuelita propicia un nuevo escándalo «social»: decide irse con el Libertador sin importarle su esposo.
En octubre de 1823, a petición de los oficiales superiores, fue incorporada al Estado Mayor de Bolívar. Otro escándalo: una mujer portando uniforme militar y con grado de coronela. Caso único en las gestas libertarias. En la Batalla de Ayacucho, 1824, donde se puso a España a las puertas de la expulsión definitiva de Suramérica, Manuela combatió de igual a igual con los bravos lanceros. Desde entonces empezó a ser llamada por la tropa como «La Libertadora».
Ya en Colombia debió de enfrentar al núcleo duro de los conspiradores contra Bolívar, que la llamaban despectivamente «La Manuela». El atentado al Libertador del 25 de septiembre era el tercero del que lo salvaba. La rabia contra ella se demostraba en las calumnias que le creaban, en particular atacando su dignidad de mujer.
Cuando Bolívar renuncia a la presidencia y, enfermo, parte hacia la muerte, las agresiones hacia Manuelita tomaron fuerza. En muchos lugares de Bogotá aparecieron carteles insultándola. Ella pasó al contraataque. Distribuyó un folleto donde ponía de manifiesto la ineficacia de los gobernantes y revelaba sus secretos. Esto fue tildado de actos «provocativos y sediciosos», siendo enviada a un calabozo por varios días, tratamiento nunca visto hacia una mujer mucho menos siendo quien era.
Al morir Bolívar, Santander regresó al país lleno de honores y se le restituyeron todos sus cargos, y hasta fue nombrado presidente. El primero de enero de 1834 firmó el decreto que desterraba a Manuelita. Ella partió a Jamaica. De ahí se dirigió a Ecuador, pero el gobierno del país que la vio nacer no le permitió el ingreso. La «Libertadora de los Andes» no tuvo alternativa que refugiarse en un poblado de la costa peruana, donde sobrevivió vendiendo tabacos. Murió de difteria y muy pobre en 1856.
Hernando Calvo Opina. Priodista y escritor colombiano residente en Francia. Es colaborador del mensual francés Le Monde Diplomatique.
(*) Este texto hace parte de un libro de próxima aparición en América Latina sobre la historia del terrorismo de Estado en Colombia, el narco-paramilitarismo y la responsabilidad directa de Washington en el desangre de las mayorías de esa nación.