En su tiempo era el destino único en lo universal, la indisoluble unidad de la patria, el cristianismo como llave, puerta y antemural de la españolidad. Ahora que el discurso se ha quedado obsoleto, ante la imposibilidad de echar mano del ejército para regenerar la identidad de España y liberarla del fundamentalismo laico que aboga […]
En su tiempo era el destino único en lo universal, la indisoluble unidad de la patria, el cristianismo como llave, puerta y antemural de la españolidad. Ahora que el discurso se ha quedado obsoleto, ante la imposibilidad de echar mano del ejército para regenerar la identidad de España y liberarla del fundamentalismo laico que aboga por la separación real Iglesia-Estado, así como del «separatismo» que reclama abrir de nuevo el debate sobre la conveniencia de repensar el modelo territorial de estado, la extrema-derecha española, reconvertida en un infumable y atávico pastiche político que mezcla el neoliberal populismo de mercado, el racismo identitario del nacional-catolicismo, el discurso estatólatra que oferta seguridad en un mundo en «crisis» -los derechos civiles y la igualdad, al parecer, no importan-, el rígido e inamovible constitucionalismo que, como no, necesita de su propia intelectualidad orgánica, tanto en la prensa escrita y en los medios de comunicación como en algunas universidades, para convencer al pueblo de la existencia de cierto «espíritu» santo de la transición en la que la monarquía funcionó como elemento salvífico que la «liberó» (sic) de reactivar una nueva guerra civil -hasta tan absurdas conclusiones lleva una visión mecánica de la historia-, el discurso de la «crisis» de la familia nuclear cristiana y, por tanto, la necesidad de promocionar tal modelo como el único posible y deseable en el tejido social.
Ante la imposibilidad de echar mano del ejército e imponer su modelo de sociedad, digo, a la derecha cañí española ya no le queda más recurso que… !et voilá!, !la protesta in-cívica y la contra-comunicación!. ¡Quién lo iba a decir!
Allí donde se levantan voces que claman por la necesidad de que el Estado regule y ponga freno al flujo descontrolado de capital financiero -que construye y destruye economías y marcos laborales locales-, el neo-populismo de mercado responde con su discurso libertario que exige, ante todo, la salvaguarda de los «derechos individuales» de los grandes propietarios y accionistas que se mueven por las redes del mal llamado «orden» económico global. Allí donde se levantan voces que exigen la separación real Iglesia-Estado, en una sociedad en la que decrece la influencia de la iglesia católica y deviene hacia un mayor pluralismo religioso, el pútrido racismo nacional-católico responde, previa ayuda de sus portavoces mediáticos -y no sólo de la derecha neoliberal, sino incluso de algunos representantes del «centro» político que se sitúa en coordenadas social-liberales, en un reformismo que acepta, tanto discursivamente como de facto, las reglas de juego marcadas por la «libre» economía capitalista de mercado-, con el discurso del victimismo más cercano a la hipocresía más desvergonzada, situándose a sí mismo como el sufridor de una supuesta persecución por parte del fundamentalismo laico que osa acabar, político-institucionalmente, con los injustificados privilegios educativos y económico-tributarios de la iglesia católica, y por lo tanto, con su voluntad de monopolio sobre la vida privada de las personas.
Allí donde se levantan voces contra la incansable propaganda del miedo al inmigrante, contra el chauvinista discurso que señala a la inmigración como causa real del aumento de la delincuencia y la violencia callejera, la extrema derecha responde, por cuestiones de cálculo electoral, con el hipócrita discurso de la «integración» y de la necesidad de «regulación» de los flujos migratorios. Todo ello mientras permanecen en el más absoluto silencio cuando se desvela la realidad de una red de empresarios que, en el plano de la economía informal, contratan a los sin papeles y a los «ilegales» a los que luego, en tiempos de vacas flacas, expulsan a su país de orígen.
En este país, geografía clave de la llegada del «otro» a la cada vez más fortificada Europa neoliberal, el «ilegal» es siempre bienvenido, a efectos pragmático-económicos, sólo en tanto en cuanto es mano de obra barata y en tanto en cuanto no quiera establecerse definitivamente en un país en donde aún hoy se hace lo posible por preservar la sacrosanta esencia religiosa y cultural del cristianismo y la españolidad. Hablando en plata : contribución momentánea a la economía «nacional», sí. Integración política y cultural real, no : eso podría atentar contra la identidad. Aquí, en España, todavía no existe un ministerio de la identidad, como en Francia, y lo cierto es que no hace falta : ya tenemos a la conferencia episcopal y a la extrema-derecha reconvertida al centro político para conservar nuestras esencias : las religiosas, las culturales y las constitucionales. En Francia, la «conservación de la identidad» es una función que ejerce gustosamente la administración : ya hace mucho tiempo que allí se ha puesto a la Iglesia en su sitio. Aquí no, las esencias no se conservan a golpe de ley, sentimos más pasión por la teo-política. Incluso nuestra autocomplaciente socialdemocracia se viste de gala de vez en cuando y manda a algún diputado a calmar los ataques de ansiedad de Benedicto 16 ante tanta explosión de laico libertinaje.
Allí donde haya sectores políticos y culturales críticos o escépticos con el Hegeliano «espíritu» absoluto de la transición -sólo hace falta ojear material audiovisual no oficial de esa etapa o leer libros como «Soberanos e intervenidos» (Joan Garcés) y «Las sombras del sistema constitucional Español» (Juan-Ramón Capella) para caer en la cuenta de la complejidad de tal proceso y de la superficialidad de los mitos de la inmaculada y consensuada (sic) transición Española en la que tanto participó (sic) el pueblo español-, la derecha cañí responde con acusaciones de insolidaridad y escepticismo -esto último nos halaga-. Por lo visto, la insolidaridad consiste en relativizar o poner en duda sus irrefutables verdades históricas elevadas al rango de certeza absoluta por los escribas oficiales de la historia que tanto venden en nuestras librerías… y que tanto gustan a la soporífera intelectualidad de tertulianos y doxósofos que se toman el «five o’clock tea» con María Teresa Campos.
Por si no fuera poco, y en la búsqueda desesperada de algún símbolo con el que apelar emotivamente a la unidad frente al peligro de la desfragmentación del tejido social -obviamente, para diluir las energías críticas y el análisis. Condición previa para cualquier alternativa política seria y para calmar nuestra latinísima y exasperante tendencia a caer en la dramática emotividad-, los portavoces mediáticos de la extrema derecha e incluso de algunas sensibilidades socio-liberales han dedicado continuos reportajes a la institución monárquica como elemento cohesionador de la «nación», así como también han organizado actos rituales cara a la galería pública en los que la constitución aparecía como el tótem laico del que había que partir y que habría que proteger contra el tabú de la crítica. En realidad, a pesar del discurso hegemónico sobre la necesidad de aceptar las consecuencias socio-laborales, económicas y ecológicas de la «modernidad» capitalista, en nuestra península sólo hace falta analizar fríamente ciertos comportamientos y rituales políticos para caer en la cuenta de que seguimos siendo una sociedad bastante totémica. Tribal, incluso. Una sociedad en la que apelar a la capacidad de reflexión y análisis, al esfuerzo por auto-contenernos en nuestros juicios y debates, es poco menos que ser relegado al cajón del anacrónico romanticismo de los «utópicos» hombres de letras.
Así están las cosas: la extrema-derecha y no pocas de las sensibilidades socio-liberales se han apropiado de la máxima del Mayo Parisino, aquello de «La imaginación al poder». ¿Se han fijado ustedes cuanto ha aguzado su imaginación dialéctica? Si este mundo le confunde, querido lector, tan solo ponga un discurso o un símbolo en su vida. En cuanto a la verdad, las libertades, la igualdad y la justicia… ¡pamplinas! ¡de eso sólo hablan anacrónicos hombres de letras, hombre!