El vacacional agosto español se ha visto este año sacudido por dos procesos que han centrado la atención social: la criminal oleada de incendios forestales en Galicia y la espectacular (si se compara con otros años) llegada de cayucos con inmigrantes subsaharianos a las costas canarias. Aunque se trata de procesos muy diferentes en sus […]
El vacacional agosto español se ha visto este año sacudido por dos procesos que han centrado la atención social: la criminal oleada de incendios forestales en Galicia y la espectacular (si se compara con otros años) llegada de cayucos con inmigrantes subsaharianos a las costas canarias.
Aunque se trata de procesos muy diferentes en sus causas y efectos, guardan algunos elementos comunes que tienen mucho que ver con las percepciones, las respuestas sociales, la acción política que marcan el ritmo de nuestros tiempos. En primer lugar está la percepción instantánea de un problema que se presiente agobiante, por más que no sea lo mismo que uno vea arder todo el monte a su alrededor (o directamente el espacio agrícola y forestal que le da el sustento) que la llegada de unos pocos miles de inmigrantes que tratan de hacer realidad sus sueños y aspiraciones. Sin duda en este último caso la percepción de estar ante un fenómeno insoportable está amplificada por las declaraciones de políticos y gestores mediáticos, pero el resultado final es el mismo. En segundo lugar está la creciente sensación de incapacidad de las autoridades políticas para atajar el problema en los términos en que públicamente se plantea: el cese de los fuegos y de la llegada de embarcaciones. Sólo la naturaleza parece capaz de ofrecer una respuesta inmediata, en forma de vientos, lluvias y humedad que en unos casos desalienten a los incendiarios y en otros impidan la navegación. No deja de ser cómico que sea el «mal tiempo» la única medicina eficaz a corto plazo. Por el contrario la actuación de los políticos, las medidas que son capaces de tomar, resultan totalmente incapaces de ofrecer soluciones directas, y su actuación se reduce a la actuación paliativa una vez la situación está fuera de control y a los gestos en forma de viajes, gestiones etc. En tercer lugar la incapacidad de atribuir la responsabilidad a un individuo o grupo concreto, de definir hacia dónde hay que presionar para hacerle frente. Aunque en el caso de los incendios se ha hablado de redes organizadas, nadie es capaz de demostrar muy bien a qué responden. De la misma forma que la llegada de inmigrantes por mar se ha ido atribuyendo a mafias nunca bien definidas y a gobiernos africanos que han ido cambiando de nombre a medida que las pateras se convertían en cayucos y los puertos de partida se desplazaban al sur. Todo ello se resume en una valoración que plantea la existencia de problemas importantes frente a los que no están claras las razones, los responsables ni las políticas de acción.
Bueno, el Partido Popular sí tiene una respuesta: el Gobierno es el culpable de todo. Pero ésta es sólo su explicación autojustificativa, puesto que todo el mundo sabe que Galicia también quemaba bajo el virreinato fraguista y los inmigrantes también llegaban por libre en época de Aznar, por más que el Gobierno sólo les garantizara ilegalidad, ilegalidad e ilegalidad. Hasta cierto punto reducir los problemas a la ineficacia de los partidos gobernantes es una tentación innata de toda oposición, algo que estos días ha puesto de manifiesto la asimetría con la que el PSOE (y sus medios de comunicación afines) ha tratado los graves accidentes del metro de Valencia y el Talgo de Villada.
Y es que ciertamente a corto plazo no hay posiblemente respuestas fáciles a situaciones como las planteadas. Y los políticos de cualquier tipo corren siempre el riesgo de aparecer como completos incompetentes. Ya lo comentamos hace un año con referencia al Katrina, nuestra sociedad está organizada de tal modo que tiene pocas respuestas a dar frente a un creciente volumen de fenómenos catastróficos o que, como es el caso de los cayucos, cuestionan la lógica de los flujos dominantes.
El problema más importante se sitúa sin embargo en otro terreno. En el de la imposibilidad de abordar estos fenómenos a partir de los parámetros en los que hoy se mantiene situada la vida política. Constreñida por la existencia de poderes, principalmente económicos, que juegan entre bambalinas, por el mensaje simplista de unos medios de comunicación deudores de sus paganos y esclavos de sus propias necesidades de audiencia y de una organización política que rebaja a la población a la posición de mero espectador-votante- consumidor que reclama eficacia a coste cero. Porque lo que parece evidente es la variedad de determinantes que influyen en ambos fenómenos (y en muchos otros que tienen las mismas consecuencias), la imposibilidad de reducirlos a una causa sencilla y su relación directa con el modelo de macrogestión social que se ha impuesto en los últimos años.
Hay muchos incendiarios en Galicia, que actúan por razones diversas. Desde el narco que trata de «fijar» a la policía, al especulador que aún confía en una recalificación jugosa (aunque planea una nueva Ley del Suelo que prohibirá las recalificaciones, todo el mundo sabe que las leyes son lentas de aplicar), pasando por los posibles despechados por la pérdida de alguna vieja corruptela clientelar (o resentidos con los que sí la reciben), los «keynesianos» autodidactas que han descubierto que la mejor forma de crear empleo de bombero es provocando fuegos (tal como indicó Keynes al mostrar, acertadamente, que para crear empleo basta contratar gente para abrir agujeros y rellenarlos posteriormente, o como mostró magistralmente Chaplin en El Chico con el niño que rompía cristales para que su mentor obtuviera algún ingreso), o simplemente personas enloquecidas por la soledad y el desconcierto de un mundo rural en decadencia. Y debajo de todo ello subyace, como se ha puesto de manifiesto, una gestión del espacio natural que ha convertido el bosque en terreno propicio para la pira en cuanto el clima se ponga borde y a algún insensato, loco o criminal le dé por prender fuego.
De la misma forma que el fenómeno migratorio no es el resultado de la acción subversiva de una banda de traficantes de personas, sino que obedece a un conjunto variopinto de elementos entre los que se cuentan tanto factores de «expulsión» (la falta de empleo decente y de posibilidades de ascenso social, las presiones familiares para recibir ingresos, las dictaduras y soluciones bélicas, la presión demográfica) como de «llamada» (demanda de mano de obra barata por parte de empresas y particulares, propaganda consumista generada por nuestros medios de comunicación -y su buen aprovechamiento de los éxitos deportivos-, turismo que alimenta pautas de consumo, etc). En el caso español también cuentan factores geográficos, ya que somos el único país (las Azores y Madeira están más lejos) que tiene parte de su territorio en África (algo que sabía el viejo independentismo canario pero que ahora parece totalmente olvidado). Y sobre el fenómeno migratorio planea todo el proceso de globalización, con el escandaloso abaratamiento de los costes de transportes (escandaloso si se evalúa su impacto ambiental), la apertura de fronteras económicas, la desregulación paulatina de derechos laborales y sociales, la profundización en una división internacional del trabajo -políticas agrarias incluidas- que hace inviables viejas formas de organización social, el impacto cultural de los medios de comunicación planetarios…
Se trata en ambos casos, como en muchos otros temas, de problemas o situaciones complejas, con múltiples derivaciones. Y cuyo encauzamiento satisfactorio reclama tiempo, tenacidad y claridad de ideas. Todo lo contrario de las soluciones rápidas que reclaman los medios de comunicación y muchas personas socializadas en la creencia de que los problemas se solucionan fácilmente si existe voluntad para hacerlo. Se pide a los políticos respuestas drásticas que en muchos casos ni tienen claras ni tienen efectos duraderos sobre la situación. Como la demanda de mano dura frente a la inmigración clandestina que no ha impedido la llegada de miles y miles de personas a los países desarrollados, que a menudo no se lleva a cabo por su elevado coste (la repatriación) y que simplemente refuerza las situaciones potencialmente peligrosas (como el dejar a miles de personas en el limbo legal del sin papeles ). Estamos ante una verdadera sociedad de la incertidumbre donde nadie es capaz de determinar los efectos de las decisiones que se toman en respuesta a crisis coyunturales. Aunque las castas políticas no son tampoco inocentes por cuanto ellas mismas se ha especializado en la emisión de mensajes simplistas, reduccionistas y totalmente incapaces de cuestionar el más mínimo privilegio de las elites dominantes.
Lo que ha ocurrido este verano es una premonición del tipo de fenómenos que la globalización y la crisis ecológica irán generando. Una situación que no sólo provoca la crítica sana a la política institucional, sino también el descrédito total de la acción colectiva. Por esto es tan vital para cualquier corriente de izquierda transformadora desarrollar otro tipo de intervención. Una acción que permita situar en el centro del debate social la necesidad de una intervención social comprensiva, con visión de largo plazo, sostenida en el tiempo. Una intervención que abra espacios de verdadero diálogo y reflexión social. Lo cual es imposible sin tejer un amplio abanico de organizaciones sociales que posibiliten este proceso y sin que lo poco que existe de izquierda políticamente organizada contribuya a facilitarlo entendiendo que sólo en un contexto de madurez democrática es posible que sus propuestas ganen audiencia. La sociedad de la incertidumbre exige modelos organizativos y de acción frente a los que cada vez resultan más inadecuadas las formas actuales de política de mercado, de guiñol mediático y eficacia de corto plazo.