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La inconsciencia en la guerra

Fuentes: Estrella Digital

La pasada semana se perpetraron en Bagdad dos atentados terroristas más, para sumar a la lista de brutalidades que comenzó con la invasión del desdichado país iraquí. Dos suicidas se hicieron inmolar en la mañana del viernes, casi simultáneamente, en sendos mercados de mascotas animales, muy concurridos en esas horas por tratarse de un día […]

La pasada semana se perpetraron en Bagdad dos atentados terroristas más, para sumar a la lista de brutalidades que comenzó con la invasión del desdichado país iraquí. Dos suicidas se hicieron inmolar en la mañana del viernes, casi simultáneamente, en sendos mercados de mascotas animales, muy concurridos en esas horas por tratarse de un día festivo en el mundo islámico. Aunque no se conocen las cifras exactas de víctimas, se cree que hubo en ambos atentados casi un centenar de muertos y algo menos de dos centenares de heridos. En su mayoría, gente de humilde condición que acudía con su familia a entretenerse con los pájaros y demás animales exhibidos en los puestos de venta. Un testigo manifestó: «Los terroristas querrían matar mucha gente y éste es el lugar más adecuado para hacerlo. Todos venimos al mercado: cristianos, chiíes, suníes… ¡todos!». La peculiaridad más destacada de este atentado se descubrió poco después: sus ejecutores fueron dos mujeres aquejadas del síndrome de Down, a las que se habían colocado sendos cinturones explosivos que se activaron por control remoto. Se encontró la cabeza de una de ellas, que era visitante habitual de los mercados.

El atentado provocó inmediatamente dos tipos de reacción: analizar la nueva estrategia utilizada por el terrorismo y resaltar la barbarie que implica servirse de unas personas disminuidas psíquicamente. Un coche bomba no tiene tanta facilidad como una persona a pie para penetrar en las multitudes, por los obstáculos artificiales que dificultan su movimiento. Y el empleo de mujeres suicidas facilita la misión, pues ellas casi nunca son registradas en los puntos de control; sus amplias vestimentas facilitan, además, el transporte de explosivos. El mando militar de EEUU se reafirmó en sus hipótesis: «Es un instrumento de guerra mucho más preciso», había declarado el general jefe de la zona norte de Iraq.

Que las dos suicidas sufrieran el síndrome de Down y fueran utilizadas, en último término, como simples animales de carga para transportar la muerte produce una sensación de horror. Recuerda a aquellos perros del Ejército de la URSS, habituados a dormir bajo los carros de combate, a los que en el campo de batalla se colocaban unas minas por contacto y se soltaban para que, instintivamente, corrieran a refugiarse bajo los tanques alemanes, haciéndolos volar.

El primer ministro iraquí dijo que lo ocurrido «subraya la degradación moral de los terroristas», atribuyendo además a Al Qaeda la responsabilidad del hecho. Se le puede aceptar tan anodina frase, que muestra su irritación, pero es obligado añadir otro tipo de comentario, matizando la expresión del señor Maliki y el horror de todos los que se escandalizan por tal muestra de barbarie, sin reflexionar en que la verdadera barbarie está en la propia guerra.

Una lectura reflexiva de la historia de las guerras lleva a no asombrarse mucho de los procedimientos bélicos adoptados en cada momento. El nivel de conciencia de las dos terroristas bagdadíes pudiera ser, al fin y al cabo, no muy distinto del que el historiador británico Paul Fussell atribuye a muchos soldados durante la Segunda Guerra Mundial: «Las misiones de las tropas de infantería requirieron en numerosas ocasiones el ‘aislamiento alcohólico’ de la realidad». El ron de los soldados británicos y el schnapps de los alemanes eran habituales en los campos de batalla, nos recuerda en su libro Wartime. La mejor forma de dominar el miedo era el alcohol, y sólo gracias a él se podía atenuar la conciencia lo suficiente para poder matar y para no temer a la muerte.

Un escritor español, poco sospechoso de antimilitarismo, como es Antonio Burgos, escribía así sobre nuestra Guerra Civil: «Hay una vieja cultura militar del alcohol, un discurso de las armas y el saltaparapetos. El saltaparapetos era el coñac de garrafa con que llenaban las cantimploras de los soldados de la fiel Infantería de García Serrano horas antes de los ataques a la bayoneta a las posiciones republicanas. Ciegos de coñac se tomaba el Pingarrón y lo que hiciera falta tomar».
Desde el otro bando, un soldado de las brigadas internacionales narraba: «Has visto caer a muchos a tu lado, a los que ni siquiera les dio tiempo a gritar cuando una bala silenciosa les atraviesa sin avisar. Ya no quedáis demasiados en las trincheras. Habéis retrocedido a la segunda línea. Has podido ver cómo los moros se acercaban reptando cubiertos por el fuego de ametralladoras y morteros de la legión. Son muchos y mejores. Ese maldito cerro nos va a costar la vida a todos. Entonces, a tu asustado amigo le dices: ‘Saltaparapetos’, con media sonrisa, acercándole tu cantimplora. Esa ponzoña de garrafa, que quiere ser coñac, es lo único que te permite no enloquecer en la trinchera o quizá lo que en realidad consigue es darte ese minuto de inconsciencia que logra hacer aquello a lo que tu valor se resiste».

Es cierto que muchas guerras ya no son así; pero basta contemplar los machetes que en África se convierten de nuevo en armas de combate para no olvidar lo que desde siempre permanece en la esencia de la guerra. Se trata de reducir el nivel de la conciencia humana -con alcohol, fanatismo o disciplina- para ser capaces de matar y de afrontar la muerte en el puesto de combate. Las suicidas de Bagdad, por mucho que nos escandalicen, no son nada extraordinario en el horror de la guerra.