Según la actual Constitución, «el Estado español se constituye en un estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Esta declaración de principios, piedra angular sobre la que se supone se ha de construir nuestra organización política y […]
Según la actual Constitución, «el Estado español se constituye en un estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Esta declaración de principios, piedra angular sobre la que se supone se ha de construir nuestra organización política y social, no es sino la manifestación de lo que Marx llamó la autoenajenación humana no religiosa, donde al igual que ocurre con la de carácter religioso, hombres y mujeres somos declarados iguales, en un caso ante Dios y en otro ante el Estado de derecho, a pesar de las enormes diferencias que existen entre nosotros. La autoenajenación consiste por tanto, en que esos ansiados valores que se propugnan, creamos que existen de verdad, cuando en realidad son sólo una mera declaración de intenciones. En la sociedad civil, los encargados de que esta autoenajenación se cumpla son los gestores del Estado de derecho, es decir, esa minoría social que debe velar por mantener su explotación sobre una mayoría adormecida, bajo la inmejorable excusa de hacerlo con el amparo de la ley. Otro tanto ocurre con la autoenajenación religiosa, independientemente de cual sea el Dios adorado.
En el terreno político, la ley donde mejor se ve como estos valores son manipulados por el poder político sin ningún pudor, convirtiendo la norma en un traje a medida que todos debemos vestir si no queremos quedar fuera de ese orden perfecto que nos imponen, es en la Ley de Partidos Políticos aprobada en 2002. Esta ley responde fielmente a la ambición política del anterior gobierno del PP y por supuesto la del actual gobierno socialista con su sumisa colaboración en la oposición, de crear una democracia judicial, en la que el poder judicial y el poder político se unen y donde legalidad y legitimidad acaban confundiéndose de tal modo, que toda actividad política que queda fuera del marco legal que ellos han ido construyendo, se convierte en ilícita y criminal. Por eso da igual que la ley sea inconstitucional, o que vulnere el Convenio Europeo de Derechos Humanos, o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
No estamos ante una ley que regula los partidos políticos sino la ilicitud de determinados partidos. Sólo pretende ser una ley ad hoc, nacida en inicio, por y para deslegalizar a una organización política, Batasuna, pero que como va demostrándose en cada cita electoral, su persecución se extiende a cualquier otra voz crítica, ya que con esta ley la discrepancia política se convierte en delito.
Los autores de esta ley, PP y PSOE, no asumen que lo que políticamente puede ser considerado ilegítimo no tiene por qué ser jurídicamente ilícito, y para ello nos imponen la obligación de ajustarnos a los valores constitucionales, cuando la Constitución no impone una adhesión ideológica a sus principios democráticos.
El contenido de esta ley no responde a lo que debiera ser el objeto de su regulación, sino que sólo pretende ser el instrumento que permita declarar de forma sencilla y rápida la deslegalización de un partido político. Por eso establece una relación jurídica inmediata entre las instituciones en las que actúan los representantes electos y los partidos que los proponen como candidatos en sus listas. Por eso no se preocupa en definir lo que es un partido político, pero sí le interesa que la inscripción registral sea utilizada como control de legalidad por parte del Ministerio del Interior. Por eso no le preocupa que lo que teóricamente debiera ser el núcleo central de la ley, la organización y funcionamiento de los partidos políticos, sea obviado casi por completo, pero sin embargo, sí le preocupa la actividad de los partidos, y más concretamente los supuestos de ilegalidad, tratándolos con una exhaustividad inquisitorial, utilizando para ello un lenguaje legal ambiguo y de con secuencias desproporcionadas, tipificando como delito acciones plenamente lícitas: «apoyo tácito», «legitimar», «exculpar», «minimizar».
En esta ley, al Estado de derecho no le interesa la financiación de los partidos. Por eso sigue reafirmándose en la doble financiación de los partidos. No le preocupa combatir las escandalosas subvenciones multimillonarias que reciben, ni de perseguir la corrupción en la financiación. Para todo esto, el actual gobierno promete una ley específica. No duden que será una ley pactada entre todos los grandes partidos y donde todas estas materias quedarán acomodadas a sus intereses.
Por supuesto las garantías jurídicas que ofrece esta ley van en consonancia a su contenido, rebasando los límites de la democracia. Así, la sentencia dictada por la Sala Especial del Tribunal Supremo, no será objeto de recurso alguno, salvo el de amparo ante el Tribunal Constitucional, y será ejecutiva desde su notificación sin esperar la respuesta del Constitucional. Además, le autoriza a esa Sala a suspender cautelarmente las actividades del partido hasta que se dicte sentencia, con el alcance y efectos que estime oportunos. La ausencia de garantías jurídicas en este terreno, les sirve a sus autores para atacar a un partido, suspendiendo su actividad, aun a sabiendas de que difícilmente se le podrá ilegalizar.
En definitiva, estamos ante una ley que atenta contra la libertad de asociación, reunión y expresión, que supone el triunfo de la seguridad del Estado por encima de los valores fundamentales de libertad y justicia, que ilegaliza ideas dejando sin libertad de expresión política y electoral a una parte importante de personas, que elimina el principio penal de que los delitos son individuales, y todo ello lo hace porque en definitiva se niega a reconocer que la naturaleza del llamado conflicto vasco es política y porque niega la integración política de las naciones minoritarias que conforman el Estado español.
Ante esta situación, necesitamos políticos valientes que nos despierten de esta autoenajenación social que padecemos, provocada por quienes están interesados en mantener a la sociedad ignorante de la realidad. Un primer paso para conseguirlo será la derogación de la actual ley de partidos. Se buscan candidatos. Legales o no.