No se nombra lo que no se conoce. La maldad con la que se aniquila la vida de menores y mujeres en particular, no tiene nombre. Algo debe estar podrido en quien no tiene escrúpulos para infligir semejante daño a una criatura inocente. No es humano quien detona un arma a sangre fría, quien viola, […]
No se nombra lo que no se conoce. La maldad con la que se aniquila la vida de menores y mujeres en particular, no tiene nombre. Algo debe estar podrido en quien no tiene escrúpulos para infligir semejante daño a una criatura inocente. No es humano quien detona un arma a sangre fría, quien viola, quien tortura, quien mutila, quien apuñala, sin que le tiemble la mano. Y ni hablar de las cifras, que desafortunadamente resultan ser un indicador que la realidad siempre supera: mayor número de desapariciones, feminicidios, infanticidios, secuestros, asesinatos. Sé que tengo que escribir algo, no sé exactamente qué, ni con qué fin. Quien lea estas líneas solo podrá sentir la rabia, la impotencia y la tremenda conmoción, que intento expresar.
Los titulares se han llenado con las opiniones de los expertos en culpar, revictimizar, criticar, desinformar. Sobra decir, que los medios de comunicación, tienen todo que ver en este declive social. Lo cierto es que todo falló en el cruel asesinato de la pequeña Fátima, y en el de Ingrid, y en el de la bebé Karen, y… Pero es que hace años que todo falla.
Es imposible que esta cadena de feminicidios se cometa a manos de dos personas solamente. Yo no me lo creo, y esa justicia a medias no debería calmar nuestras conciencias. Detrás de estos incesantes crímenes hay una inmensa cantidad de cómplices, muchos de ellos de cuello blanco, a quienes el peso de la ley jamás ha incomodado. Y qué hay que hacer, cómo debemos actuar, a quién podemos recurrir, cuánto más tendremos que soportar.
Reconozco, ahora que soy madre, que el día en que me anunciaron el sexo de mi bebé, inconscientemente sentí alivio de que no fuese niña. Tengo claro que nacer y ser mujer no es un castigo. Y sé que si hubiese parido una niña, la amaría igual, aunque no hubiese podido evitar esa terrible sensación de temor, por haber traído al mundo un ser más vulnerable que la otra mitad restante. Porque si somos vulnerables como mujeres, evidentemente es una cuestión más allá de nuestro deseo. Es porque el capitalismo y patriarcado se ha cebado con nosotras, por el simple hecho de ser dadoras de vida. Es su venganza, es la sinrazón. Al menos eso parece.
Nadie puede llegar a entender el dolor que sienten las madres a quienes les han arrebatado a sus hijas, ni el daño irreparable que una pérdida en esas circunstancias ocasiona. Por ellas y por todas nosotras, debemos frenar esta violencia. Debemos recuperar el espacio público, un espacio que también es nuestro, llenar las calles, cuidarnos entre nosotras, y nunca más vivir con miedo.
En estos días leí un post con una idea muy cierta: las mujeres vivimos pretendiendo que no se nos noten las arrugas, las estrías, las lonjas, etcétera. La lógica del “que no se nos note” llegó al tal grado, que tampoco se notaba cuando nos agredían, nos violaban, nos desaparecían o nos mataban. Pero una situación así, es insostenible en el tiempo. Teníamos que decir ¡basta! Y lo hicimos, sin embargo, no ha sido suficiente.
Sí, México es un país feminicida, asquerosamente machista y misógino. Que todo el mundo lo sepa. ¿Y después qué?
Como sugerí en un artículo anterior, nunca deberíamos responder que nos provoca miedo nuestra condición de género, mucho menos avergonzarnos, ni despreciarnos por ser mujeres. La voz y la palabra son armas de construcción masiva. Alcemos entonces nuestras voces, nuestros gritos cargados de futuro. Digamos ¡BASTA!
A la memoria de todas y cada una de las niñas, adolescentes y mujeres que han sido asesinadas en México.