Recomiendo:
0

La izquierda ante la revolución

Fuentes: Rebelión

I La posibilidad de la puesta en marcha de procesos revolucionarios en la actualidad depende de varios factores, entre los que destacan las actitudes de la izquierda social, política e intelectual. Dentro de la amalgama que constituye la izquierda intelectual, existe la figura problemática del «intelectual progresista». El intelectual «progresista» tiene un problema que también […]

I

La posibilidad de la puesta en marcha de procesos revolucionarios en la actualidad depende de varios factores, entre los que destacan las actitudes de la izquierda social, política e intelectual. Dentro de la amalgama que constituye la izquierda intelectual, existe la figura problemática del «intelectual progresista». El intelectual «progresista» tiene un problema que también afecta a parte de la izquierda política y social: se trata de un problema de identidad, que presenta una sintomatología parecida a lo que en medicina psiquiátrica recibe el nombre de esquizofrenia (del griego skizo (escindir) y phrenia (razón, mente). El intelectual «progresista» no tiene un referente claro de sí mismo y oscila entre varios yoes, que asumen posiciones en torno a un eje: el sistema; desde la crítica más destructiva (o deconstructiva) hasta el más abnegado panegirismo, pasando por la neutralidad más «objetiva», este espécimen de la fauna social no halla reposo porque la realidad se mueve en vaivenes que le arrebatan sus eventuales principios devolviéndoselos cuando la coyuntura lo requiere.

Por culpa de la inexorable historia, al intelectual «progresista» se le han roto los esquemas. Ya no concibe un modelo de sociedad revolucionaria posible. Todo ha fracasado, y el ejemplo de Cuba no le vale, porque entiende que el bienestar material es condición necesaria del bienestar humano, pero, como podemos comprobar, no es condición suficiente; por otro lado, en Cuba se da lo segundo sin lo primero, y se podrían dar los dos, si no fuera por el bloqueo USA y la actitud negativa de Europa.

El intelectual «progresista» ya no tiene ideas, y, «como se ha demostrado», Marx «ya no sirve»: hemos llegado al fin de la historia aunque… «¡otro mundo es posible!» ¿Dónde?: ¿¿¡¡dentro de este!!?? Por tanto, y puesto que la crítica hay que ejercerla desde posiciones sólidas de las que el voluble intelectual «progresista» carece ¿por qué comprometerse con la crítica del sistema de cuya mano come? En cualquier caso, ese tránsito del progresismo al conservadurismo quizá, lo que demuestra, es que teníamos por intelectuales a quienes en realidad tan sólo eran uno listillos oportunistas; o quizás haya que revisar el concepto de intelectual. Por definición, un intelectual es alguien que hace un uso sistemático del intelecto, o, en una definición más de diccionario, quien se dedica a tareas que requieren un empleo especial de la inteligencia. Es en esa segunda acepción donde está la trampa: el intelectual o lo es o no lo es; no lo puede ser sólo cuando «trabaja». La caracterización de Aristóteles del intelectual en la Ética a Nicómaco -la cual subscribo- es la de alguien para quien los asuntos materiales y los mundanos (tales como el reconocimiento, honores, etc.) pasan al plano de lo irrelevante, porque la esencia del ser humano radica en la única cualidad que lo distingue de los otros animales: el pensamiento; no es así para los intelectuales comunes que tan sólo ansían el reconocimiento del sistema para aliarse con él y comer de su mano. Esta falta de solidez es debida, en buena parte, a la sensación de desarraigo -de la que se han quejado amargamente los intelectuales existencialistas- que les hace propensos a arrimarse a lo que sea, con tal que les haga sentir que están ahí, pisando fuerte. Eso explica como es posible qué ceros intelectuales como Negri tengan tanto predicamento en los círculos intelectuales y universitarios: Negri no dice nada interesante ni profundo; en realidad, no dice nada -aparte de tonterías, claro-, pero da la sensación profética de estar muy seguro de sí mismo.

Posiblemente, habría elementos intelectuales indecisos que, caso de existir un modelo claro tangible de sociedad por el que luchar, no dudarían en trabajar por la causa. Pero este modelo no existe: hay que diseñarlo; hay que hacer los planos de la sociedad que queremos… unos planos de carácter científico y abierto, además de -va de suyo- utópicos, porque si la sociedad del futuro ha de parecerse a la actual no vale la pena luchar por ella. Una vez desarrollado el modelo, hay que trabajar en el tránsito revolucionario desde nuestro capitalismo prehistórico hasta la sociedad del futuro, donde empiece -como decía Marx- la verdadera Historia de la humanidad; hay que demostrar cómo, a partir de las condiciones ya existentes de la ciencia y la técnica, aplicadas racionalmente a la producción y distribución, se puede dar un giro a la realidad mundial y terminar con las lacras globales. Pero si no hay modelo utópico -aunque creíble-, nadie se apuntará a la etapa revolucionaria: todas las revoluciones han tenido sus utopías.

II

Tácitamente se cree en el fin de la historia; al mundo, por tanto, tan sólo se le pueden hacer remiendos, tales como contaminar menos (para lo cual habría que someter a control a USA, Rusia y China, y: ¿quién lo va a hacer?) o regular más estrechamente la explotación del hombre por el hombre (de modo que todos estemos explotados en igualdad de condiciones). La superación del capitalismo no está a la orden del día. El concepto de revolución -salvo en el ámbito publicitario- es tabú. Creer que el sistema capitalista no tiene alternativa forma parte del conjunto de dogmas ideológicos que nos esclavizan mentalmente ¿Es que no ha habido otras revoluciones? ¿Qué es lo que nos puede impedir emprender una nueva revolución, aparte de nosotros mismos? Cierto es que la sociedad capitalista, por su apariencia democrática, es la que ha concitado mayor número de adhesiones inquebrantables -especialmente por parte de los intelectuales reciclados-, y es, también, la que mejor ha sabido penetrar en lo más hondo de la idiosincrasia. A pesar de todo -aunque sea de un modo indirecto- está volviendo a ser puesta en tela de juicio. Sin embargo, no es el sistema en sí mismo lo que se cuestiona, sino sus efectos secundarios: el hambre, la manipulación del mundo por cuatro países con sus multinacionales, el deterioro deliberado y sistemático del medio ambiente, la guerra imperialista, el terrorismo de estado o de otro tipo… y el largo etcétera de todos conocido. Estos efectos son atribuidos no al propio sistema sino a una eventual mala gestión del mismo cuando, en realidad, es la naturaleza misma del sistema la que los conlleva; el sistema no puede funcionar de otro modo que explotando todo lo explotable, empezando por los propios seres humanos, objeto de cruda compraventa. Lo que ahora mismo se está reclamando no es, en realidad, un cambio de sistema, sino algo aún más difícil, es decir, imposible: se quiere el funcionamiento del sistema pero sin sus efectos secundarios (lo que prueba hasta qué punto la sociedad, alienada, no trasciende la ideología; es decir, demostrándose la vigencia de la máxima de Marx, no puede pensar en otros términos que los que le ha impuesto la clase dominante, por más que crea que lo hace). Sólo cuando sea el sistema en sí mismo lo que sea juzgado por la mayoría de la población y los medios de comunicación; sólo cuando sea el propio sistema el objeto de debate de la opinión pública; sólo cuando sinceramente se conciba que el cambio es posible; sólo cuando perdamos el miedo a lo desconocido, es decir, sólo cuando seamos capaces de enfrentarnos a nosotros mismos; en definitiva, sólo cuando la ideología sea puesta en evidencia, entonces será posible superar el sistema actual y empezar a construir la historia de la humanidad, empresa para la que el mundo ya está en condiciones materiales, tanto tecnológicas como económicas: podemos empezar a andar, cuando queramos, hacia el futuro.

III

Como en la mayoría de debates que se plantean, lo primero que hay que hacer es ponernos de acuerdo sobre el tema del debate; es decir, saber exactamente de qué estamos hablando. Por lo que hace a la llamada izquierda, -ya lo he manifestado antes- existe la izquierda intelectual, la izquierda política y la izquierda social. Las dos primeras son subconjuntos de la última, a pesar de que, por lo general, son las que determinan su comportamiento. Convengamos que, en principio, lo que distingue a la izquierda de la derecha es la sensibilidad hacia los problemas sociales. Sin embargo, dentro de la izquierda política hay todo un abanico de definiciones, que van desde la izquierda más conservadora y derechona -que se encuentra, en el «centro», con la derecha natural– hasta la más radical y revolucionaria, pasando por la izquierda reformista -es decir, la socialdemocracia «progresista»; es por ello que en las alianzas de distintas fuerzas de izquierda siempre se dan contradicciones que pueden degenerar en conflictos, escisiones y rupturas.

Supongamos que se constituye un amplio frente de izquierdas, apoyado por la izquierda intelectual y social, para presentarse a unas elecciones. Supongamos que dicho frente gana las elecciones… ¿qué hará? ¿Va a convertirse en una típica coalición electoral para alternarse en el poder con la fuerza de derecha de turno cada vez que toque? ¿Adoptará una política reformista traicionando sus eventuales principios y las promesas electorales frustrando a la población? ¿Cambiará el sistema o dejará intacto el aparato del Estado para que pueda seguir perpetuándose? ¿Sucumbirá a los dictados del FMI, USA, las multinacionales y la plutocracia local y seguirá con la política de privatizaciones y precarización social robándole a la sociedad lo que le pertenece?

Hasta el momento, salvo en casos como los de los gobiernos de Allende en Chile, de Chávez en Venezuela y de la República Española en los años treinta del siglo pasado, cuando la izquierda ha llegado al poder por medios electorales lo primero que ha hecho ha sido convertirse literalmente en derecha. Ejemplos paradigmáticos los tenemos en los gobiernos de Felipe González en España y de Lula de Silva en Brasil, que contando con un gran apoyo popular para el cambio, lo han echado todo a perder.

IV

Algunos intelectuales están aquejados de cierto pánico a lo que llaman «unipolaridad» del mundo actual. A eso cabe alegar, a título de ejemplo, que la Revolución Cubana no se llevó a cabo gracias a la URSS, sino que fue obra de un grupo de revolucionarios bien organizados y del pueblo cubano. Si bien es cierto que la URSS -por su propio interés- apoyó a Cuba en momentos críticos, la caída de la URSS, al contrario de lo que era ampliamente esperado, no conllevó la caída de la Revolución en Cuba. En el anterior contexto «bipolar», se dieron casos muy lamentables en que la URSS no ofreció un apoyo tan decidido: a la España republicana le faltó cuando fue víctima de un golpe de Estado fascista apoyado tanto por las potencias pro-nazis como por los estados «democráticos» ¿Dónde estaba entonces el internacionalismo revolucionario? Por otro lado, la revolución rusa tuvo lugar en un contexto marcadamente «unipolar», al igual que, a fortiori, la Comuna de París.

Los estados son estados nacionales, y esto es independiente de la eventual unipolaridad, bipolaridad o multipolaridad del contexto global; por lo tanto, si un frente de izquierdas llega al poder, sea por medios electorales o por otros medios, lo que debe hacer es transformar la sociedad; para ello, el primer paso debe ser la transformación del Estado de los capitalistas en un estado revolucionario. Esta es la premisa para poder afrontar cambios decisivos y necesarios para superar el capitalismo, tales como la desprivatización de todo lo privatizado; la socialización de los recursos, el suelo y los medios de producción. Ahora bien, si en realidad no se quiere superar el capitalismo, entonces las definiciones de los partidos pávidos como de izquierda y socialista sobran.

Es claro que la superación del momento prehistórico capitalista conlleva graves problemas de orden interno y externo, y que el mundo capitalista toma medidas de todo tipo ante tamaña osadía, pero en el proceso revolucionario no se puede nadar y guardar la ropa. Las tesis de Bentham -autojustificación de los socialdemócratas- no funcionan: lo que hay, y lo único que puede haber en los parámetros capitalistas es el mayor bienestar para el menor número y el mayor malestar para el mayor número; las excepciones sólo son eso, y, además, coyunturales.

Zonas liberadas de capitalismo es lo que hay que ir construyendo en el mundo: cuantas más haya, más posibilidades tendremos de cambiarlo… irreversiblemente.

V

No se puede ser revolucionario dentro de un orden ni reformista radical. Son contradicciones en sus términos; todo el mundo sabe que para ser revolucionario hay que ser radical (puesto que el mundo hay que transformarlo de raíz), y que las reformas sólo se hacen dentro de un orden (se trata de cambiar algo para que todo siga igual).

No nos debemos dejar engañar por la aparente crisis del neoliberalismo. Lo que caracteriza el neoliberalismo es un conjunto de políticas antisociales que tienen como objeto beneficiar al capital. Algunos ejemplos: la desregulación del «mercado laboral» a favor del capital, la disminución de los impuestos sobre las grandes rentas y los beneficios capitalistas al mismo tiempo que aumentan los impuestos «indirectos» que recaen sobre la mayor parte de la población y perjudican especialmente a los más pobres, la política privatizadora que pone lo público en manos privadas, el recorte del gasto público y social, etc., etc. Estas políticas son asumidas a bombo y platillo por las derechas, y, con matices, por las «izquierdas»; estas son las políticas que, mutatis mutandis, asume Lula como propias para el Brasil, y las que desarrolló Felipe González en España, políticas, claro está, aderezadas con reformas anzuelo.

No parece, por tanto, que nada haya cambiado o que nada vaya a cambiar respecto del neoliberalismo… o, mejor dicho, ¡sí!, lo parece: tan sólo lo parece.

Vivimos un momento histórico en el que coinciden dos procesos contradictorios: por un lado, asistimos a la mayor ofensiva del capital y su derecha carpetovetónica para recuperar las posiciones perdidas desde la primera «guerra mundial», mientras que por otra parte, se está dando la mayor difusión social de la consigna de que «otro mundo es posible». Sin embargo, la reivindicación de ese otro mundo posible no es seria, no es radical, es de carácter reformista, puesto que lo que se quiere cambiar es el funcionamiento del sistema, y no el propio sistema (lo cual, dicho sea de paso, es imposible) y esta es una de las más graves contradicciones que percibo en los movimientos contestatarios y antiglobalización, y en buena parte de la izquierda política, social e intelectual. Con estas premisas, un cambio de «talante» aparece como un cambio de contenido, y, luego, ocurre lo que ocurre, como con Felipe González en España y con Lula da Silva en Brasil.

Parece ser que, efectivamente, el neoliberalismo tiene algunos problemas. Por ejemplo, sus políticas y los resultados de las mismas han tenido consecuencias como el surgimiento de nuevos movimientos contestatarios, el crecimiento y afianzamiento de fuerzas incómodas ya existentes y el momento basculante de las «clases medias» que lo aproxima a los anteriores movimientos -ya sabemos que hay que andar con mucho ojo con esos estratos precisamente por ese carácter basculante propio de su naturaleza pequeñoburguesoide: precisamente de ahí es de donde suelen proceder los intelectuales «progresistas»-; el fracaso del modelo democrático convencional, que desplaza la sensibilidad social y, eventualmente, el voto, hacia las «izquierdas» (del «donde dije ‘digo‘ digo ‘Diego‘)»; la pérdida general de poder adquisitivo y la precarización laboral y social total; el surgimiento de movimientos independientes, como los zapatistas, precisamente cuando todo el mundo estaba durmiendo plácidamente la siesta neoliberal del tan proclamado -y tácitamente subscrito- «fin de la historia». Pero si todos estos problemas no pasan de ser tácticos, es decir, no toman la forma de un problema estratégico -lo que supone un cambio de conciencia-, no cambiaremos el rumbo de la historia.

Lo que no nos podemos permitir es seguir la consigna predicada por los intelectuales «progresistas» de dejar las cosas en manos del reformismo (es decir, de la socialdemocracia «progre») para que «ensaye» políticas «postneoliberales».

En la vida real no hay lugar para ensayos; los ensayos se hacen en el mundo del teatro, de la música y de la literatura. Los pasos que se dan en el mundo real, sean individuales o colectivos, son reales y tienen sus consecuencias; su entrelazamiento constituye eso que nosotros, vanidosos como somos, llamamos historia -y que Marx, con razón, llamaba prehistoria-. Esos mismos intelectuales sentencian que no existen las condiciones «objetivas ni subjetivas» para la revolución, pero -impropiamente- no explican en qué basan una afirmación tan grave y comprometida. Veamos: ¿acaso la mayoría de los que han apoyado a Lula en Brasil y, a fortiori, a Chávez en Venezuela no aspiran a que se realicen cambios revolucionarios, sabiendo, además, que eso acarrea sus consecuencias? ¿Es que las condiciones revolucionarias, como las rebajas, son cosa de temporada y hay que sentarse a esperar a la próxima? ¿Es que tenemos algo que perder?

Los cambios que introduce el reformismo, tal como, lamentablemente podemos comprobar, son coyunturales y reversibles: no son radicales y, por tanto, no son cambios en la estructura del sistema; al contrario, contribuyen a su estabilidad. A pesar de todo, los intelectuales progresistas están convencidos que en la actual coyuntura nacional e internacional, el reformismo aparece como la única oportunidad de avanzar mientras las fuerzas populares trabajan para modificar las condiciones objetivas y subjetivas necesarias para «ensayar» alternativas más prometedoras. Esto es de una demagogia insoportable, si el neoliberalismo tiene problemas lo que hay que hacer es agravárselos. ¿Qué mejores condiciones podemos esperar para lanzar la ofensiva? ¿Vamos a esperar tranquilamente sentados que «las masas se iluminen» mientras el capital va ensayando nuevos métodos de afianzamiento? No podemos permanecer de brazos cruzados hasta que llegue el ‘día decisivo’ de la revolución. Por otro lado, todo buen reformista sabe que las reformas, si son serias, son percibidas por el sistema como revolucionarias, y el sistema responde contra ellas con la máxima dureza; por lo tanto, puestos a embarcarse, mejor hacerlo en algo que pueda ser irreversible, por más dura que pueda ser la travesía -ya que, de todos modos, lo va a ser-. No hay nada más triste que el espectáculo de un político reformista «de izquierdas» que, siendo represaliado por sus actos intenta convencer a sus represores de que, en realidad, tales reformas no eran de alcance.

La debilidad de los estados frente a los monopolios y las multinacionales no es tal debilidad, sino más bien complicidad, y obedece a que la estructura del estado burgués sirve, básicamente, para gestionar y afianzar el sistema capitalista; la primera tarea, por lo tanto, que debe enfrentar un gobierno de izquierda es la transformación del estado del capital en el estado de la sociedad… y eso no es una simple reforma: debe elegir entre limitarse a gestionar el sistema o cambiarlo.

Por otro lado, la socialdemocracia, a lo único que aspira, es a gestionar el sistema de modo que no chirríe tanto; así que, lo único que hace es aplicar chapuzas acá y lubricantes acullá, dejando la máquina lista para la próxima victoria de la derecha natural (Marx -y no me cansaré de citarlo- decía que la socialdemocracia es el mejor invento de la burguesía). Pero el caso es que los movimientos sociales reivindican cosas concretas y tangibles. Los que piden tierras, por ejemplo, atentan contra el primer dogma sagrado del capital: la propiedad privada y, además, en este caso, de un medio de producción, atentando, además, contra el principio fundacional del capitalismo según el cual sólo los capitalistas pueden ser propietarios de esos medios.

Por lo que hace al predominio USA y a la «unipolaridad», es sabido que en todas las épocas -desde que existen los estados o análogos- ha predominado alguno sobre los demás y, en todos los casos, se ha aprovechado de la situación privilegiada; también es cierto que ningún imperio ha durado eternamente, y que los distintos tipos de formación social han tenido su nacimiento, desarrollo y desaparición. Si hay algo novedoso en el panorama actual es el papel que pueden desempeñar los medios de telecomunicación -sobretodo Internet- hábilmente manejados por los agentes del cambio.

VI

Hace decenios que no se dan tan buenas condiciones para emprender procesos revolucionarios, especialmente en Latinoamérica. Primero, por el auge movilizador junto a la basculación política y social hacia la izquierda que se está dando; también por el desencanto del modelo «democrático» tradicional sui generis que se ha impuesto a estos países además de las nefastas políticas económicas asociadas; y, además, porque existe un marco de «acogida» constituido por Cuba, Venezuela y -aunque tibiamente- Brasil. Ahora es, también, un buen momento para intentar la derrota del imperialismo, ya que cuantos más frentes tenga abiertos, más débil será y, por tanto, más fácil será derrotarlo -o, al menos, mantenerlo a raya-. Discrepo de las tesis referentes al obstáculo que representa la unipolaridad: ahora es el momento de hacer revoluciones libres de condicionamientos externos.

Pero ¿qué hacer? Es urgentísimo revisar y actualizar la teoría revolucionaria: seleccionar los contenidos que realmente tengan valor teórico o normativo, formar un corpus teórico de partida y contribuir a desarrollarlo, dándole, además, un carácter científico. Es, también, imprescindible el diseño del modelo de la sociedad y del mundo al que aspiramos, porque sin él, vamos a ciegas; por supuesto que el modelo no puede ser cerrado: sólo es un modelo, flexible y adaptable a las dinámicas sobrevenidas. Todas las revoluciones han tenido su utopía, que no es otra cosa que la finalidad de las mismas, aunque luego la realidad, por las razones que sea, no coincida con los ideales. Por su carácter de límite, el modelo, diseñado sin miedo, debe basarse en un proyecto de máximos. Naturalmente, no hay que abandonar los frentes de lucha ya abiertos -como los sindicales- pero es preciso saber ver el carácter coyuntural de muchos de ellos: cuando la táctica no sirve a la estrategia, hay que cambiar de táctica.

El intelectual de izquierdas debe abandonar su naturaleza «progresista» y volverse revolucionario. Debe estar dispuesto a renunciar a lo que sea cuando las condiciones lo exijan -nada de «salvar las piscinas»-; debe luchar siempre por la verdad, la justicia y la revolución. Si actúa de otro modo, habrá sucumbido a un egoísmo ignorante, ya que traicionando a su especie se habrá traicionado a sí mismo.

Barcelona, 25 de septiembre de 2004