He contado otras veces el mito senegalés del descubrimiento de las Islas Canarias. Había una vez un campesino de Casamance llamado Mamadou que vivía mal que bien del trabajo en el campo hasta que, en los años 90, los acuerdos del gobierno de Senegal con la UE, que subvencionaban los productos importados, le obligaron a […]
He contado otras veces el mito senegalés del descubrimiento de las Islas Canarias. Había una vez un campesino de Casamance llamado Mamadou que vivía mal que bien del trabajo en el campo hasta que, en los años 90, los acuerdos del gobierno de Senegal con la UE, que subvencionaban los productos importados, le obligaron a dejar la tierra y desplazarse hasta la costa, donde se hizo pescador artesanal. Allí vivió mal que bien hasta que los acuerdos pesqueros con la UE atrajeron a los grandes barcos industriales de Pescanova y Mamadou se vio obligado a salir cada vez más lejos con su frágil patera para encontrar un poco de pescado con el que alimentar a su familia. Un día se alejó tanto de Senegal buscando una sardina que descubrió Las Palmas. Allí los indígenas le pegaron una paliza, lo metieron en prisión y lo devolvieron a Casamance esposado y magullado.
Este es el mito inmigrante, que se parece bastante a la historia de verdad. Luego están los mitos de la izquierda, siempre bienintencionados pero a veces un poco patéticos, que pretenden que todos los inmigrantes son buenos, todos los negros valientes y todos los extranjeros pobres víctimas de explotación y racismo. Este mito es mitad carne y mitad pescado, pues al vincular datos objetivos a datos subjetivos ignora el derecho de las víctimas a ser astutas, violentas o incluso de derechas. De hecho, la explotación y el racismo no suelen ayudar mucho a perfeccionar la condición moral de quienes los sufren. Frente a los mitos inmigrantes y los mitos de la izquierda, está luego el realismo de las derechas metropolitanas: los inmigrantes degradan «nuestra» sanidad, «nuestra» educación y «nuestra» seguridad. Es un hecho, ¿no? Es una evidencia, desde luego, de lo que yo llamaría -con el mayor respeto hacia el gremio- «empirismo del taxista madrileño«: de la experiencia vivida -un negro que le robó la caja del día, un moro que intentó venderle droga, un ecuatoriano borracho que pegó a su mujer en el asiento trasero- extrae las naturales conclusiones que luego partidos, gobiernos y policías convierten en discursos políticos y prácticas represivas. La experiencia es la experiencia y las consecuencias son las consecuencias; y la consecuencia del «empirismo del taxista madrileño» es la criminalización de Mamadou, convertido en «enemigo interno», y apaleado, encerrado y devuelto a Casamance con esposas y magulladuras.
900 millones de personas se mueven por el mundo todos los años. No son emigrantes. Son turistas que viajan libremente a Senegal, a Túnez, a Tailandia, a Egipto por poco dinero y sin ningún peligro. Gastan poco, destruyen los recursos locales y generan dependencias neocoloniales que convierten a los nativos en inmigrantes en sus propios países, donde son perseguidos y reprimidos como si estuvieran en París o Madrid. Esto también es un hecho. Y sin embargo a nadie se le pasa por la cabeza prohibir el turismo, no obstante la destrucción ecológica y social que genera. Aún más: todo el mundo consideraría una medida totalitaria la de un país del Tercer Mundo que, para proteger a sus conciudadanos de los efectos comprobadamente perniciosos del turismo, impidiese la entrada a los extranjeros que quieren ver las Pirámides o persiguiese y deportase a los clandestinos que sorprendiese fotografiando el Tah Mahal. Pues bien, entre esos 900 millones de turistas que viajan todos los años (cifra 100 veces inferior a la de los emigrantes desplazados) muchos pertenecen a las clases trabajadoras europeas. Cuando hablamos de limitar o combatir la inmigración en nuestros países y de hacerlo en nombre de esa clase trabajadora, estamos legitimando -y movilizando y explotando- el voto insolidario de españoles -o italianos o franceses- que reclaman su derecho a viajar a Senegal y, al mismo tiempo, su derecho a impedir que los senegaleses viajen a España. Es decir, estamos aceptando como natural un doble rasero de consecuencias materiales éticamente más que dudosas: nosotros tenemos derecho a viajar a Senegal, los senegaleses no tienen derecho a viajar a España. Más aún: nosotros tenemos el derecho «universal» de viajar a Túnez y tenemos además el derecho «español» de impedir a los tunecinos viajar a España. El ministro inglés Benjamin Disraeli, muerto en 1881, gran escritor e intelectual, hombre muy inteligente, enorme orador y también impulsor de la política imperialista más agresiva de la historia de Inglaterra (guerras coloniales de Afganistán y Sudáfrica, anexión de las Islas Fidji, propietario del Canal de Suez, promotor de la coronación de la reina Victoria como emperatriz de la India) lo decía de un modo muy claro, con mucha valentía, sin ningún complejo: los derechos de los ingleses están por encima de los derechos humanos.
Es un hecho que los inmigrantes «molestan» a la clase trabajadora española. Molestan mucho menos a los ricos porque los ricos no viven ni en España ni en ninguna parte, aunque luego hagan discursos nacionalistas encendidos que les permiten seguir en ninguna parte, con piscina y seguridad privadas. Pero sí, es un hecho: los inmigrantes «molestan» a los trabajadores españoles. No nos preguntemos por qué; no escuchemos el mito de Mamadou; no contemos historias. Vale. Pero sepamos al menos lo que significa guiar nuestras políticas por la evidencia de esa «molestia». Porque es un hecho también que los inmigrantes van a seguir llegando. Nos guste o no, van a seguir llegando; no somos ya una nación «deseable», como en los años 90, y el discurso anti-inmigración (mientras nuestros jóvenes emigran a su vez) sirve de propaganda también de la «marca España», pero van a seguir llegando. Es un hecho. Vienen huyendo de dictaduras que los tratan como inmigrantes en sus propios países o del hambre o para mejorar su situación personal y las de sus familias o sencillamente para correr una aventura juvenil. Están reivindicando su derecho «universal» al movimiento, como el tornero o el carnicero de Móstoles que van a Dakar. No nos hagamos preguntas, no nos contemos historias. Pero sepamos que van a seguir llegando y que para impedirles entrar tendremos que reivindicar nuestro derecho «español» a movernos (nosotros) e inmovilizar (a los otros) y eso implica -sepámoslo, sí- pactar con dictaduras siniestras para que los encierren en campos de concentración o los hagan desaparecer en el desierto, ponerlos en manos de traficantes de carne humana para que perezcan en el mar (20.000 personas en los últimos veinticinco años, sin contar las desaparecidas), instalar cuchillas en vallas de seis metros para que se claven en ellas como aceitunas, encerrarlos en CIEs peores que las cárceles, perseguirlos como a judíos por las calles del mundo, por su color o su aspecto, y deportarlos esposados y drogados de vuelta a sus lugares de origen. La izquierda es a veces aficionada a la demagogia, pero las cifras dan cierta verosimilitud a la descripción del teólogo Hinkkelammert, quien habla de un «genocidio estructural» en las fronteras. Sepámoslo: eso es el derecho «español», el derecho de los «trabajadores españoles»: la complicidad en un «genocidio estructural». ¿Alguien se atreverá a defender ese derecho «español», con valentía y sin complejos, desde la izquierda? No lo creo. Si alguien pretendiera ganar votos defendiendo los «derechos españoles» de la clase trabajadora por encima de los Derechos Humanos, estaría pretendiendo ganar votos con la muerte, la tortura y la exclusión. No lo llamemos «racismo»: no es por el color de su piel, es que nos molestan, nos empobrecen, degradan «nuestra» sanidad y «nuestra» educación y «nuestra» seguridad. ¿Cómo lo llamamos? Elijamos libremente el nombre. Durante una conferencia sobre refugiados en 1938, el delegado suizo justificó la negativa de su gobierno a aceptar fugitivos judíos procedentes de Europa: «los suizos no somos racistas y no queremos empezar a serlo». No eran racistas: arrojaban los judíos a las garras de los nazis.
¿Abrir las fronteras? Por supuesto. Ese es el programa mínimo de cualquier izquierda que crea en la declaración de los derechos humanos, un programa inseparable, sin duda, de la transformación de las condiciones económicas y culturales de nuestros país y del mundo, lo que implica trabajar con las clases trabajadoras, no copiar mecánicamente -como hacen las ultraderechas europeas- el programa mental del empirismo del taxista madrileño. Como bien explica Eduardo Romero [1], el capitalismo es al mismo tiempo movilizador e inmovilizador; obliga a huir, a reciclarse, a trasladarse y, al mismo tiempo, refuerza las fronteras. Es decir, selecciona «mano de obra dócil y barata». Pero mientras no se cambien las relaciones económicas dentro de los países y entre los países y se garantice el derecho a la libre inmovilidad, fuente primera del derecho a la movilidad, debemos defender, como lleva años explicando el periodista italiano Gabriele del Grande, el derecho universal al libre movimiento. ¿Por qué? Porque si hacemos una excepción con el derecho al libre movimiento, ¿por qué no hacerlo con la vivienda, la educación, la salud, el habeas corpus, el voto, etc?. No olvidemos que también es un hecho, empíricamente demostrable, que no se puede pagar a los bancos y además la sanidad, la deuda y además la educación, la corrupción de empresarios y políticos y además una policía democrática.
¿Que abrir las fronteras puede ser el caos, que nuestras clases trabajadoras nativas pueden tener que pasarlo mal? No tan mal, según los datos: la mayor parte de la emigración subsahariana es intra-africana, la mayoría de los inmigrantes son «temporeros» que quieren volver a sus países de origen y España tiene una población escasa y vieja y mucho espacio. Pero incluso si fuera así, si el resultado fuera el caos, habrá que reprochárselo a nuestros gobiernos; que se lo hubieran pensado antes de robarle su pescado y sus tierras a Mamadou en nombre de la democracia y los derechos humanos. En esta cuestión no hay matices; no se puede ser de «centro». Todo el que se apoye en el empirismo del taxista madrileño, en lugar de transformarlo, está haciendo lo mismo que el Frente Nacional en Francia: está aceptando que los derechos de los españoles están por encima de los derechos humanos y que hay que defenderlos por cualquier medio. Esa es la lógica compartida por todos los partidos del arco político europeo, con excepción -o así debería ser- de la izquierda.
Y ahora, por cierto, que los españoles vuelven a emigrar, ¿qué haremos para defender sus derechos «españoles»? ¿Cuáles son los derechos «españoles» en el extranjero? O son los derechos «universales» o mucho me temo que, a poco que España caiga a la tercera división de la soberanía capitalista, nos devolverán a nuestros hijos esposados y magullados, como le ocurrió a Mamadou, que creía estar descubriendo un continente y descubrió el fascismo.
[Dedico este artículo a mis queridos amigos Adama y Favour y a los escritores Eduardo Romero y Gabriele del Grande, que llevan años combatiendo, en la práctica y en el discurso, el «empirismo del taxista madrileño» y las criminales políticas que ocasiona].
Nota:
[1] Si vis pacem. Repensar el militarismo en la época de la guerra permanente. Textos de las jornadas Antimilitaristas de Barcelona, sept. de 2010. VV.AA. (Bardo Ediciones).
Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).
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