La izquierda, sus cascajos y ruinas, no son sino una gran especulación que no dice ni hace nada peligroso para el sistema y su cultura. Nos referimos a lo que hace mucho tiempo se entendía por izquierda, esa cosa añeja. De esos escombros estériles no va a salir nada que ofrezca un horizonte decidido a […]
La izquierda, sus cascajos y ruinas, no son sino una gran especulación que no dice ni hace nada peligroso para el sistema y su cultura. Nos referimos a lo que hace mucho tiempo se entendía por izquierda, esa cosa añeja.
De esos escombros estériles no va a salir nada que ofrezca un horizonte decidido a cambiar las cosas en un lapso aceptable y de rango humano.
Hace falta otra izquierda, anclada en este tiempo, despojada de discutibles aciertos antiguos y del afán repetidor de una historia que no ha servido de mucho. Una que sepa cuál es el enemigo y quiénes son los amigos.
Se necesita gente que entienda, que sepa, que se relacione con aquello que palpita donde está la vida de verdad, donde golpea a diario el neoliberalismo.
Y donde las marchas y los puños en alto ya no sean tics obligatorios, una moda obsoleta y estéril. Y que no le tema a la palabra crítica. Y que sea capaz de colgar las consignas añejas en los muros de la nostalgia.
Parte de la izquierda que alguna vez fue, esa que se rindió a las comodidades de la cultura imperante, de la buena pega, de la asesoría ministerial, del buen pasar y que ahora desluce al lado de aquellos que antes denostó, ya es cosa del pasado.
La izquierda histórica se rindió luego de vagar por las calles en un estado crepuscular que no le permitió proponer alguna idea coherente que no estuviera contaminada con la atractiva idea de meterse al sistema por algún intersticio olvidado y vestirse y tratar de ser como ellos para intentar hacer algo.
Algo de eso pasó, como vemos, y el mundo, perro mundo, sigue tal cual. Con este grado de avance gradual, nos va a pillar la siguiente glaciación discutiendo el pago de la deuda histórica de los profesores.
Con dificultades, avances, retrocesos y desconciertos, otro grupo de gente de izquierda, hace un esfuerzo desde al abandonado, vapuleado, reprimido, mal visto, disminuido, indefinido y desarticulado mundo social que es donde pasan las cosas de verdad, donde a veces se lucha a diario. Y a veces se atina y casi siempre, no.
Pero se lucha, ese es el dato relevante.
Cierto. Aún falta la reflexión que nos permita entender cómo es el enemigo, dónde le duele, cómo se le enfrenta, qué es lo que se puede ganar o perder, en definitiva, a qué se apuesta si por algún milagro el sistema se cae, se va a casa o se rinde.
Una buena pregunta es ¿Qué haría la izquierda con el poder en este mismo momento?
Alborozados y optimistas, numerosas buenas gentes zurdas de corazón e intenciones, se han volcado a mirar con sumo interés el fenómeno español en el que se ha roto esa cultura bipolar por la vía de interpretar la indignación de la gente producto de las políticas regresivas, lesivas y de notable estándar franquista del régimen español, y que ha dado como resultado novedoso la irrupción del Podemos y su líder Pablo Iglesias.
Y hay otros que no van tan lejos y se fijan en los procesos políticos un poco más cercanos y definitivamente mucho más profundos, y por lo tanto complejos, que el caso español. Lo que sucede en Ecuador, Venezuela y Bolivia resulta interesante por varias razones: una de ellas es que los partidos tradicionales de la izquierda no fueron de la partida. El protagonista fue del llamado y nunca bien definido movimiento social.
Pero de un proyecto en Chile, de una idea o una propuesta original, no se ha escuchado nada.
A lo sumo, algunos ex guerrilleros intentan los malabares estacionales para intentar transformase partidos, si, en partidos políticos en el mismo momento en que estas maquinarias hechas para defraudar a la gente apestan a casi todo los habitantes.
Quizás se rinden a la seducción que causa imaginarse investidos como honorables para echarles un pelo a la sopa institucional con desfachatez y verbo acusador, utilizando para el efecto ese trocito de torta que deja el sistema para repartir en la trampa del sistema electoral.
Si hay una garantía para los poderosos, sinvergüenzas y ladrones, es decir, para casi toda la casta, costra, de poderosos, es la inexistencia de una izquierda irreverente, guapa, peleadora, decidida, que no acepte bozales ni amaestradores y que le ponga bueno.
Me pregunto por qué no hay un brazo armado de la izquierda. Ya no digamos necesariamente de fusiles y otras matracas, sino de sofwares, troyanos, virus, hackers, o cosas así, que les haga la vida algo menos fácil a los malvados.
Hace falta una izquierda más anclada en este siglo y sus cosas. La izquierda perdió la audacia, el sabor de la aventura. Los intelectuales de la izquierda clásica, sus artistas, más bien viven esperando los resultados de los fondos concursables.
Y los supuestos representantes de la izquierda, candidatos a cualquier cosa, han dado más pena que triunfos.
Hace falta una izquierda que emerja de los que pelean por cosas concretas, salud, educación, ambientes sanos, pensiones dignas, sueldos justos, instituciones que sirvan sanas, derechos sociales y políticos y que, en un horizonte no muy lejano, se proponga cambiar el paradigma que hoy construye una mierda de país, castigador de sus gente y premiador del malvado.
Y que alguna vez ganen algo los que pierden siempre.
Del cambulloneo en los locales y oficinas añejas no va a salir el reemplazo necesario.
Va a salir de lo imprevisto, de lo caótico, de lo chascón, de lo volado, de lo que ahora no se ve, del que trabaja anónimo y pequeño en su colectivo de la población, la escuela, el sindicato. Izquierda no se va a construir en acuerdos en la cafetería del Congreso.
Una nueva izquierda ni siquiera le temerá a los humoristas del festival de Viña.
Una de esas se necesita.
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