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La izquierda y la violencia

Fuentes: Rebelión

Uno de los más cínicos leitmotiv de la discursividad política de la clase dominante consiste en achacarle a la izquierda revolucionaria la responsabilidad de propiciar la violencia como método de acción política. Ello solo sería la consecuencia inevitable de plantearse la revolución como objetivo, ignorando que, según se afirma, la política consiste, por el contrario, […]

Uno de los más cínicos leitmotiv de la discursividad política de la clase dominante consiste en achacarle a la izquierda revolucionaria la responsabilidad de propiciar la violencia como método de acción política. Ello solo sería la consecuencia inevitable de plantearse la revolución como objetivo, ignorando que, según se afirma, la política consiste, por el contrario, en la búsqueda de «consensos». De modo que solo la reforma sería legítima para impulsar objetivos de cambio, no así la revolución. Lo cual implica, obviamente, que el orden social capitalista como tal no debe ser cuestionado, salvo en aspectos puntuales, eventualmente susceptibles de ser modificados.

Tal es la moraleja que se desprende de una columna escrita por el senador Ignacio Walker, ex presidente de la Democracia Cristiana, y publicada en El Mercurio (16/12/15), cuyo punto de partida es el propósito de destacar como ejemplo digno de elogio el mea culpa que hacen por su pasado izquierdista y presuntamente «revolucionario» los autores del libro «Diálogo de Conversos». El detalle deliberadamente ignorado por Walker es que pontifica sobre este tema pasando por alto su propia y directa complicidad con la más ilegítima, despiadada y brutal violencia política ejercida en la historia reciente de Chile, resumida nada menos que en el bombardeo de La Moneda.

Para cualquiera que observe con un mínimo de imparcialidad lo acontecido en la escena política contemporánea, y no solo en Chile sino a escala mundial, resulta meridianamente claro que la principal fuente de violencia política en ella ha sido y es el Estado burgués y sus poderosos aparatos de represión. Como lo atestigua la experiencia histórica, las clases explotadoras no han trepidado nunca en desatar horrendos baños de sangre cuando han sentido amenazado su poder y sus privilegios, o cuando se han propuesto, simplemente, hacer valer por la fuerza sus intereses. Y lo han hecho con una saña y cobardía sin límites, ante multitudes inermes, para hacer escarmentar a los sobrevivientes, como ocurrió por ejemplo en 1871 con la martirizada Comuna de París.

La hipocresía del discurso político que articulan los representantes políticos de la clase dominante consiste en ignorar deliberadamente la violencia represiva constantemente ejercida por el Estado burgués para contener la lucha del pueblo, y en particular de los trabajadores, en defensa de sus elementales derechos, intereses y aspiraciones. Una represión que suele desatarse en nombre del «principio de autoridad» -en el marco de sistemas jurídico-políticos que ostentan por lo general muy débiles credenciales democráticas y que son administrados por sujetos como Walker, que suelen oponerse a reconocer plenamente el principio fundante de un orden genuinamente democrático que es el de la soberanía popular- y en contra de personas completamente desarmadas, teniendo por principal objetivo la desarticulación de sus luchas y la destrucción de sus organizaciones gremiales y políticas.

La historia de la represión en Chile es muy copiosa a este respecto. Bastaría recordar, como algunos de los ejemplos más ilustrativos, la brutal masacre de la Escuela Santa María de Iquique, el derrocamiento a sangre y fuego del gobierno constitucional del Presidente Allende y la política de secuestros, torturas y asesinatos de opositores políticos desarrollada durante sus diecisiete años de existencia, y siempre en nombre de la defensa de la «libertad», por la dictadura militar del gran capital. Y a escala internacional la situación es igualmente clara, considerando la prepotencia y desenfado con que siempre han actuado los grandes poderes imperialistas, desde el despiadado saqueo y represión a que sometieron a los pueblos de las colonias hasta las descaradas ocupaciones militares, golpes de Estado, bombardeos masivos, bloqueos y otras muchas formas de intervención que practican en la actualidad.

Es por ello que, visto desde una perspectiva histórica suficientemente amplia, las fuerzas del cambio jamás han hecho apología de la violencia y solo han procurado actuar con un mínimo de realismo político. En efecto, la violencia revolucionaria no ha sido para ellas más que una respuesta obligada, un accionar defensivo y de contenido emancipador, enteramente legítimo, frente al opresivo -y por tanto ilegítimo- y despiadado sistema de poder establecido. Un sistema de poder que corresponde a una sociedad de clases, basada en la explotación de los más por los menos, que crea, recrea y profundiza constantemente las aberrantes desigualdades existentes, que malogra las inmensas posibilidades de bienestar generadas por el progreso científico-técnico alcanzado por la humanidad y que transforma crecientemente las fuerza productivas en fuerzas autodestructivas, poniendo en riesgo la propia sobrevivencia de la humanidad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.