Contrariamente a lo que podía parecer en un primer momento, la resolución del Tribunal de Justicia de la UE -dictaminando que Oriol Junqueras gozaba de inmunidad parlamentaria a partir de la proclamación de los resultados de los comicios europeos, el pasado 13 de junio- quizás tenga como efecto facilitar la investidura de Pedro Sánchez. Vivimos […]
Contrariamente a lo que podía parecer en un primer momento, la resolución del Tribunal de Justicia de la UE -dictaminando que Oriol Junqueras gozaba de inmunidad parlamentaria a partir de la proclamación de los resultados de los comicios europeos, el pasado 13 de junio- quizás tenga como efecto facilitar la investidura de Pedro Sánchez. Vivimos tiempos de constantes cruces e interferencias entre la política y la justicia. Consecuencia de ello es que todo el mundo opina con soltura sobre temas jurídicos complejos… y cada cual cuenta la feria según le ha ido. Doctores tiene la Iglesia: bastante trabajoso resulta para los neófitos descifrar los tecnicismos que trufan las prolijas sentencias emitidas por los tribunales.
Valgan, pues, algunas observaciones, formuladas desde el campo de política más prosaica. Es curioso como los nacionalismos de uno y otro signo tienen una misma percepción de Europa como algo ajeno. El nacionalismo español más castizo, desde Vox a buena parte del PP, se ha indignado ante una resolución que, en este punto, enmienda la plana al Tribunal Supremo. El nacionalismo catalán, por su parte, se ha regocijado del bofetón propinado desde Luxemburgo. Sentimientos diametralmente opuestos ante una misma percepción: Europa ha humillado a la alta magistratura española. Para unos, se trata de una injerencia extranjera. Para otros, es una providencial intervención que desenmascara a un Estado de rasgos autoritarios. Semejante visión de las cosas es reveladora de la manera instrumental -y poco democrática- en que unos y otros conciben la justicia.
España no es en absoluto ajena al TJUE, ni al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Ambos forman parte del ordenamiento jurídico vigente en España y la magistratura de nuestro país participa en la conformación de tales instancias. No está de más recordar que el TJUE se ha pronunciado sobre la situación de Junqueras a petición del propio Tribunal Supremo español, quien dirigió a Luxemburgo una consulta prejudicial. No estamos, pues, ante una intervención extranjera, sino ante el funcionamiento, normal y reglado, entre organismos de un mismo sistema.
Lo significativo en la resolución del TJUE es que pone de manifiesto la necesidad de deslindar los campos de actuación de la política y de la justicia. El TS formuló una consulta prejudicial… pero, sin esperar a la respuesta, juzgó y condenó. Impidiendo el acceso de Junqueras a su condición de eurodiputado, el TS vulneró derechos fundamentales en una democracia política: la inmunidad – que no impunidad– de los diputados pretende preservar la separación de poderes, protegiendo a los representantes de la ciudadanía de persecución y abusos. Naturalmente, como cualquier otra persona, los electos deben rendir cuentas ante los tribunales cuando son requeridos para ello; pero no antes de que la justicia eleve un requerimiento -un suplicatorio– en ese sentido al Parlamento del que forman parte.
Veremos cómo resuelve el TS la patata caliente que tiene entre manos y de la que no puede desentenderse -justamente porque España forma parte de un sistema democrático- con todas las disfunciones que quepa señalar. No pocos juristas estiman que, lejos de pasar página y encadenar hechos consumados, correspondería anular la sentencia contra Junqueras, permitir que se acreditara en Bruselas y solicitar del Parlamento Europeo que levantase su inmunidad para juzgarlo. Veremos lo que ocurre. En cualquier caso, el despropósito del Supremo tuvo sin duda más razones políticas que judiciales. La incomparecencia de la política en la gestión de la crisis catalana durante los mandatos de Rajoy desplazó hacia la magistratura -el TC, la Audiencia Nacional, el TSJC y finalmente el Supremo- el terreno en que se dirimía el conflicto. Y así estamos. Los jueces sólo pueden declinar problemas de naturaleza política con el lenguaje del Código Penal. Un Código desde el cual se hacía muy difícil calificar los acontecimientos, absolutamente inéditos, que se produjeron en Catalunya durante el otoño de 2017 -ese «levantamiento institucional con apoyo multitudinario» de que habla el juez Pasquau Liaño. De manera sobreentendida, la magistratura se vio investida de una alta misión: salvar la unidad de España. Las togas quedaron imbuidas del sentimiento de ser la última línea de resistencia del Estado; de un Estado cuyos estamentos leían los acontecimientos de Catalunya como un desafío vital. El riesgo de un castigo por elevación estuvo latente desde la instrucción del juez Pablo Llarena. La sentencia no retuvo el delito de rebelión. Pero interpretó los hechos hasta hacerlos encajar en los requisitos que concurren en el de sedición. Con la consiguiente y severa condena, pronunciada el 14-O.
Por lo que se refiere a Junqueras, el Supremo pretendía evitar sin duda un reproche de las instancias europeas… Pero, al mismo tiempo, no quería que escapase a su control aquel que consideraba como «el cabecilla» de la trama delictiva. ¿Fue acaso el sentido de un apremiante «deber nacional», depositado por la Historia sobre los hombros del alto tribunal, lo que nubló su razón, empujándole a la imprudencia de formular una pregunta capital, que afectaba al procedimiento judicial en curso, y no esperar a conocer la respuesta antes de dictar sentencia? No parece descabellado suponerlo. Tal vez haya que esperar a la publicación de las memorias de Marchena para salir de dudas.
Lo que no es dudoso es el mensaje que llega desde Europa. Es doble: la política debe asumir sus responsabilidades en la solución de los problemas que le incumben y, al mismo tiempo, es imperativo respetar la separación de poderes. Puigdemont se siente exultante. Quien denostó Europa como un club de Estados decadentes se deshace hoy en elogios hacia la UE. También debería ser más prudente. Puigdemont se beneficia del Estado de Derecho que él mismo pisoteó y de la separación de poderes que pretendía anular aquella «Ley de Transitoriedad» del 7 de septiembre de 2017. Estos días, las calles de las principales ciudades de Polonia se llenan de manifestantes que protestan contra la pretensión del gobierno de someter la judicatura a sus designios, siguiendo un esquema de subordinación del poder judicial al ejecutivo idéntico al que perfilaba aquella protoconstitución de la República Catalana. La UE está llamada a intervenir contra las pretensiones del gobierno de Varsovia. No hubiese tenido mejor acogida el proyecto del independentismo.
La resolución del TJUE se ha dado a conocer el mismo día que la condena del president Torra, inhabilitado por desobedecer a los requerimientos de la Junta Electoral. Su reacción ha sido típicamente populista: «Sólo pueden inhabilitarme las urnas». Pues no. En una democracia, la justicia emana también de la voluntad popular y forma parte del sistema de poderes que la encarna y la hace operativa. Si la justicia substituye a la política, corremos el riesgo de una deriva punitiva y de una agravación de los problemas que nos aquejan. Pero la política tampoco es fecunda al margen de la ley y las instituciones democráticas. Al cabo, la democracia es un sistema de contrapesos y equilibrios destinados a formatear la voluntad ciudadana de tal modo que la mayoría nunca pueda imponer su voluntad sin límites – su tiranía – sobre el resto de la sociedad.
El pronunciamiento del TJUE lo ha sido a favor de la legalidad democrática y la separación de poderes. Desde la izquierda no podemos por menos que celebrarlo. Ojalá facilite el advenimiento de un gobierno de diálogo y con capacidad de iniciativa política. Si es así, la justicia acabará situándose en el dominio que le corresponde. El populismo sigue sin entender el mensaje democrático de Europa.
Fuente: https://lluisrabell.com/2019/12/22/la-justicia-estresada/