El autor plantea en este artículo si la ciencia debe auspiciar investigaciones cuyos resultados pueden conducir a aplicaciones que no son inocuas para nuestra especie. Asimismo indaga si no asistimos a una imparable caída en el abismo, fruto de la soberbia científica de la humanidad, del que saldremos solo cuando la lechuza de Minerva, recurriendo a la metáfora de Hegel, levante el vuelo en el crepúsculo.
(A Pepe Luis Méndez-Ferrín y a Basilio Lourenço que, los primeros, casi niño me hablaron de Hegel)
Hace algún tiempo sostuve con el profesor David Posada una polémica que no por apasionada dejó de ser interesante y de buena ley. El debate no quedó bien cerrado, tanta era la importancia del tema tratado, y quizás volvamos a retomarlo en otra ocasión. Pero hoy no toca. Hoy quiero opinar respecto al artículo del señor Posada «La ciencia gallega excelente» (14/05/2012) publicado en estas páginas. Artículo que resonó como el eco de un editorial, asimismo notable, del día anterior.
Beneficios sociales de la ciencia ¿y otros? Deja caer el profesor David Posada que no es su intención, en ese artículo, ocuparse de «los beneficios sociales a medio y largo plazo de la investigación». Pues es una pena que no lo haga. Quizás así podríamos compararlos con los beneficios sociales, incluso para la propia ciencia, de los mismos recursos en el desarrollo de la conciencia de vivir en sociedad, los beneficios de ingresar en la universidad sabiendo definir por escrito inteligiblemente y sin faltas de ortografía una mesa o una manzana y aplicar las cuatro reglas sin recurrir a una calculadora, los beneficios sociales de combatir botellón y vandalismo, enseñar a comer correctamente, no carecer de urbanidad ni de buenas maneras, respetar a los mayores sobre todas las cosas, embellecer el entorno rural y urbano, acabar con el feísmo y un largo rosario de cosas, aparentemente anodinas e incluso desfasadas, que acumulativamente inculcan un perfeccionismo que a su vez alumbrará, antes o después, ciencia de fuste. Pero intentar retener cierto tipo de ciencia cuando caminamos sobre brasas quizás no sea lo más urgente: lo verdaderamente importante es aprender a pensar y a convivir.
No soy enemigo del progreso, quiero que venga la supercomputación a Vigo y el AVE a Galicia, pero estimo, como Fernando Savater, que la humanidad está enferma de énfasis. Énfasis que no le resulta ajeno a la ciencia.
Medición de calidad científica. Cuestión aparte en el artículo del profesor David Posada es cómo evaluar la investigación. Su propuesta es que la medición de la excelencia se base en el impacto y la relevancia de las investigaciones publicadas. Ocurre que aun disponiendo de indicadores las mediciones no son definitivas y pueden dar lugar a clasificaciones discutibles. En efecto, la evaluación de los investigadores científicos ha hecho proliferar métodos entre los que destaca el indicador de Hirsch (h). Sin embargo, los especialistas en bibliometría no se ponen de acuerdo. Para muchos no resulta significativo respecto a la calidad, por ejemplo, que Erdös porque ha publicado más €de entre 10 matemáticos de reputación mundial (grupo Bourbaki, Alain Connes, Dieudonné, Erdös, Gödel, Grothendieck, Grisha Perelman, Terence Tao, Turing, Villani, Andrew Wiles) según el cálculo llevado a cabo por Uad Search, utilizando la base bibliográfica Google Scholar€ tenga un indicador h superior a Perelman (conjetura de Poincaré) o a Wiles (teorema de Fermat). La dificultad para establecer un ranking de calidad tanto entre las universidades como entre los investigadores se entiende más fácilmente si recurrimos a los problemas que plantea la clasificación de los mejores jugadores de ajedrez o de los mejores deportistas. En principio debería resultar fácil pues conocemos todos los resultados medidos de manera objetiva. Sin embargo, la clasificación Elo, la más utilizada, no resulta convincente. Pero no acaban ahí las cosas toda vez que las revistas científicas están controladas por grupos de presión que comparten numerosos intereses creados. Imagínese el lector cual puede ser el espíritu cainitamente competitivo que preside actualmente la investigación sabedores que algunos científicos matarían a su mejor amigo y venderían padre y madre por publicar en ellas. La tan referenciada Nature no es una excepción (véase el apasionante relato de João Magueijo en «Faster than speed of light»). También el profesor David Posada sabe mejor que yo las dificultades que el genial matemático autodidacta Motoo Kimura €autor de «The neutral theory of molecular evolution»€ encontró para publicar en las revistas de biología por cuanto sus enfoques chocaban con la ortodoxia darwinista y sin embargo sus artículos fueron muy apreciados en reputadas revistas matemáticas. Sin menoscabo de que podría traerse a colación la epigenética para sostener la tesis, otrora tan desprestigiada, de Lamarck. Recordemos asimismo a Lisa Meitner que no fue premiada con el Nobel de física, en cierta medida usurpado por Otto Hahn, y a Rita Levi-Montalcini que sí lo recibió en fisiología/medicina gracias, según se dijo, al dinero que puso bajo la mesa una multinacional farmacéutica italiana para promocionar sus medicamentos con la publicidad del premio a la científica que trabajaba para la multinacional. Y qué decir de la teoría de cuerdas €de un refinamiento lógico sin parangón con ninguna otra ciencia€ que ¡ni siquiera es falsa! (remito a cuna conocida: Peter Woit: «Not Even Wrong»; Lee Smolin: «The Trouble with Physics»)
Cuando Einstein afirmó que no existían las ondas gravitatorias. En cuanto a los controles a los que se someten los científicos ya instalados también tienen su picante. La mejor anécdota que conozco concierne a Einstein, de cuyos plagios se han escrito libros.
Los evaluadores, referees, o comité de lectura de revistas científicas remontan a 1665 al decidirse en la Royal Society que, en su revista «Transactions», los artículos fueran evaluados por los miembros; la evaluación exterior vendría más tarde. Cuando Max Planck dirigía Annalen der Physik generalmente leía él los artículos antes de darles el pase, de ahí que su amigo Einstein publicara incluso los plagios. Con esos desenvueltos precedentes, en 1936 Einstein, residente en EE UU desde 1933, somete a Physical Review un artículo en el que pretende demostrar que las ondas gravitatorias/gravitacionales no existían. Un mes después recibe un respetuoso informe anónimo, de la autoría del físico y matemático Howard Percy Robertson, explicándole que se equivoca de cabo a rabo pues se derivan de la Relatividad General. Einstein montó en cólera bramando contra los responsables de Physical Review por haber sometido a evaluación un artículo suyo. Y acto seguido, con los argumentos de Robertson, escribió un nuevo artículo que publicó en otra revista€probando la existencia de las ondas gravitatorias. Y para no dejar en inclusera orfandad mis fuentes, ahí va una fácilmente consultable: D. Kennefick (Physics Today, 58, 43, 2005).
¿Ciencia gallega? Tanto el artículo del Sr. Posada como el editorial intentaban establecer prudentes cortafuegos contra la pérdida de la ciencia gallega por la fuga de cerebros. No digo que no tengan razón, mejor sería, al menos a primera vista, que la ciencia ínsita en los centros de investigación gallegos aglutinara la masa crítica capaz de alumbrar innovaciones que nutrieran el tejido empresarial generando empleo, riqueza, bienestar. Pero, permítanme ejercer de abogado del diablo, ese es un enfoque, caben otros: no existe ciencia gallega por la misma razón que no existe civilización gallega. Existen una única civilización y una única ciencia. Lo que no es civilización es barbarie y lo que no es ciencia es alquimia, cosmogonía, especulación, pensamiento mágico, matemáticas o lógica pura. Existe, eso sí, la cultura gallega, que puede discurrir en sentido contrario a la civilización o a lomos de ella; y existen los investigadores gallegos que se proyectan autónomamente hacia la ciencia condicionados por las respectividades capacidades personales, en parte innatas y en parte adquiridas, e intereses que vienen siendo, con las salvedades que se imponen, los de los jugadores de fútbol. Las circunstancias y razones que llevan a una ciudad a tener un buen equipo de fútbol no varían demasiado respecto a las que sustentan una universidad con pegada investigadora: tradición, cantera, afición/ciudadanía entregada, instalaciones, mando único, coordinación, voluntad, importación de talentos, dinero, disciplina de hierro y suerte (serendipity). Pero de la misma forma que un equipo de fútbol descalabrado no rebaja a una ciudad a su mismo rango tampoco una universidad que no destaque por ciencia impactante se hunde forzosamente en la mediocridad: lo que hay que retener no es tanto la ciencia como la inteligencia.
Principio de precaución y nanotecnologías. Antes bien, expresado en corto y por derecho, colocándome previamente un chaleco antitomatazos: retener hoy día la ciencia que investiga las nanotecnologías no me parece inteligente. Quizás sea lo que haya que hacer en el orden práctico pero no me parece saludablemente sabio. Entiendo que el Sr. Posada defienda dicha opción y la defiende bien: su artículo es muy bueno. Si se quieren tener excelentes centros de investigación respecto a los criterios dominantes las propuestas del Sr. Posada son bastante acertadas. Empero, aun sabedor de la diferencia entre investigar y producir industrialmente, a mí no me parece inteligente defender las nanotecnologías, ni la energía nuclear, ni la manipulación de virus, ni los organismos modificados genéticamente (GMO, por sus siglas en inglés). A día de hoy, con los conocimientos actuales, resulta demasiado arriesgado. Porque poco importa que algunos ameriten las nanotecnologías como vectores que ayudan a curar algún tipo de cáncer si al mismo tiempo estamos provocando otros.
Con las nanotecnologías, de futuro aparentemente tan prometedor, quizás pase lo mismo que con la energía nuclear: no queda excluido que algún día lo lamentemos. Sin mencionar el terrorífico uso militar que se puede hacer de ella, por lo que se refiere a sus aplicaciones «pacíficas», alemanes y japoneses han cambiado de opinión respecto a la energía nuclear. En Japón, el 5 de mayo desconectaron el último de sus reactores en funcionamiento; en Alemania, de las 17 centrales que había a principios de siglo, en 2022 no quedará ni una en funcionamiento. Pero después vendrá la factura mayor: el desmantelamiento. Por supuesto, ello no resta mérito alguno a la racionalidad, al genio «técnico» de Fermi. Quiero decir, la ciencia, nanotecnologías o energía nuclear incluidas, puede ser muy racional, genial incluso, pero poco inteligente respecto a los verdaderos intereses de la humanidad.
A tenor de lo dicho, mi enfoque, de momento, atraerá pocas adhesiones de científicos e industriales, dados los intereses de toda índole en juego, especialmente económicos y académicos. Y tanto es así que las nanotecnologías estimulan apetitos inversamente proporcionales a la talla que manipulan: millonésima de milímetro. Las potencialidades del mercado son enormes y se cifran en billones de dólares habida cuenta de los sectores concernidos, desde la electrónica a la medicina pasando por la agroalimentación, el armamento o las nuevas energías y materiales. En el universo de la escala nanométrica, las nanopartículas «puras» se utilizan como catalizadores (agentes que facilitan una reacción química) o como soportes de almacenamiento (del hidrógeno, por ejemplo). Pero los materiales compuestos responden a otra lógica. Añadir nanopartículas a materiales utilizados en la industria textil, electrónica, cosmética, automoción, aeronáutica, etc., promete aplicaciones revolucionarias al conseguir incrementar extraordinariamente la ligereza, resistencia, durabilidad o adherencia de los materiales. Las nanopartículas ahogadas en una matriz «ordinaria», los materiales tradicionales, les confieren nuevas propiedades. Conductividad eléctrica; transparencia (dióxido de titanio u oxido de zinc en los cosméticos); capacidad bactericida (plata en los tejidos); impermeabilidad (arcilla en los polímeros); resistencia al fuego (silicatos en los polímeros); dureza (silicio en los neumáticos o el cemento); la lista es inmensa.
Nanotecnologías y GMO: distintos niveles de concienciación. No obstante, el impacto de las nanopartículas sobre la salud humana, a partir de su concentración en el aire o por ingestión, se debate y son numerosos los estudios en curso que intentan evaluar la toxicidad habida cuenta que la minúscula talla, más pequeñas que la más pequeña de las células, les permiten penetrar en cualquier organismo. En cierta medida, la controversia recuerda la que levantó la llegada de los GMO. Si en la actualidad es difícil dar una respuesta al peligro que representan las nanotecnologías €que algunos llaman «necrotecnologías»€ existen serias razones para plantearse su producción industrial. Por ejemplo, el caso del dióxido de titanio es emblemático. Considerado inerte a escala micrométrica, este compuesto se utiliza ampliamente en la alimentación e industria cosmética. Ahora bien, las nanopartículas de dióxido de titanio generan mutaciones y cánceres en las ratas. En los seres humanos, las nanopartículas y nanotubos pueden alcanzar el cerebro, los alvéolos pulmonares o el feto en el vientre de la madre. Aplicando el principio de precaución, me parecen razones de peso para, sin oponerme directamente a las investigaciones, rechazarlas o al menos no desmoralizarme si se las llevan a otros centros: en la vida, como en la historia, las cosas no son como empiezan sino como terminan. ¿Deberíamos lamentarnos si una universidad extranjera se llevara, si lo tuviéramos, a nuestro mejor investigador en GMO? El penúltimo episodio al respecto acaba de producirse en GB, donde €a pesar del apoyo de los investigadores británicos€ los ensayos de trigo genéticamente modificado han levantado una tremenda polémica. Aunque con permiso de las autoridades competentes se puedan importar GMO para la alimentación animal (especialmente soja) tanto en GB como en el resto de Europa son muy estrictos: no existe ninguna plantación comercial. Sucede que agricultores y consumidores están muy concienciados por lo que concierne a los GMO si bien no sucede lo mismo con las nanotecnologías.
Hasta que la lechuza de Minerva levante el vuelo. Por supuesto, el profesor David Posada ha reparado en todas estas consideraciones y advierte al lector que la pérdida de ciencia rebaja el prestigio de la universidad y eso es, en última instancia, lo que importa: «Nos guste o no, lo cierto es que el «prestigio» de las universidades se mide exclusivamente por su labor investigadora». Y tiene razón. Desgraciadamente para él y para mí y para todos, mi buen amigo David Posada tiene una aplastante razón. Y la tendrá hasta que la lechuza de Minerva, en el crepúsculo de la humanidad, levante el vuelo y le pregunte forzando una respuesta ya implícita: ¿Querido David, se trata auténticamente del prestigio de las universidades o de la soberbia luciferina de los investigadores?
Contrariamente a Descartes, Hegel («Fenomenología del espíritu») consideraba que la verdad absoluta no puede obtenerse solamente por la razón ni únicamente por la experiencia, como pretendía Hume, y ni siquiera por la espiritualidad de la mística. Para el filósofo alemán, el pensamiento es una obra colectiva que se despliega en el tiempo, pasa por un largo y tortuoso itinerario para alcanzar finalmente el «saber absoluto». La singladura del saber es colectiva y progresa por etapas, solucionando sus contradicciones anteriores. La filosofía de Hegel, sin llegar a ser verdadera, en el sentido de la verdad en Gödel, es al menos coherente respecto a las hipótesis en las que se asienta. Hegel describe con brío un extenso panorama de las distintas etapas del pensamiento de la humanidad: los límites de la sabiduría de los clásicos, la conciencia doliente del cristianismo, el espíritu conquistador del Siglo de las Luces, la andadura racional de la ciencia€ hasta que, a la caída de la noche, en el crepúsculo de la humanidad ahogada en la oscuridad de sus contradicciones, la lechuza de Minerva levanta el vuelo y alcanzamos, finalmente, la verdadera Luz. Bien lo dice un proverbio sefardí: «El momento más oscuro es antes del amanecer».
La ciencia no debe procurar orgullo sino sabiduría. Pero primero, por muy contradictorio que pueda parecer, así es la dialéctica hegeliana, hay que caer en la oscuridad total a la que en parte conduce la racionalidad de la ciencia, la racionalidad de las nanopartículas, la racionalidad de la energía nuclear, la racionalidad de los elefantes que vuelan en los universos paralelos de la física especulativa contemporánea. Al inicio del crepúsculo, al final de la luz contradictoriamente humana, cuando ya se ha vivido todo el día, toda la historia, cuando la humanidad le ha dado la vuelta a la experiencia, a la razón y a la sinrazón, al final de un tipo de civilización que se apaga por sus contradicciones racionales, renacerá el esplendor del conocimiento absoluto, la humanidad habrá entendido, metafóricamente sea dicho. Y ese entendimiento quizás se resuma en: la ciencia no debe procurar orgullo sino sabiduría. Por ello, ante un logro científico como el de las nanotecnologías, no queda excluido que resulte irrisorio echar las campanas al vuelo precediendo el de la lechuza de Minerva. Incluso el descubrimiento y utilización de los antibióticos sea, sin que lo sepamos hoy, preludio de una tremenda hecatombe.
Quedó dicho, no me opongo al «progreso» pero entiendo que la humanidad consciente no buscará la excelencia de la ciencia hasta el punto de llegar a manipular virus mortales. Ahí está, ejemplo reciente, el virus ultramortífero y contagioso creado a partir del H5N1 (responsable de la gripe aviar) capaz de de contaminar y matar a millones de personas. El riesgo de accidente, en ello hago hincapié, no queda excluido como ya sucedió con el virus H1N1 escapado de los laboratorios en 1977.
A día de hoy, un científico que vea morir a su propio hijo contaminado por el virus que manipuló cabe que adquiera el saber absoluto que no estaba en sus investigaciones. Y ese saber solo puede ser: soy un imbécil. Lo cual sería esperanzador si no fuera improbable: la salvación individual por la sabiduría es un milagro, la de la humanidad un destino.
Fuente: http://www.farodevigo.es/opinion/2012/05/20/lechuza-minerva-ciencia-gallega/650077.html