Con motivo de la inminente comercialización en DVD de la última película del cineasta austriaco Michael Haneke, Palma de Oro del Festival de Cannes de 2009, planteamos una serie de reflexiones sobre ella. Nos encontramos, sin duda, con uno de los filmes más contundentes y radicales de los últimos años. El valor de su propuesta va más allá de la mera lectura histórica y antropológica sobre la genealogía de la mentalidad nazi y ahonda en las devastaciones subjetivas que determinados modelos educacionales represivos conllevan. «Los juicios correctos no implican valores», decía Marx. Haneke no impone sanción ni juicio moral alguno, pero sí expone con crudeza unos hechos ante los cuales el espectador no puede quedarse indiferente y debe extraer sus propias conclusiones.
En el principio
La voluntad de narrar unos acontecimientos desde la perspectiva de un sujeto enunciador que, aunque integrado en los mismos como un personaje más, tan sólo tiene una información parcial (y a veces no de primera mano) de lo narrado, está generada por el deseo imperioso de que la historia «…quizás podría iluminar ciertos procesos acontecidos en este país». El saber, no del todo omnisciente, que puede desprenderse de la instancia narradora se ubica, pues, voluntariamente en los márgenes de la indecidibilidad de la historia que se cuenta: nos podemos aproximar a la verdad, pero no a la totalidad de la misma, tal es la magnitud de lo real que la constituye a través de los profundos desgarros de sus heridas. El valor del testimonio no podrá ser idéntico al del historiador porque no lo ha visto todo -la etimología griega de la palabra historia se fundamenta en la complementariedad del binomio ver/saber- pero tiene, en este caso, similar contundencia al del superviviente de un campo de exterminio: habla de aquello que no puede, por su naturaleza, ser dicho; habla desde el lugar donde las palabras enmudecen. Y esa voluntad testimonial empieza por manifestarse en el film mediante la poco usual técnica de hacer surgir y desvanecerse su primer y último plano abriendo y cerrando manualmente el diafragma de la cámara. El carácter marchito y apagado de su imagen inaugural – el paisaje rural de un pueblo del norte de Alemania en 1913- surge así como un parpadeo de luz fósil cuyas sacudidas deniegan la fluidez de los fundidos habituales hechos en laboratorio. La voluntad de narrar desde el presente acontecimientos que aún se preservan en la memoria de quien habla se confirma por su voz, vieja y gastada, en primera persona. Antes de extinguirse del todo, las imágenes chisporrotean ante nosotros por última vez, como la llamarada de un fuego que se apaga.
Haneke encuentra aquí un eco del parpadeo de la nieve televisiva que se produce en la clausura de su primer largometraje, El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989). El padre de familia, Georg (Dieter Berner), tras matar a su hija y presenciar la muerte por suicidio de su esposa, asiste a los últimos momentos de su vida frente al televisor después de inyectarse por vía intravenosa una letal sobredosis de somníferos tras el intento fallido de ingerirlas por la boca. La proximidad del deceso es representada mediante la combinación de flashes visuales, formados por algunas de las imágenes que han desfilado a lo largo de la película -que constituyen los tres últimos años de su vida- y los planos subjetivos del agonizante a través del ominoso acercamiento a la pantalla del televisor. Conforme desfilan, las imágenes catódicas irán invadiendo la pantalla de cine para ser subsumidas finalmente por nosotros, los espectadores, desde la posición del protagonista.
En la mente de la víctima
En los límites de lo decible se halla el lugar de lo siniestro, según la acepción freudiana, pero también la perversa mente de los potenciales asesinos en serie. El carácter siniestro viene dado por lo extraño de lo familiar (unheimlich), cuestión que desarrollaremos más adelante; la vertiente perversa se manifiesta a partir de las acciones que han sido insinuadas desde la aparente inocencia de los niños ante la agresiva educación impuesta por los patriarcas. Tales extremos se derivan de la modelación de las personas cuyos comportamientos aberrantes van a prefigurar el futuro contexto histórico-social del país. La secuencia del castigo impuesto por el pastor a sus hijos, Martin y Klara, como medida ejemplarizante, da buena cuenta de estas consideraciones, pero también formaliza una planificación tan radical como genuinamente hanekiana. El plano secuencia abarca cuatro acciones sin solución de continuidad: la esposa del pastor (Steffi Kuhnert) haciéndose con las cintas blancas, la llamada de la madre a Martin (Leonard Proxauf) y a Klara (Maria-Victoria Dragus) para el ritual punitivo, Martin recogiendo la varilla y, por último, la materialización del castigo en fuera de campo. A lo largo de tres minutos y medio la cámara acompaña a los tres personajes en un tenso silencio. Las cortas panorámicas de seguimiento, los escuetos travellings laterales y los dos planos fijos sostenidos efectuados en esta acción no hacen más que poner en imágenes la contención dramática a partir de una mirada ajena a los actantes del relato. Dicha mirada obedece a una doble articulación narrativa erigida a través del sujeto de la enunciación. Por un lado proyecta, desde el punto de vista del saber, y en relación con los personajes, una desproporción cognitiva en perjuicio de nosotros, los espectadores. Por otro lado esta focalización externa, limitada por la falta de información que disponemos de los protagonistas, ha sido elaborada desde fuera del universo narrativo mediante una serie de procesos significantes como los movimientos de cámaras ya aludidos, la puesta en escena marcada por el hermético y asfixiante pasillo, la densa negrura que dominan las diversas dependencias -trastero y habitación de Martin– y la contenida expresión de los actores.
Frente a la falta de anclaje informativo del relato, a la aplicación de los dos planos vacíos en los que, a partir de las sugerencias dadas, tenemos un conocimiento vago de los hechos debido al tratamiento de los fuera de campo, a los sonidos en off de los cuales podemos inferir la acción violenta que se está desarrollando pero no los detalles de la misma, habría que añadir el escaso conocimiento interior de los personajes. Dicho de otro modo, en la secuencia del castigo de Klara y Martin ignoramos, en ese momento, el motivo por el cual se habían retrasado a la hora de la cena, pero también desconocemos lo que le pasa por la cabeza a Martin cuando atraviesa el corredor, prescindiendo así de cualquier justificación dramática la intuida, férrea aplicación del yugo de la ley paterna. En suma, la imagen del desamparo de Martin y la ignorancia previa del espectador, sobre los verdaderos hechos acaecidos -la verdadera causa del retraso de Klara y Martin- nos obliga necesariamente a pensar las imágenes, a elaborarlas desde nuestra experiencia vivencial ante la imposibilidad de representar lo real. Antes y después del plano secuencia del castigo de los vástagos del pastor, se escenifica el conocimiento de la muerte y su contacto físico con ella. Por un lado encontramos a Rudi, hermano menor de Anni, que trata de descubrir el sentido de la muerte y el propio paradero de su madre. Por otro, la temerosa curiosidad del hijo ante la muerte de la madre, la campesina fallecida por accidente en la serrería. Estas dos situaciones contiguas a la secuencia comentada permiten apuntar el inicio de la pérdida de la inocencia de los niños «torturados por la familia hasta decir su primer embuste», como decía Strindberg.
Moral del montaje
El eje de acción del montaje clásico se basa en las relaciones causa-efecto donde adquiere todo su sentido el principio de economía narrativa enunciado en su momento por el realizador Howard Hawks: si en un plano se esgrime un revólver, en el siguiente debe ser disparado. Dicho principio tiene, en el film de Haneke, una evidente connotación moral: vemos humillaciones que suscitan venganzas. Klara es arrastrada de la oreja cara a la pared del aula por su padre, el pastor luterano del pueblo. La tensión creada en la escena es tal que provoca el desmayo de la joven. La respuesta de Klara va a ser, también, destructora: mata a Pipsi, el pajarillo enjaulado del despacho paterno y el hecho de que el pastor se lo encuentre crucificado, literalmente, en la carpeta del escritorio, adquiere una sobredeterminación sádica y religiosa que a nadie se le escapa. Haneke monta, por corte directo, el plano final en el que el ministro de la iglesia acosa a su hijo Martin para que confiese el vicio nefando de la masturbación con el bestial coito ad tergum del doctor con la comadrona, desprovisto en absoluto de humana ternura, dejando a juicio del espectador la opinión sobre qué modelo «normativo» de sexualidad pretende aquí implantarse.
Otras acciones del film vienen potenciadas por el uso del montaje paralelo: mientras se celebra la fiesta de la vendimia, el hijo del campesino se dedica a descabezar sistemáticamente con su guadaña las coles del barón al culpabilizar a éste de la muerte accidental de su madre en la serrería. La brutalidad pulsional del estallido de cólera se ejerce sobre los cuerpos y recae, en ocasiones, sobre ellos mismos: el campesino descubre a su padre ahorcado en el establo y, entre esa imagen y la de su entierro, Haneke intercala la fallida masturbación de la comadrona al médico, seguida de la salvaje humillación verbal de éste hacia ella. Pasamos, sin solución de continuidad, del cadáver al cuerpo degradado, en un paradigma violento cuya matriz original estaría en Ingmar Bergman (algunos momentos de Pasión) pero que, sin duda, lo supera.
La inocencia es, en este universo, la condición esencial de la víctima: un bebé al que se pretende matar dejando abierta la ventana al frío de la noche invernal (como en El inocente de Visconti), el hijo del barón maltratado por unos campesinos cuya brutalidad ni tan siquiera sería capaz de explicarse en términos de clase, el retoño, en fin, con síndrome de Down de la comadrona al que revientan los ojos… El único gesto tierno del film, susceptible de provocar cierto amago de emoción en el pétreo rostro del pastor (un inmenso Burghart Klaussner) corre a cargo de Gustl, su hijo menor, al ofrecerle el pajarillo caído del nido -y cuyo destino, no lo olvidemos, era la libertad- para sustituir, entre los barrotes de una jaula, al que Klara había eliminado.
Los dos puntos de fuga del relato están protagonizados por mujeres: la baronesa que tiene la intención de abandonar a su marido tras un flirteo con otro hombre durante su estancia en Italia y la comadrona, que se pone a salvo con su hijo huyendo del pueblo. Si el médico también escapa, lo hace por su inconfesado terror a enfrentarse a los rumores acusadores de los que se hace eco la voz narradora. Rumores que son acallados desde la única institución capaz de generarlos: la escena en la que el pastor amenaza al maestro (narrador de la historia en el presente enunciativo de la proyección del film) con denunciarlo si propaga la verdad (sus hijos son potenciales asesinos) es, hoy más que nunca, aleccionadora por lo que tiene de ilustrativa. La iglesia (bien sea luterana o católica) prefiere ocultar innombrables secretos antes que poner en la picota a sus respetables miembros. Y el mismo control policial se estrella contra el saber de la pequeña Erna en cuyos sueños, al igual que en los de la mítica Casandra, subyace, también, la auténtica verdad de ese inconsciente comunitario del pequeño pueblo.
En el final
La frontalidad y la gradación escalar de los planos de la aldea en la clausura del filme -de Plano General a Gran Plano General- nos aproxima al montaje de Griffith, para llevarnos en términos visuales de lo particular al conjunto del propio marco histórico-social. Por otro lado, la larga duración de dichos planos nos lleva a una correspondencia entre el tiempo real y el tiempo fílmico. El espectador, una vez concluida la visión de la película, goza de un saber limitado aunque suficiente para inferir las informaciones parciales que nos arroja el maestro de la escuela (Christian Friedel), desde su voz ya anciana (Ernst Jacobi) situada en el futuro de la historia y a su vez pueda trascender la crónica con el fin de iluminar el origen de los acontecimientos históricos venideros. No en vano, tras los planos vacíos y abiertos de la aldea -en los que destaca la iglesia rural- se incorpora un Plano General Corto de la mansión del barón (Ulrich Tukur) mientras escuchamos la voz marchita del maestro: «El 28 de julio, Austria declaró la guerra a Serbia. El sábado uno de agosto, Alemania declaró la guerra a Rusia, y a Francia el lunes siguiente…» Por lo tanto, la relación establecida entre el barón y el Archiduque Francisco Fernando se refuerza después de insinuarse previamente la noticia del magnicidio, donde las arraigadas diferencias de clase quedan patentes. Diferencias que luego se evidenciarán en la iglesia rural, y en clara connivencia con el pastor, para amenazar a los trabajadores del pueblo. La imagen que clausura la película -un nuevo Plano General y emplazado frontalmente desde el altar de la capilla- permite aglutinar a todos los personajes del relato. En contraste con los anteriores, que eran vacíos, éste es sobrecargado y falto de catarsis liberadora. Como mucho el narrador-personaje nos aclarará algunos hechos del relato que quedaban por cerrar, pero en ningún caso ata todos los cabos sueltos. El hecho de que la baronesa (Ursina Lardi) aparezca en público, junto a su hijo Sigi (Fion Mutert), después de su intento de separarse del marido, alude a ese falso juego de apariencias, pero también a la frustración y a las contradicciones vitales de la mujer. Desde la historia del pensamiento, tal y como afirma Deleuze, «el tiempo siempre fue la puesta en crisis de la noción de verdad.» (La imagen-tiempo, Barcelona, Paidós, 1996) y la voz de la Historia emerge contundente desde una crónica rural como génesis del genocidio.
La voz de la Historia
No podríamos concluir estas reflexiones sobre el film de Haneke sin aludir a la lectura histórica que propician sus imágenes. Muchos críticos han señalado que La cinta blanca propone una cartografía avant la lettre de la mentalidad nazi y no le cuesta mucho trabajo al espectador imaginar a esos niños asesinos, treinta años después, ocupando cargos dirigentes en el partido nacional-socialista o incluso, después de la Conferencia de Wansee (1942), como jefes de campos de exterminio. Sabemos -Gitta Sereny nos lo ha recordado en Desde aquella oscuridad (Barcelona, Edhasa, 2009)- que, entre el verano de 1939 y la primavera de 1940, el Tercer Reich desarrolló un programa de eutanasia con el fin de eliminar discapacitados psíquicos, una suerte de anticipo de la Solución Final decidida en Wansee. «Ese niño raro», como califica Klara a Karli, el hijo de la comadrona, hubiera perecido en tal empresa. Haneke proporciona los elementos suficientes para establecer las bases de una genealogía de la mentalidad totalitaria, capaz de eliminar al otro por el mismo hecho de serlo, basándose en la interiorización de unos ideales cuya irracionalidad, como hemos visto, se aproxima al delirio. El fundamentalismo impuesto por la ley inflexible del pastor luterano queda en entredicho ante las funestas consecuencias atisbadas desde la extraña y temprana escena con el maestro y Martin. Cuando el educador del pueblo se dispone a pescar en los dominios del barón -el amo y señor de todas las cosas terrenales: fábricas, tierras, cultivos, ríos, bicicletas, carros…- advierte al adolescente que está caminando por encima de una de las barandillas del puente de madera. Al avisarle del peligro que corre, le cuesta reaccionar pero, al salir de su rapto, se defiende con su particular teoría de un hipotético «juicio de Dios»: Martin confiesa que brindaba la opción de matarse o sobrevivir al Todopoderoso. A través de una inquietante mirada perdida admite que, tal vez, el deseo divino es que siga viviendo y, significativamente, despierta del estado letárgico en el instante en que el maestro le informa de su intención de hablar con el patriarca de la familia. Martin le suplica que no lo haga: la culpa y el temor a los severos castigos de la autoridad paterna adquieren más valor, más fuerza que su propia existencia a punto de ser entregada a Dios.
En el primer capítulo de su enciclopédica biografía de Heinrich Himmler (Barcelona, Círculo de Lectores, 2009) Peter Longerich cuenta la anécdota que está en la base de un relato de Alfred Andersch donde el autor evoca su última clase de Griego en el liceo muniqués de los Wittelsbacher, hacia 1928. El director, al que todos llaman «Rex», irrumpe en el aula y, tras discutir con un arrogante alumno de origen aristocrático, lo humilla ante sus compañeros haciendo alarde de «cinismo, sorna y perfidia» para comunicarle, acto seguido, su expulsión del centro. El director es Gebhard Himmler, padre de Heinrich y el cuento se titula «El padre de un asesino». Dice Longerich:
La carrera de un asesino de masas -así lo sugiere el texto- sería el resultado de un conflicto entre padre e hijo en cuyo transcurso Heinrich Himmler se convierte en un revolucionario radical de derechas que se subleva contra un padre excesivamente severo y le «enemista a muerte con él». ¿No tenía que salir natural y necesariamente -es decir, según reglas psicológicas muy comprensibles; a saber: las de la lucha intergeneracional y las que paradójicamente subyacen a la tradición familiar- de tal padre tal hijo?, se pregunta el autor… (p.17)
Lo reprimido siempre vuelve, dice Freud. El sentimiento de lo siniestro se basa en la represión que el sujeto hizo de aquello que siempre fue familiar en su vida y que relegó al nivel de lo inconsciente. Al volver, como formación delirante en el ámbito de lo real, el paso al acto del sujeto es de tal brutalidad que lo destruye interiormente. Hay una enorme virulencia simbólica en llamar padre a alguien que es, también, Padre de la comunidad religiosa luterana, una reduplicación de la Ley que se impone, nunca mejor dicho, a sangre y fuego. Los niños fríos de La cinta blanca, que nunca ríen ni manifiestan turbaciones emocionales, son tan siniestros como los extraterrestres de El pueblo de los malditos («Village of the Damned». Wolf Rilla, 1960), con la importante diferencia de que no pueden ser eliminados y sus letales acciones van a proseguir en el futuro y de forma sistemática porque el Estado los ampara. Al igual que sucedía en Funny Games (1997), el film más emblemático de Haneke, aquí tampoco puede haber, para el espectador, ninguna catarsis liberadora.
Al cumplir Heinrich Himmler diez años, su padre le ordena llevar un diario sobre sus vacaciones estivales, haciendo él la primera entrada para que le sirviera de pauta. La vigilancia de Gebhard Himmler sobre estos textos (que lee y corrige sistemáticamente) sólo se levanta cuando ha sido reemplazada por el control de sí mismo del propio hijo (p.21), cuando éste ha interiorizado la Ley paterna. El coste de tal operación se saldó con millones de muertos y la edificación de un mundo hecho de ruinas y devastación.
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