El pasado 6 de agosto el Presidente Piñera firmó la indicación para derogar la Ley Reservada del Cobre. Realizada en La Moneda, la ceremonia contó con la asistencia del presidente del PPD Heraldo Muñoz y el senador PS Álvaro Elizalde, además del diputado RD de Jorge Brito. Ante los hechos de malversación de los fondos […]
El pasado 6 de agosto el Presidente Piñera firmó la indicación para derogar la Ley Reservada del Cobre. Realizada en La Moneda, la ceremonia contó con la asistencia del presidente del PPD Heraldo Muñoz y el senador PS Álvaro Elizalde, además del diputado RD de Jorge Brito.
Ante los hechos de malversación de los fondos provenientes de dicha ley por parte de miembros del Ejército, y que salieron a la luz pública hace unos años atrás en el denominado «Milicogate», la indicación del ejecutivo propone que los dineros recolectados a través de esta sean administrados por un ente colegiado compuesto por representantes del Ministerio de Defensa y de la Dirección de Presupuestos (Dipres), y no como ahora en que los recursos pasan directamente a las Fuerzas Armadas.
Esta indicación se enmarca dentro de un proyecto de ley que ya Piñera había presentado en su primera administración, que buscaba precisamente la derogación de la cuestionada ley. En la ceremonia, el mandatario expresó: «Nos hacemos cargo de una demanda transversal». En efecto, dicha ley fue -y es- un foco de constantes cuestionamientos a la institucionalidad política surgida de la transición democrática.
Entre lo más significativo de esta ley está la obligación de Codelco de traspasar el 10% de sus ventas brutas anuales a las Fuerzas Armadas. Si bien los antecedentes de la ley datan de 1958, bajo el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, fue bajo la dictadura en que esta toma su forma actual. Las administraciones civiles posteriores introdujeron algunos cambios menores, fundamentalmente provenientes de reinterpretaciones normativas y administrativas, pero que en lo central no alteraron su esencia.
El objetivo del mecanismo consagrado en dicha ley es el de proveer de una forma de financiamiento estable y permanente a uno de los pilares fundantes del Estado, una institución tanto o más estable y permanente que este, las Fuerzas Armadas.
Como bien se sabe, la minería, y en especial la del cobre, constituye la principal rama de la actividad económica en Chile. Según los últimos datos disponibles, esta representa alrededor del 10% de todo el Producto Interno Bruto (PIB) y las exportaciones asociadas al mineral rojo alcanzan el 40% del total de las exportaciones realizadas por el país. La producción de Codelco gira en torno a un tercio de todo el cobre que se produce internamente, así que los recursos que la estatal genera son una fuente segura de financiamiento. Esta fue, por lo demás, una de las razones de orden estratégico por lo que la dictadura no emprendió su privatización.
Naturalmente la iniciativa del actual gobierno no busca acabar con las Fuerzas Armadas, ni nada por el estilo. Como se dijo, estas forman parte necesaria e indisoluble de cualquier Estado burgués que se precie de tal. Es más, siguiendo el conocido axioma leninista, siempre confirmado crudamente una y otra vez por la historia, podríamos decir que la fuerza coercitiva que estas proveen constituyen el corazón mismo de la institucionalidad estatal. Es por tanto un deber ineludible de toda fuerza política burguesa al frente del aparato estatal hacerse cargo y velar por ellas. Es, por lo tanto, como buen y avezado político burgués, lo que Piñera hace con esta iniciativa. No hay nada misterioso e irracional en ella.
La pregunta aquí entonces es por qué estos cambios se hacen posible ahora y no antes, y paradojalmente impulsados por un gobierno de derecha.
La razón de fondo que explica este fenómeno, como otros que se vienen sucediendo en la esfera política, dice relación con el cambio de período que experimentó el capitalismo chileno, y que terminó por consagrarse en las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias. Hoy lo que vemos es su lenta decantación, que puede o no ser exitosa. Eso está por verse.
Por período se entiende una forma determinada en que las clases dominantes ejercen su poder sobre el resto de la sociedad, y que tiene su expresión concreta en la forma de funcionamiento de los procesos políticos y en la institucionalidad estatal. [1]
El fin del sistema binominal, el colapso de la Concertación-Nueva Mayoría y la emergencia de nuevas fuerzas políticas burguesas (Frente Amplio) son todas señales del cambio de período del capitalismo chileno, que terminó por cerrar la denominada transición a la democracia.
En efecto, el equilibrio de fuerzas resultante del fin de la dictadura cuajó en un bloque en el poder, el cual tenía entre uno de sus principales actores a la camarilla de generales agrupados en torno a Pinochet. Por muy libremercadista que haya sido la dictadura, el pragmatismo del instinto de casta de esta le llevó a instaurar una serie de mecanismos que le permitían asegurar su perpetuación material, uno de ellos sin duda la Ley Reservada del Cobre, e influencia política.
Una vez agotada la razón de ser que le dio sentido histórico al período de transición a la democracia, sus actores, agrupamientos, procesos políticos e institucionalidad degeneraron en la trivialidad, la corrupción y la depravación. No es que dichos fenómenos no hayan existido antes, sino que a falta de sustancia política que los sostenga hoy quedan simplemente al desnudo en toda su decadencia.
En este sentido, caracterizar al piñerismo y su gobierno como una fuerza restauradora, como la caricatura que suelen levantar en ciertos sectores de la izquierda, constituye un error. Este busca encarar la serie de desafíos que la dominación burguesa en Chile enfrenta hoy. Intenta constituir las alianzas, los acuerdos y la institucionalidad adecuada que el nuevo período del capitalismo chileno demanda.
Esto es precisamente lo que se lee en las declaraciones del mismo Piñera en la ceremonia de firma de la iniciativa: «De esta manera, estamos poniendo término a la exclusión que hoy día afectaba al Congreso Nacional en el análisis, discusión y decisión de materias relacionadas con las compras estratégicas que hacen nuestras Fuerzas Armadas».
Se trata por tanto de constituir una institucionalidad que resta autonomía y subordina al alto mando; realzando, en cambio, el rol del Congreso como espacio de los consensos burgueses. Es la idea de un período de «neoliberalismo democrático-ciudadano», que desplaza la primacía desde los poderes fácticos (Fuerzas Armadas, Iglesia) y tecnocráticos (Banco Central) del período del neoliberalismo transicional hacia instancias sujetas a elección popular (Congreso, municipalidades, gobiernos regionales, entre otras).
[1] Véase Tomás A. Vasconi: Gran capital y militarización en América Latina, Ediciones Era, México, 1978, p. 16.
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