¿Qué se puede decir a estas alturas de Alfonso Sastre? Pues, por ejemplo, que «es un ciudadano de bien, un intelectual honrado, una brillante inteligencia al servicio de la convivencia humana. De su boca han salido siempre palabras vivificadoras, como las que asimismo salieron de la boca de Eva, su esposa muerta para el siglo […]
¿Qué se puede decir a estas alturas de Alfonso Sastre? Pues, por ejemplo, que «es un ciudadano de bien, un intelectual honrado, una brillante inteligencia al servicio de la convivencia humana. De su boca han salido siempre palabras vivificadoras, como las que asimismo salieron de la boca de Eva, su esposa muerta para el siglo y viva para quienes vivimos en su mismo espíritu». Así lo define y lo defiende Antonio Alvarez-Solís, que utiliza este artículo no sólo para glosar su figura, sino sobre todo para reivindicar sus causas: la libertad, la justicia, la igualdad, el respeto y la paz.
La paz, esa gran ausente de la vida diaria en el mundo actual, consiste básicamente en la liberación del deseo. Fomentar la liberación del deseo, que es ante todo la libre manifestación del pensamiento como punto de partida de otras liberaciones, constituye el primer y fundamental paso para lograr una relación pacífica que haga de la voluntad mayoritaria la regla básica de la convivencia. En no pocas ocasiones esa voluntad libre conlleva la innovación radical de nuestro modo de convivencia, innovación que supone una nueva y benéfica forma de coexistir. Pensaba en todo ello cuando leía el reciente artículo de Alfonso Sastre acerca del camino que hemos de emprender si verdaderamente pretendemos la paz, que no es sólo el cese de la violencia externa sino la desaparición de los demonios internos de la violencia. Esos demonios se exorcizan con la palabra libre. Sin palabra libre es cierto, como escribe honestamente Sastre, que nos esperan «tiempos se mucho dolor». Y decir esto ¿puede juzgarse como «amenaza», según pretenden los hijos de la furia, si se me permite este lenguaje evangélico, tan maltratado hoy por los creyentes de palio?
Alfonso Sastre es un ciudadano de bien, un intelectual honrado, una brillante inteligencia al servicio de la convivencia humana. De su boca han salido siempre palabras vivificadoras, como las que asimismo salieron de la boca de Eva, su esposa muerta para el siglo y viva para quienes vivimos en su mismo espíritu.
Volvamos ahora a la liberación del deseo. Porque también hay que someter el deseo, en el recinto de cada cual, allí donde resulta imposible mentirnos, a la prueba viva del honesto servicio a la colectividad como ente vivificante de todo. Esa prueba nos dirá si deseamos el bien de todos o espuriamente la consecución de intereses limitados por dos mojones inmorales: los intereses personales o la ciega adoración hacia gentes e ideas que nos parecen incuestionables como surgidas del poder, al que se supone gratuitamente verdadero por su misma capacidad de opresión. La sociedad actual comete el pecado diario de idolatría. Idolatría hacia quienes nos sumen en certezas acríticas, en seguridades venenosas, en imágenes que obturan la propia capacidad creativa porque no es posible disponer de la opuesta y costosa liturgia comunicadora con que los poderosos transforman su propuesta en un imaginario desideratum universal. La obra de Alfonso Sastre contiene precisamente, y si mi análisis no es encantamiento, los elementos precisos e indispensables para mostrar el vacío humano que albergan esos ídolos privados de luz intelectual, de generosidad moral, de capacidad de convocatoria veraz para que la igualdad humana se haga real y conduzca a la elevación social de todos. Son ídolos de veste refulgente y de hornacina sobredorada, de espada y cepillo.
Porque, ¿qué es sino oferta de paz mencionar los posibles males que se hagan realidad por la terca y torcida voluntad de quienes los niegan sin criterio alguno o incluso, en algunos casos, los desean endemoniadamente para conservar poder y beneficio? Quizá los tales pregonen la laicidad social no como liberación de inútiles teologías, para reencontrar así lo desnudamente humano, sino como forma de instalar su propio y malsano catecismo, su religiosidad secular basada en la explotación de los nuevos y torpes creyentes en nombre de dioses perversos.
¿Qué ha hecho Alfonso Sastre para merecer el triste beneficio de tantas bienaventuranzas sino predicar la palabra libre como vehículo de proximidad y de paz? La tormenta se ha abierto sobre su cabeza porque quizá no haya nada tan debelador de la injusticia como la palabra liberada. Sabe Alfonso, al que renuevo públicamente mi amistad y respeto, que abrir la puerta de la jaula a la palabra equivale a elevar la dignidad de todos los ciudadanos, que no tienen en la gran mayoría de los casos otro bien y otra herencia que esa palabra rescatada de la prisión en que habitualmente se la tiene. El ciudadano hodierno no posee más que su deseo, tantas veces exorcizado desde la zarza ardiente del poder; ese deseo golpeado por la suprimida libertad para expresarlo. Es más, ese deseo solamente podrá cumplirse tras la noche en que no funcionen los cuchillos largos envainados frecuentemente en la funda de la ley: el día que sea de día. Hay que añadir que el ciudadano que logra desintoxicarse íntimamente del veneno del poder vive su maltratado deseo en el recaudo de ese espíritu interno que le orienta como una brújula hacia la verdad. Y ahí se consuela y espera que esa verdad surja potente a la luz para que haya paz. Alguien ha de acometer la empresa. Ése es el gran destino que no puede traicionar el intelectual, tan dado en tantos casos al cotidiano rumiar en el pesebre fácil. Alfonso Sastre intenta jornada tras jornada, a veces con la ira del justo, dar forma verbal al deseo oculto y temeroso del ciudadano que sabe qué le pasa y de ahí le vienen al escritor condenas que paradójicamente le enaltecen al par que tratan de constituirle en prisionero perpetuo. Pensar desde la libertad siempre ha sido un mal oficio para pretender el pan y, sobre todo, para evitar el pan envenenado.
Hay que liberar el deseo. Esa es ahora la gran empresa política. El deseo de paz, de igualdad, de justicia, de respeto. De voluntad fraterna. Hay que salir de la inmensa charca en que los poderes que actúan al margen de las urnas tienen sumergidas a las instituciones de toda índole, tantas veces simplemente encuadernadas con piel de papeletas transgénicas. Liberar el deseo, haciéndolo así posible, es más urgente en términos históricos que seguir sobrenadando agónicamente necesidades que dentro del sistema se reproducen de una manera inevitable. Todo ciudadano con una inteligencia sanamente constituída sabe que los deseos que alberga acerca de un modelo justo de sociedad resultan plenamente realizables si se protege su liberación. Poblar la opinión ciudadana con las palabras hoy aprisionadas entre el miedo y la ignorancia equivale a abrir las compuertas de la reacción ciudadana frente a lo indigno. El fenómeno de la Ilustración no consistió en crear modelos nuevos de pensamiento sino en hacer posibles socialmente los pensamientos que yacían clandestinamente recluídos en el almario de los pueblos. Por eso precisamente, por tratarse de un fenómeno de liberación del pensamiento más que de invención del mismo, todas las instancias represoras desde la Corona a la Iglesia, procedieron con dureza extrema contra esa apertura de la inteligencia, ya que una liberación suele estimular las siguientes. La clase emergente de la burguesía, sin más ideología que el individuo para sí mismo, tomó parte en el juego a cambio de beneficios cuantiosos. Hoy sucede lo mismo, pero como la burguesía ha muerto víctima del engaño neoliberal, se sustituye su apoyo por el que prestan los ciudadanos encandilados con la imagen del vencedor social -el falsificado burgués actual- que es, como imagen, más barata y más fácil de difundir.
Se ha de añadir que a la liberación del pensamiento, hoy hablamos de eso respecto a Sastre, suele oponerse una violencia tan sibilina como sangrienta. Una violencia que como ciertos personajes mitológicos, se disfraza de las formas más diversas para cometer sus violaciones y crímenes y que invierte los juegos de lenguaje para convertir a las víctimas en victimarios. Hoy vivimos uno de esos dramáticos momentos en que la violencia del poder escribe torcido con renglones derechos.