La libertad como una entidad indivisible jamás ha arraigado en tierra española». El rotundo planteamiento del autor se argumenta a lo largo de un artículo muy directo, en el que se llega a constatar que «España es un país que vive en dictadura permanente», una de cuyas expresiones sería la «promulgación de leyes prevaricadoras, que […]
La libertad como una entidad indivisible jamás ha arraigado en tierra española». El rotundo planteamiento del autor se argumenta a lo largo de un artículo muy directo, en el que se llega a constatar que «España es un país que vive en dictadura permanente», una de cuyas expresiones sería la «promulgación de leyes prevaricadoras, que utiliza la judicatura como escalpelo político y bajo la protección de la fuerza armada, correctora de cualquier liberación del pensamiento».
Decía Ortega desde su observatorio español que «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». Sin embargo, el problema español, esto que impide a los españoles penetrar firmemente en cualquier modernidad, es que jamás triunfó en España una revolución que cambiara la mentalidad de los habitantes de este desdichado país. La constatable invalidez intelectual de los españoles para hacerse cargo de sí mismos proviene del fracaso de los movimientos que trataron de introducir el paisaje de la libertad en España. Fueron aplastadas las germanías, los irmandiños, los comuneros, dos monarquías con pretensión de apertura -la de José Bonaparte y la de Amadeo de Saboya- y finalmente dos Repúblicas. Algunos españoles intentaron dotar a su país de una soberanía ciudadana responsable, pero no pudieron superar el espíritu secular de guerrilla y caudillismo, las dos manifestaciones recurrentes de la vida pública de España. El carpetovetónico está trabado por una profunda predisposición a echarse al monte -con expresión que ha revalidado un sólido español, el Sr. Azkuna- o a uncirse al coche de un soberano reaccionario para conducirlo en triunfo hasta Madrid.
Vivimos ahora una situación que expresa perfectamente este fondo de armario de la españolidad. La incapacidad para concebir la libertad, y con ella una cierta democracia, vuelve a surgir del fondo social como un geyser. La libertad es troceada en cien libertades raquíticas que elabora la ciudadanía hispánica para evitar una toma profunda de postura cara al ejercicio democrático. Todo el mundo es libre en España salvo todo el mundo. Es curioso esto de que todos los españoles sean libres mientras no lo es el pueblo español.
El fenómeno siempre ha atraído a los viajeros foráneos, que han escrito incluso con elogio acerca de esta teratológica vida española. Un fino observador francés, Camilo Mauclair, escribió una sugestiva obra -«La espléndida y áspera España»- sobre lo que podríamos llamar no la vida sino el suceso español. Se vive en España con libertades de barrio, de café, de tertulia chillona o de gabinete ministerial. La concepción de la libertad como una entidad indivisible, que hace vigorosas las particularidades mediante el ejercicio de la dialéctica, jamás ha arraigado en tierra española. Cuando alguien desde el poder habla de defensa de la libertad deja sin libertad a miles de ciudadanos españoles. No hay manera de que funcione la libertad sin adjetivos en España porque esa gran y única libertad, la que permite una eficaz cosecha dialéctica, es considerada una materia explosiva, una proposición deshonesta, una práctica criminal. La libertad vive siempre en zulos que acaba por encontrar también la Guardia Civil conducida por dirigentes políticos que turnan para hacer lo mismo, aunque de modo distinto.
T odo lo anterior conduce a una repetida situación de caquexia vital, de pobreza mental. La clase dirigente española, que contamina profundamente a las masas, no entiende que la libertad ideológica conlleva una práctica dialéctica que enriquece a los individuos y los hace aptos para una democracia saludable. Hace doscientos años se dijo esto en la Asamblea Nacional francesa: «Cada sección del (pueblo) soberano reunida debe gozar del derecho de expresar su voluntad con entera libertad; es esencialmente independiente de todas las autoridades constituidas y dueña de organizar y reglamentar sus deliberaciones». ¡Hace ya doscientos años! Una libertad verdadera, o sea, indivisible, que se atreva a manejar todas las cuestiones sin hipócritas y destructoras cirugías, crea un país con seguridades morales que contribuyen a un buen desarrollo mental. Habitúa esa libertad a tomar todos los problemas en la mano y disecarlos hasta sus últimas fibras. Sin una libertad plena -esto es, sin la capacidad para ver los problemas en todo su verdadero alcance y sin incurrir en excomuniones- los ciudadanos se vuelven agresivos y las instituciones resultan opresoras. Y lo cierto es que unos ciudadanos agresivos al servicio de unas instituciones opresoras es lo que define al fascismo.
Cabe afirmar que España es un país que vive en dictadura permanente. Pero no en la dictadura romana, concebida para casos de emergencia -que tampoco resultó benéfica para la libertad de Roma-, sino en una dictadura socialmente agostadora y suscitadora de todas las barbaries, incluyendo las jurisdiccionales. Un cauto conservador catalán, el Sr. Cambó, trató incluso de fabricar un marco aceptable para las dictaduras en España al exigir para las mismas las tres condiciones romanas: tiempo limitado, asunto concreto y rendición de cuentas. El Sr. Cambó fracasó clamorosamente. Esto debería tenerse muy en cuenta para que la ciudadanía española sepa en lo que se embarca con la dictadura fáctica que estamos viviendo so pretexto, entre otras cosas, de la cuestión vasca. El pacto antiterrorista en un ejemplo perfecto de esa situación dictatorial. Si analizamos la propuesta camboniana concluimos que el tiempo limitado de ejercicio del poder inevitablemente acaba creando al dictador interminable, aunque ese dictador se encarne en varios gobernantes sucesivos que se traducen en la figura del dictador colectivo. El asunto concreto contamina a los restantes asuntos que no entran teóricamente en el ámbito dictatorial. Y, finalmente, jamás hay rendición de cuentas, como prueban entre nosotros los cuarenta años de oprobio franquista, cuya sombra es tan alargada.
Otra expresión de la dictadura española es la tumultuosa promulgación de leyes prevaricadoras, que utiliza la judicatura como escalpelo político y bajo la protección de la fuerza armada, correctora de cualquier liberación del pensamiento. Parlamento tan compacto ideológicamente como las Cortes Españolas del dictador. Nada creativo aparece en sus debates, que acaban siempre en una exhibición de líderes pobres de calidad y con un equipaje ideológico estéril hasta la extenuación. Repetir, por ejemplo, que no se puede discutir el problema nacionalista por la presencia de la violencia es de una miseria lógica aterradora, además de constituir una alegación ruinosa para quien la hace, ya que desvela indiscutiblemente que el actor de esa violencia tan cacareada tiene en sus manos nada menos que el poder político. Y eso sabemos que no es cierto. Un Estado en cuyo seno no se puedan abordar las grandes o delicadas cuestiones porque alguien practica la lucha armada, con hechos muy puntales además, es un Estado obviamente débil; un Estado que además de estar afectado por la debilidad maneja tuertamente los sucesos para no avanzar en el camino que ha dejado previamente sin salida.
Pero decir todo esto no deja de constituir una decisión poco confortable para los intereses vitales de quien lo dice. Una democracia paradójicamente sin libertad, como la española, pende siempre como una cuchilla sobre el cuello de quien manifiesta esas ideas. Cuando la libertad se descompone en tantas libertades caprichosas como el poder quiere instituir en cualquier momento puede surgir la norma o la interpretación circunstancial de la norma que convierte la reflexión intelectual y a quien la ejerce en un puro y fantasmal delincuente. Estamos en esa situación. No debemos olvidar que el régimen que rescató al Régimen conserva las armas que este último tuvo, a las que además va afilando con la multitud de normas que lo hacen letal en el marco de un parlamentarismo inexistente y que es mentida fachada del pensamiento único. Normas en las que veo de alguna manera un viejo y atrabiliario poder manchú, repleto de funcionarios inclinados ante el Trono.