Traducido para Rebelión or Daniel Escribano
El Tribunal Supremo tenía la última palabra y la ha dado. Tomó como agravio el que en 2003 el Parlamento vasco no disolviera el grupo Sozialista Abertzaleak (SA) y cinco años después se lo ha cobrado. Con todo, la condena impuesta al entonces presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, al vicepresidente, Gorka Knörr, y a la secretaria, Kontxi Bilbao, es una decisión que va mucho más allá de una cuestión de venganza. ¿Dónde está el verdadero origen del asunto? En la voluntad de mostrar donde reside la principal autoridad.
El Tribunal Supremo español tomó esa tarea en 2003, cuando, después de la ilegalización de Batasuna, pidió a la Mesa del Parlamento vasco que disolviera el grupo Sozialista Abertzaleak. Al dar esa orden forzó la ley: como que en la sentencia no se recogía el caso de SA, dictó un mes después la orden de disolución. Además, era sólo una cuestión simbólica, porque aunque se hubiera disuelto el grupo de SA los siete parlamentarios habrían continuado igualmente su tarea en el Parlamento vasco. La orden del Tribunal Supremo fue una exhibición de poder. Quiso tomar parte en el pulso político creado como consecuencia de la ilegalización de Batasuna entre partidarios y contrarios, queriendo dejar claro que la última palabra la tienen las instituciones del Estado y que el Parlamento vasco está subordinado a ellas.
El Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma Vasca ha absuelto dos veces a Atutxa, Knörr y Bilbao y ambas veces ha enmendado la decisión el Tribunal Supremo. En la primera entrando en el meollo del asunto y forzando la sentencia y, en la segunda, condenando a los acusados.
Sacudida. Las condenas del Tribunal Supremo han sacudido fuertemente los pilares de la situación política. Condenar a los máximos representantes del Parlamento vasco es una decisión grave. El PNV, EA e Izquierda Unida-Ezker Batua (IU-EB) han mostrado la opinión de que se ha atravesado la línea roja. El comunicado leído en nombre del Gobierno vasco por el lehendakari, Juan José Ibarretxe, el leído en nombre del PNV por el presidente del Euzkadi Buru Batzar, Iñigo Urkullu, y el artículo escrito por los tres máximos dirigentes de PNV, EA e IU-EB son muestras de la gravedad de la situación.
La denuncia del Gobierno vasco ha sido fuerte: «El Estado español, mediante sus instituciones, está rompiendo consciente y continuamente el pacto de convivencia construido en la transición. No cumple las normas que acordó este pueblo». El PNV ha puesto en cuestión a la justicia española, tomándola por «predemocrática». En la carta firmada por Urkullu, Ziarreta y Madrazo se advierte del «grave riesgo de involución política» y se denuncia «una estrategia que lleva la democracia al precipicio».
La situación no es nueva, el diagnóstico no es nuevo, también antes se han oído reflexiones y denuncias similares, pero la sensación de haber superado la línea roja es nueva, como muestra la propia masiva manifestación del sábado.
Aviso. La decisión del caso Atutxa, evidentemente, es un precedente para el caso Ibarretxe, aunque en este último no haya orden de tribunal alguno de no celebrar las reuniones denunciadas. Al mismo tiempo, la condena del caso Atutxa es un aviso para quien tenga intención de hacer consultas populares sin el visto bueno del Gobierno de España: utilizarán la ley si alguien intenta superar las actuales normas de subordinación. En efecto, últimamente se ha oído más de una vez un mensaje simple en boca de las autoridades españolas: «quien infringe la ley lo paga». De consuno, quieren difundir este mensaje subliminal: hacer la ley e interpretarla (a su medida y voluntad) está en manos de las instituciones españolas, en sus manos. En efecto, la ley es el instrumento principal para mantener la situación de dominación de un pueblo.
El «pacto» de la transición hace tiempo que empezaron a romperlo las instituciones del Estado. La democracia postfranquista hace tiempo que empezaron a llevarla al precipicio. La denuncia de ello es inveterada también en el seno del abertzalismo moderado. Pero hasta hoy no había estado entre sus prioridades. Ha llegado la condena en el caso Atutxa y se han reavivado los fantasmas. ¿Cuándo ha llegado? Cuando el PNV e Ibarretxe estaban proponiendo al nuevo gobierno de España un acuerdo. Los discursos complacientes y posibilistas que, en vísperas de elecciones y mirando a Madrid, venían realizando Urkullu y Ortuzar durante las últimas semanas se han quedado en nada de un día para otro.
Muro. La pregunta que ahora está en el aire es la siguiente: ¿cómo parar todos estos excesos, cómo se imponen nuevas normas de juego libres de subordinación? Desde un punto de vista general, porque esta semana ha sido lo del caso Atutxa, pero los próximos días será el proceso de ilegalización y la suspensión de actividades de EAE-ANV y EHAK. Se añade una larga lista de injusticias: el encarcelamiento de miembros de la Mesa Nacional de Batasuna, la sentencia condenatoria del caso 18/98, la agudizada política carcelaria de alejamiento y aislamiento, la tortura, etc. Todo esto refuerza la imagen de haber superado la línea roja.
Ahora la cuestión es construir un muro para que las instituciones españolas (y francesas) no traspasen de nuevo la línea roja. Con vista a ello los resultados de las próximas elecciones tendrán extraordinaria importancia. Sin duda. Sin embargo, la reflexión que deberían hacer las fuerzas abertzales debería ir mucho más allá. Las consecuencias de las normas de subordinación las sufren en común. Acaso deberían buscar en común la manera de liberarse de ellas.