Una de las sesiones más surrealistas del Foro Económico Mundial de Davos de este año vio cómo expertos del sector petrolífero explicaban el modo en que el derretimiento del casquete polar -que se está produciendo mucho más rápidamente de lo que nadie había previsto- no sólo plantea un problema, sino también una oportunidad: ahora quizá […]
Una de las sesiones más surrealistas del Foro Económico Mundial de Davos de este año vio cómo expertos del sector petrolífero explicaban el modo en que el derretimiento del casquete polar -que se está produciendo mucho más rápidamente de lo que nadie había previsto- no sólo plantea un problema, sino también una oportunidad: ahora quizá se pueda acceder a grandes cantidades de petróleo. Del mismo modo, esos expertos reconocen que el hecho de que Estados Unidos no haya firmado la Ley del Mar, la convención internacional que determina quién tiene acceso al petróleo marino y a otros derechos minerales marítimos, supone un riesgo de conflicto internacional. Pero también señalan las ventajas: el sector petrolífero, en su interminable búsqueda de más reservas, no necesita suplicar al Congreso el derecho a saquear Alaska.
El presidente George W. Bush posee una extraña capacidad para no captar un mensaje claro. Durante años, se ha hecho cada vez más patente que hay muchas cosas que no van bien en su política energética. Hasta los miembros de su partido decían que un anterior proyecto de ley sobre energía, con un guión redactado de antemano por el sector petrolífero, «no se olvidaba de ningún grupo de presión». Aunque alaba las virtudes del mercado libre, Bush se ha mostrado encantado de otorgar grandes dádivas al sector energético, a pesar de que el país se enfrenta a unos vertiginosos déficit.
El mercado presenta fallos en lo relativo a la energía, pero la intervención del Gobierno debería ir precisamente en la dirección opuesta a la que ha propuesto la Administración de Bush. El hecho de que los estadounidenses no paguen todo el precio de la contaminación -especialmente sus enormes contribuciones a los gases de efecto invernadero- que se deriva de su despilfarrador consumo energético, implica que la energía tenga un precio demasiado bajo, lo que a su vez alimenta un consumo excesivo. El Gobierno debe fomentar la conservación, y el intervenir en el sistema de precios -en concreto, mediante impuestos sobre la energía- es una forma eficaz de hacerlo. Pero, en lugar de estimular el ahorro, Bush ha seguido una política de «agotar primero Estados Unidos», lo cual ha hecho que EE UU dependa más del petróleo externo en el futuro. El que la gran demanda incremente los precios del petróleo y genere unas ganancias inesperadas para muchos en Oriente Próximo que no figuran entre los amigos de Estados Unidos es lo de menos.
Ahora, más de cuatro años después de los atentados terroristas del 11-S, Bush parece haber despertado por fin a la realidad de la creciente dependencia de EE UU. Con los vertiginosos precios del petróleo, le resultaba difícil no tomar nota de las consecuencias. Pero, una vez más, es casi seguro que las vacilantes iniciativas de su Administración empeorarán las cosas en un futuro inmediato. Bush sigue negándose a hacer algo con respecto a la conservación, y ha invertido muy poco en su letanía de que la tecnología nos salvará. ¿Qué podemos pensar entonces de la reciente declaración de Bush de su compromiso de liberar a Estados Unidos de un 75% de su dependencia del petróleo de Oriente Próximo en 25 años? Para los inversores, el mensaje está claro: no inviertan más en desarrollar reservas en Oriente Próximo, que es, con diferencia, la fuente de petróleo de más bajo coste del mundo.
Pero, sin nuevas inversiones para el desarrollo de reservas en Oriente Próximo, el desenfrenado aumento del consumo energético en EE UU, China y otros países implica que la demanda superará a la oferta. Por si eso no fuera suficiente, la amenaza de Bush de imponer sanciones a Irán plantea el riesgo de interrupciones en el suministro de uno de los mayores productores del mundo. Con una producción petrolífera mundial a punto de alcanzar su plena capacidad y unos precios que doblan con creces los de antes de la guerra de Irak, todo presagia que serán todavía más altos y darán todavía más beneficios al sector petrolífero, el único vencedor claro en la política de Bush para Oriente Próximo.
Está claro que no deberíamos menospreciar a Bush por reconocer al fin que existe un problema. Pero, como siempre, una mirada más a fondo a su propuesta insinúa otra artimaña de su Administración. Aparte de negarse a reconocer la importancia del calentamiento del planeta, a fomentar el ahorro o a dedicar suficientes fondos a la investigación para cambiar realmente las cosas, la rimbombante promesa de Bush de reducir la dependencia del petróleo de Oriente Próximo significa menos de lo que parece. Debido a que sólo un 20% del petróleo estadounidense procede de Oriente Próximo, su objetivo podría lograrse con un modesto salto al suministro de otros países.
Pero lo lógico es pensar que la Administración de Bush es consciente de que el petróleo cotiza en un mercado global. Aunque Estados Unidos fuese independiente al 100% del petróleo de Oriente Próximo, una reducción del suministro procedente de esa región tendría efectos devastadores para los precios mundiales y para la economía estadounidense. Como ocurre con demasiada frecuencia con la Administración de Bush, no existe ninguna explicación halagadora para la política oficial. ¿Está Bush jugando a la política tratando de agradar a las corrientes antiárabes y antiiraníes en Estados Unidos? ¿O no es más que otro ejemplo de incompetencia y confusión? A juzgar por lo que hemos visto estos últimos cinco años, la respuesta correcta probablemente esconda algo más que un poco de mala fe y pura ineptitud.