Cada día que pasa uno siente que no puede ser peor. Y no me hablen de pesimismo crónico. Por que más allá de estos límites imprecisos entre el miedo, el malestar y el desasosiego, solo queda la revuelta que no llega, porque la sedición interna está ya saciada de descontentos. Y uno mira más allá […]
Cada día que pasa uno siente que no puede ser peor. Y no me hablen de pesimismo crónico. Por que más allá de estos límites imprecisos entre el miedo, el malestar y el desasosiego, solo queda la revuelta que no llega, porque la sedición interna está ya saciada de descontentos. Y uno mira más allá de sus fronteras más inmediatas y se avergüenza del tedio reinante revestido de compasión y hasta de la nueva y bendecida piedad solidaria. Cientos de iniciativas solidarias, pero poco más, ante un camposanto de desconsuelos y vidas raseadas, desposeídas de su potencial rebelde. Como si esa piedad privada reparara tanto desagravio colectivo. La vida, las vidas empeoran sin pedir permiso, las biografías cortocircuitadas enferman y se desplazan plomizas cabizbajo por la calle. Los relatos vitales entristecen y se someten a la más brutal resignación. Se doblegan al inmerecimiento de unos guardianes del Estado en estado de corrupción permanente. Bárcenas, ese bastardo de la corrupción santificada por un Estado que enaltece a sus estafadores de alta gama, no es más que la minúscula representación de un país absolutamente rociado de mierda.
Cada día la vida se retuerce más y más. Por sus aristas más finas, por sus demarcaciones menos consistentes. Como si una penitencia imprecisa pero cortante nos seccionara las venas de cada grito sangrante. Las familias, la ciudadanía y las personas ya no son las mismas. No se reconocen en el pasado perfecto porque el futuro se ha volatizado mientras otros hacen el agosto en pleno invierno. Y éstos, con nombres y apellidos; famosos, reconocidos, con poder, caminan impunes ante tanta matanza. Encantados en este reino de cruel chasquería. Nunca un Estado había estado tan secuestrado por la ignominia, el descrédito, la vergüenza, la corrupción, la mentira, la falsedad, la degradación y la infamia. Y todo ello santificado por un gobierno que vive y desea vivir lejos de sus votantes y no votantes. Un Estado embargado por la implacable ceguera de su propia incapacidad para corregir el rumbo hacia una bancarrota social inminente. Un Estado al que ya nada le importa salvo su propio banquete. Casi once millones de pobres en este desangrado reino de España son condenados a diario por la inanición mediática, ignorados, como si nada ocurriera. A lo sumo, utilizados como conejos de pruebas exploratorias de que todo puede empeorar aún más. Y mientras, la gente que uno observa, esta gente sin nada a qué agarrarse, excepto a su propia desesperación, pareciera que, sabiendo esto, aceptando esta inevitabilidad sin compasión, vuelve al refugio tangible de sus seguridades más inmediatas, a su casa, su hogar, su familia, sus pasiones, sus amores, sus ocios y sus socios inmediatos, los amigos, las compañeras de trabajo, los vecinos o hasta sus coadjutores. En ese territorio privado encuentra el sosiego ante tanto desasosiego. Por eso Rajoy nos quiere en casa. No solo para contabilizarnos inactivos ante el frente social que tanto teme, sino para dominarnos desde la reclusión invicta del dominio privado. Porque aquí nos sometemos a la implacable venganza contra nosotros mismos. Aquí, entre las paredes atestadas de deslices, nos culpabilizamos ante nuestro propio destino. Aquí, en los hogares de la niña de Rajoy, vertebramos nuestra condena e incapacidad de sedición. La calle se ha quedado vacía de poder. Sí, hay 37.000 manifestaciones al año, una prueba técnica de la movilización, pero aún así parece que eso no garantiza la revuelta. Porque ésta necesita otros territorios aún por explorar. No me digan ni hablen de nuevos líderes, de nuevos discursos ni de nuevas estrategias. No me hablen de nuevas ideas ni de nuevas políticas. Ni de regeneracionismo. No me hablen. Apenas queda crédito para tanto descrédito. Todo está dicho. Parece que lo nuevo o por inventar no llega. O si llega, no encuentra eco ni recoveco donde depositar tamaña esperanza.
Nunca como en estos días, las diatribas y sentencias verbales contra la política del PP y el actual estado de malestar social que nos invade, han sido tan duras, tan claras, tan incisivas. Nunca se han dicho las cosas tan alto y tan claro. Hasta la prensa más amable se ha vuelto corrosiva. Si ustedes quieren, pueden ver, por activa y por pasiva donde está el núcleo duro, la médula infecciosa de tanto cáncer social, el agujero apestoso de las cloacas que nos esperan, de los sepultureros que aguardan su turno. Y también pueden saber los nombres de los escualos que acechan ahí, a nuestro lado, para afilar sus mandíbulas protáctiles. Bárcenas, Urdangarin, Fabra y hasta un rey que gana 272.000 euros al año, o lo que es lo mismo, 3ooo veces más que el SMI, mientras sus súbditos -cada vez menos ciudadanos- sobreviven a los atropellos de cada Consejo de Ministros. Están ahí, riendo a mandíbula batiente, tarareando su victoria infinita y también nuestra derrota impredecible. Durante un tiempo se fueron, pero volvieron con los cuchillos y las bayonetas afiladas. Están ahí. Todo está a la vista. Y lo que no está, no por no sabido, tampoco afecta al estado de rotación de esta España a la deriva. Porque actúa sí o sí. Sin pudor, sin decencia. Y aún así, navegando a sotavento, resulta difícil llegar a puerto. Porque la navegación es de altura. Requiere de múltiples bordos. Volver a casa no es un buen consejo, pero en la calle, a diario, pareciera que el título del libro de José Luis Pardo, Nunca fue tan hermosa la basura, adquiriera sentido y saciara nuestro desconcierto.
No es fácil, y quizás no sea ni siquiera justo, nombrar el desastre y escapar por la tangente del nihilismo crítico. Lo sé. Pero creo que lo que está por llegar se está fraguando en algún lugar intangible. Aún es pronto para predecirlo pero no para sentirlo. Quizás esté en la rotación incesante de los agujeros negros de millones de desesperados. En esos espacios que cuesta identificar, en lugares todavía sin nombre pero reconocidos. En los efectos secundarios de tanto trabajo precario, de la pobreza soterrada y contenida, de la precariedad contada y cantada, de la exclusión estigmatizada, de la estabilidad incierta, del desempleo inmediato, del ERE amenazante, de la vida contingente, del miedo al presente. Pero también en cada sablazo del BOE, en cada fraude de ley, en cada nuevo recorte, en cada cuchillada a la vida de la gente, en cada decisión que provoca tantos y tantos despidos, en cada coma de cada nueva ley o decreto sangrante. En cada escupitajo a un Estado que ya no protege, excepto a sus terroristas económicos y banqueros protegidos. En esos lugares en construcción que la historia luego reconoce como procesos revolucionarios. Solo falta una mecha. Y esta puede ser hasta un poema. Por eso estoy esperando a que Miguel Sánchez Ostiz, ese navarro incómodo, lenguaraz, ácido, mordaz y nada condescendiente, saque a la luz El asco indecible, una apuesta por la literatura de la hiel. Nunca como ahora tan necesaria.
Paco Roda. Departamento de Trabajo Social. Universidad Pública de Navarra
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