Con la inscripción de los candidatos a concejales y alcaldes de las 346 municipalidades del país, oficialmente se pone en marcha, el 30 de julio, la máquina electoral. En realidad ella viene triturando principios y digiriendo pactos, alianzas y compensaciones desde hace varios meses. Alrededor de trece millones de ciudadanos -la inscripción automática incorporó casi […]
Con la inscripción de los candidatos a concejales y alcaldes de las 346 municipalidades del país, oficialmente se pone en marcha, el 30 de julio, la máquina electoral. En realidad ella viene triturando principios y digiriendo pactos, alianzas y compensaciones desde hace varios meses. Alrededor de trece millones de ciudadanos -la inscripción automática incorporó casi cinco millones a los registros electorales- podrán votar el 28 de octubre. La incógnita es cuántos lo harán ahora que el voto es voluntario y que el desprestigio de los partidos ha crecido a niveles nunca antes vistos.
Es posible que, a falta de otro instrumento más eficaz para castigar a los partidos, la abstención sea bastante más alta de lo que suele ser en elecciones municipales. Y que junto con la abstención se intensifique la protesta social, que viene haciendo temblar la institucionalidad heredada de la dictadura. La abstención activa podría convertirse así en factor de impulso de un vuelco en la situación política. La sanción ciudadana permitiría emerger a una fuerza distinta, leal a los intereses del pueblo, que levante propuestas patrióticas, democráticas y anticapitalistas que interpreten a los más amplios sectores sociales afectados por la economía de mercado y por la explotación de las transnacionales.
Chile necesita esa alternativa. Lo pone de manifiesto la protesta social que desde hace más de un año reclama un cambio. Lo evidencia, asimismo, la indigencia del discurso político que se consume en banalidades y disputas artificiales para ganar algunos segundos en televisión.
La máquina electoral determinará desde ahora, y hasta las elecciones presidencial y parlamentaria del año próximo, cada paso y cada palabra de los partidos y sus dirigentes. Todo lo que digan o hagan estará fríamente calculado para producir determinados efectos que se miden en votos.
Ningún partido escapa a esta lógica, que incluye la afanosa búsqueda de recursos financieros para sostener una campaña larga y costosa. Miles de millones de pesos se destinarán a gastos electorales. El aporte del Estado no alcanza a cubrir esos gastos. Entonces, ¿quién los paga? Lo hacen los sectores -pocos y bien conocidos- que invierten en política, que es otro negocio rentable en el país. En esa relación se encuentra el origen de muchas leyes, decretos y resoluciones que los lobistas se encargan de afinar con parlamentarios y funcionarios agradecidos. Y el primer escalón de la corrupción institucional reside en las municipalidades, donde se comercia desde el permiso para instalar un quiosco de diarios hasta un plano regulador a la medida de las empresas inmobiliarias.
La falta de una alternativa electoral -que nacerá desde el propio movimiento social cuando la protesta social se transforme en propuesta política- permite que los partidos institucionales inventen trampas para conseguir votos. Una consiste en cambiar nombre a la Concertación, que pasará a llamarse «oposición». Pero son los mismos partidos, más el Comunista, que pretenden hacer creer que se trata de algo diferente. Para ello se argumenta que «la tarea de las tareas» es «derrotar a la derecha». Una invención política inconsistente, porque la derecha no ha hecho otra cosa que continuar aplicando las políticas de los gobiernos de la Concertación. En lo esencial consisten en entregar bonos y subsidios a la población más «vulnerable» y en otorgar toda clase de beneficios tributarios a las grandes empresas nacionales y extranjeras.
La «oposición» que hoy pide los votos de los ciudadanos de Izquierda, no se diferencia en nada sustantivo de la derecha gobernante. Ambos bloques -Concertación más PC y Alianza- plantean lo mismo en cuestiones esenciales para el futuro del país. En la «oposición» no hay siquiera un atisbo que permita suponer, por ejemplo, que se propone rescatar la soberanía secuestrada por las transnacionales de la minería, la energía, las finanzas, la telefonía, la pesca, la educación, etc. Chile es víctima del asalto a mano armada de una pandilla que se lleva en bruto nuestras riquezas naturales y obtiene enormes utilidades gracias a la complicidad de los partidos que administran el Estado.
Este despojo brutal se acentuó bajo la dictadura militar, que revirtió la nacionalización del cobre, pero lo llevaron a un extremo vergonzante los gobiernos de la Concertación, sobre todo los de Lagos y Bachelet, los presidentes «socialistas» de la Concertación. Las ganancias que las transnacionales remesaron a sus casas matrices en el periodo 1996-2010 más que duplicaron el monto de la inversión extranjera. Mientras la inversión alcanzó a 62 mil millones de dólares, la renta total que produjo llegó a 132 mil millones de dólares. O sea, que las inversiones extranjeras en Chile en ese periodo se han pagado solas en un plazo de catorce años. Por cada dólar que entra a Chile como inversión, el país le paga dos dólares al inversionista. Esto sin contar la pérdida fabulosa que representan las exportaciones de concentrados de cobre que llevan gratis otros minerales.
Esta situación vejatoria para la dignidad nacional es un robo descarado. El Estado podría financiar -si impidiera, como es su deber, este despojo- la educación gratuita y salud pública de calidad, la vivienda digna y el trabajo estable y con salario justo que reclama el pueblo. Pero esto no le pasa por la mente a la «oposición» y por supuesto mucho menos a la derecha gobernante. Tampoco plantea convocar a una Asamblea Constituyente que elabore la Constitución democrática que necesita el país para liberar sus potencialidades creadoras.
A remolque de esta «oposición» caradura, la Izquierda chilena no tiene ninguna posibilidad de rehacerse. Alguno de sus partidos, en el mejor de los casos, puede lograr unos cuantos diputados y alcaldes. Será una pobre ganancia si se considera el costo que le significará navegar en la estela de una de las dos derechas -según la acertada definición de Sergio Aguiló- que hoy se reparten la institucionalidad política.
El camino de la Izquierda, vale decir del pueblo, es más largo y difícil. Pero es más seguro y permitirá construir desde sus cimientos la mayoría social y política que haga posibles los cambios. Hablamos de una alternativa patriótica, socialista y democrática como ya ha ocurrido en Venezuela, Ecuador y Bolivia. Esta construcción permitirá -si se hace necesario- establecer amplias alianzas sociales que ayuden al proceso de cambios, sin someter a la Izquierda a la triste condición de furgón de cola de una de las dos derechas.