Millones de hombres y mujeres, hoy anónimos y desconocidos, soñaban con transformar el mundo
Este no es el relato hagiográfico de las épicas hazañas de reconocidos próceres públicos o de valerosos hombres de guerra. Los lectores apresurados no encontrarán aquí retribución alguna para su impaciente desasosiego. Las letras que encadenadas se suceden desde ahora, son antagónicas con la premura y enemigas de la ostentación. Responden a un único propósito: contribuir al general reconocimiento de la memoria de tantos millones de hombres y mujeres, hoy anónimos y desconocidos. En algún momento de sus azarosas vidas, todos ellos soñaron con transformar el mundo pero la Maldad, el Terror y la Intolerancia, el fascismo y el nazismo patrio y foraneo, truncaron para siempre sus anhelos, aniquilaron sus existencias y borraron todo rastro de su pasado. Nacieron en miles de aldeas, pueblos y ciudades distintos; hablaron decenas de lenguas diferentes; tuvieron padres, hermanos o hijos; concibieron nuevas canciones, idearon relatos y narraciones y protagonizaron revoluciones y gestas políticas y bélicas. Pero nada sabemos de ellos.
Fueran o no asesinados en cunetas o paredones, sobrevivieran o no a torturas, palizas y malos tratos, todos ellos acabaron inexorablemente engullidos por los torbellinos del tiempo. El recuerdo de sus imperecederas peripecias vitales se ha desvanecido entre las brumas del Vacío y la Nada. Hemos relegado sus proezas, hemos arrinconado sus ejemplos, hemos postergado sus tribulaciones y hemos omitido sus quebrantos. Sólo algunos de entre los pocos supervivientes pudieron transmitirnos el testimonio difuminado de sus padecimientos. Ernesto Sempere Villarrubia fue uno de ellos. Pero otros miles, decenas de miles de ellos, fueron víctimas de un olvido eterno.
Para paliarlo en alguna medida, he oficiado de atrevido escribidor y he querido imaginar un posible encuentro entre Sempere y uno de estos anónimos desconocidos, dando forma así a un sucedido ignoto, vislumbrando una de tantas tragedias inextinguibles e invisibles, tan ficticia como probablemente real. Vaya pues desde aquí, este mi homenaje a los hombres y mujeres sin rostro, desde el blog de «Todos los Rostros«.
La Memoria de los Vivos «La vida de los muertos está en la memoria de los vivos«. Cicerón
Los años, el tiempo, el sinvivir de la prisa y los espejismos del presente socavan el cimiento del robusto edificio en el que habita nuestra memoria y lo fracturan, trasuntándolo en un destartalado chamizo, que se blanquea día a día en el yeso y la cal del olvido. De justicia es, pues, que nuestros más vívidos recuerdos sirvan para restaurar su fortaleza y que podamos apuntalar sus pilares con el dulce sentir de las gratas remembranzas a las que nos lleva la melancolía.
Por eso, cuando aún escuchamos el eco de las canciones y de los versos de Ernesto Sempere y nos sigue estremeciendo la alegre resonancia de su inquebrantable amor a la vida, sus ocho hijos, sus ocho hijas, sus quince nietos, y ante todo Otilia Luján, su esposa, nos seguimos reuniendo a la sombra de su añoranza para afianzar nuestra comunión, compartir reminiscencias, relatar chascarrillos de su factura y visitar cada una de las gratas estancias que dan forma a la entrañable morada que se yergue -sólida- con la sola evocación de su figura.
Y no falta en el relato de los acontecidos, el frecuente recurso a la narración del enigmático suceso que toda la familia -treinta y tres almas- pudo vivir y de alguna forma protagonizar hace ya para dos años, en ocasión del aniversario del jubiloso patriarca de la estirpe.
En aquel entonces, y reunidos todos para el momento festivo en la casa toledana de Cardiel de Los Montes que como solar del linaje fue adoptada en los años 60 del pasado XX, vimos como tras la sobremesa, bullanguera por la presencia de la patulea infantil, el pater familias nos rogaba silencio y demandaba nuestra atención. Con cierto misterio nos pidió anuencia, obediencia y confianza y nos solicitó que saliéramos al exterior, llenando la cardieleja Plaza del Ayuntamiento (bien llamada Plaza de España) con nuestra presencia y nuestros mudos interrogantes.
Al poco de nuestra espera -inexplicable acertijo-, un autocar de carretera de esos de diez metros y con colores, marcas y anagramas que ya no recuerdo pero que lamento no haber fijado en mi caletre, hizo su aparición en las inmediaciones de nuestro provisional vivac.
La tarde estaba limpia y luminosa y no hacía demasiado frío para estar tan bien metido noviembre. Ernesto padre (hay un Ernesto hijo, y un Diego Ernesto nieto) nos pidió, con una guitarra en la mano, una caja llena de linternas y una especie de jarrón decorado en esmalte, que ocupáramos el vehículo, el cual, en medio de la general extrañeza y por su reducida capacidad, parecía atestado de un ruidoso gentío. En su interior, y aposentados en sus butacas pudimos ver cómo Ernesto corría todas y cada una de las cortinillas, incluida una que separaba a modo de telón la zona de pasajeros con el puesto de conducción, impidiendo en todo caso la visión frontal y lateral y obscureciendo el interior del autobús como si fuera el más lóbrego de los pozos. Nos pareció que allá, a lo lejos y tras el impenetrable y tenebroso paño, el chofer mascullaba en una jerga que se asemejaba al ¿rumano?.
Al segundo, el abuelo hizo aparición volviendo a reclamar nuestra atención y nuestro silencio para dar explicación a la incógnita. Y lo que nos contó fue una suerte de argumentos tan casuales y casi tan inconcebibles que sólo pudieron ser creídos por su propia inverosimilitud. Así, nos hizo viajar en el tiempo y en el espacio retrocediendo mentalmente a finales de 1936, meses después del inicio de la guerra civil, y al momento de su fuga del hogar paterno para recalar por conciencia y por creencia en la 88ª Brigada Mixta, de inspiración anarquista.
Nos narró que se hizo compañero y salvavidas mutuo y recíproco – tras varias y cruentas acciones de guerra- de un tal Anselmo, miliciano ciudarealeño de la cuerda de Durruti. Anselmo, al parecer hombre ilustrado, puso al corriente al entonces adolescente Ernesto de sus correrías y tropelías al inicio de la guerra cuando el asentamiento del republicano frente extremeño, que pretendía ser respuesta, freno y tumba de la relampagueante guerra de columnas inventada por Franco y Queipo.
En el marasmo del inmovilismo de la posterior guerra de trincheras, Anselmo fue a parar al Monasterio de Guadalupe, antiguo cenobio requisado y convertido en hospital de retaguardia por las milicias. En una de tantas chácharas en nido de ametralladoras al abrigo del rumrum y panpan del fuego de cobertura, Anselmo contó que el claustro aún conservaba casi íntegra la biblioteca y que en la misma, tras muchos días de aburrimiento entre latines y misales, había encontrado un texto manuscrito, con letra clara y redondilla y firmado y signado por un tal Modesto Lafuente en 1838.
Tras la lectura del escrito, intitulado según parece y creía recordar «Florilegio de hallazgos y curiosidades de la antigüedad hispana en la biblioteca de la Real y Serenísima Abadía de Guadalupe», o algo parecido, el autor (años más tarde confirmado como asentado historiador de los hechos de nuestros mayores) hacía repaso de cuanto de anecdótico o extraño encontrara en los legajos en pergamino y encuadernaciones en reseca piel de cordero que se hallaban en los anaqueles del centenario edificio. Y entre ello, Anselmo pudo leer y memorizar, para más tarde remembrar con Ernesto, algunas de las peregrinas alusiones al libertador caudillo lusitano-vettón Viriato trascritas por Lafuente tras toparse con ellas en originales arábigos, que a modo de traducciones del latín de un ya perdido para siempre libro de Apiano, el historiador pudo leer y nunca más volvió a hallar, ya que Don Modesto fue preso por giris cristinos o isabelinos de Cáceres al inicio del mil y ochocientos treinta y nueve al ser confundido con un agente carlista del general Maroto. La captura del afamado «espía» fue celebrada por los guardias isabelinos con la quema de su material de lectura, y el acaso sólo salvó inadvertidamente para extraños y propios el Florilegio, que quizá hubiera debido por su falta de mérito ser canjeado por cualquiera de las antiguallas que se convirtieron en flamante tea.
Anselmo pudo leer en las letras de Don Modesto que Viriato, a diferencia de otros muchos caudillos lusitanos y vettones, no fue incinerado por sus clientes y adeptos sino que, armado y pertrechado, fue sepultado en secreto en una cueva de considerable amplitud bajo una enorme laja de piedra granítica junto a una loma en las cercanías de una elevación llamada Monte de Venus, en aquel entonces ignoto paraje de paradero desconocido.
Entre conversaciones varias centradas en el misterio de la tumba de Viriato y en su alucinador ejemplo como un Espartaco celtibérico y adalid de la lucha contra el imperialismo de la época, y tras escaramuzas frecuentes y graves heridas en el frente, Ernesto -con un cascote de granada en la rodilla- vio desvanecida la pista de Anselmo pues fue evacuado a un hospital de Ciudad Real, donde hallado por su padre, también Ernesto, quedó integrado en un Batallón de Ingenieros, el 36º de Obras y Fortificación. Perdida la guerra y el progenitor, Ernesto nunca volvió a cruzar los pasos con Anselmo en sus largos años de penar por las prisiones y los batallones de forzados del General, hasta que la casualidad quiso que tras una larga pausa de mutuo asombro por los insospechados surcos que traza el tiempo en los semblantes, se reencontrarán y reconocieran en un humeante bar de Hinojosa de San Vicente en los años 70.
Anselmo contó a Ernesto que vivía en un chozo ubicado en un lugar de difícil y casi críptico acceso, en una parcela que un vecino apiadado de su solitaria miseria le había cedido, la cual se encontraba a mitad de camino, o no, quién sabe, en un cuadrado o trapecio virtual que pudiera tener como vértices los pueblos serranos de El Real, Castillo de Bayuela, Garciotún y Nuño Gómez, todos ellos toledanos. Y le dijo que, sin oficio ni beneficio, su único horizonte desde hacía ya veinte años era la búsqueda, sin descanso y sin fruto del sepulcro del lusitano. Anselmo y Ernesto, de tapadillo, vertieron lagrimas por los muchos camaradas ausentes y murmuraron viejas canciones ácratas mientras refrescaban tinto peleón de Lucillos. En el interín, Ernesto se cuidó de que Anselmo comiera (muy desnutrido estaba el aprendiz de Schulten) y le donó el peculio íntegro que en ese momento portaba en el monedero.
Y ése fue el último día que pudo ver y hablar con Anselmo, ya que el iluminado desapareció como sal en día de lluvia y nunca más se dio con sus huellas, a pesar de recorrer Ernesto para su localización los mesones y bares de toda la sierra de San Vicente. Y el misterio continuó hasta el inicio del año 2004.
En febrero, Ernesto recibió un aviso del juez de paz de El Real, el cual portaba una caja con una urna y un sobre cerrado a conciencia. La urna contenía las cenizas del loco Anselmo, encontrado muerto en una cuneta de la carretera de lleva a San Román desde Hinojosa. El sobre fue abierto por Ernesto en la intimidad de su casa solariega de Cardiel, junto a la presencia de la abuela Otilia, siempre reconfortante por la tristeza del fúnebre momento. En su interior se encontraba una medalla al valor en acción de guerra con la estrella roja del Ejercito Popular de la República, un trozo de un mapa de carreteras con un lugar de la sierra marcado con un punto o más bien un agujero, y una antigua moneda, de un tono verde herrumbroso, liada con varias vueltas de la cinta tricolor de la medalla. En su única cara visible pues el reverso era un manchón indescifrable, la moneda reflejaba claramente la silueta de un verraco, en todo punto igual o similar al que hoy mismo puede contemplarse en la plaza de Castillo de Bayuela que se encuentra junto al Club de Pensionistas.
Y aquí, Ernesto calló en el relato de su historia, sobrecogido por el recuerdo del amigo desaparecido y de tantos y tantos otros que se fueron quedando en las fosas y entre las rejas de un país convertido en gigantesco penal. Y permaneció largos minutos en silencio entre un mudo y contenido llanto, que fue respetado por grandes y chicos en abierta estupefacción.
Al poco, el autobús frenó, y Ernesto, descorriendo el telón frontal nos invitó a bajarnos en mitad de una nada irreconocible que, entre monte bajo, chaparral, encinas y retamas, decoraba nuestro nuevo escenario. Sin decir palabra y resollando por el esfuerzo, el abuelo Ernesto nos invitó por medio de perentorias señas a seguirle por una trocha deslavazada que se adivinaba en el terreno. Anduvimos más de veinte minutos a través de hondos regueros y empinados cerrillos, en una orografía ciertamente difícil, entre protestas de los chiquillos y sorpresa de los mayores, que se veían obligados a superar con espíritu deportista los numerosos tapiales de piedra de la zona con los que nos cruzamos. Ante el asombro de todos, tras un velo de retamas y bajo el natural dosel de una espesa arboleda de encinar nos encontramos con una gran piedra en forma de gigantesca boina y rodeada de pequeños brotes de chaparros. Tras recorrerla en todo su perímetro, seguimos al abuelo Ernesto hasta uno de sus extremos. Agachándose, procedió a apartar una mata de chaparro seco y desgajado que en él se encontraba y nos ofreció a la vista un sombrío agujero de poco menos de un metro de anchura por el que con obediencia casi religiosa y en medio de la máxima quietud, fuimos bajando a una profundidad inmedida entre el estupor y la parálisis general, alumbrados por las escasas candelas de potencia de los focos portátiles que llevábamos.
Y allí, mudos de espanto, pudimos contemplar un amplio espacio en el que, a modo de gruta natural pero reforzado en sus límites exteriores por gruesos sillares de piedra trabajados por el hombre, en su centro exacto se hallaba un sepulcro de piedra serrana, horadado antropomórficamente, sin tapa ni losa que lo recubriera. Viejos caracteres, similares pero no del todo iguales a letras latinas, horadaban los laterales del rústico sarcófago y en su interior reposaban los restos humanos de un antiguo guerrero, recubierto de cotas de planchas de hierro y yelmo de bronce, armado con la corta espada ibérica y protegido con un pequeño escudo circular que parecía estar amarrado a su torso.
El caudillo lusitano o vettón, pues de Viriato se trataba naturalmente, dormía el milenario sueño de los que dignamente y con honor habían luchado por la libertad de los suyos. Por ello, en perpetuo sigilo y con la máxima reserva, todos fuimos a rendirle nuestro homenaje y pleitesía, sintiéndonos extrañamente transportados entre neblinas espirituales a un lejano pasado que se nos hacía a cada momento más cercano y perturbador.
Entre la general omisión de la palabra y la parquedad de nuestros movimientos, nadie se alarmó cuando, emocionado, el abuelo Ernesto procedió ceremoniosamente a depositar el jarrón esmaltado, en realidad la urna funeraria con las cenizas de Anselmo, en el interior del sarcófago, entre los pies esqueletizados del rebelde. A continuación, tomó la guitarra, su propia guitarra, y la reclinó a la vera del sepulcro para de seguido extraer del interior de la caja de linternas una fina placa de mármol negro huecograbada, en la que pudimos leer y reconocer de un somero vistazo algunos de los versos de su «Canto a la Sierra de San Vicente». Enlazados todos en un encadenado abrazo, algunos sollozábamos y otros, sobrecogidos, sonreían con incontenible euforia.
Tras unos minutos de recogimiento, el abuelo nos hizo salir, despacio y calmosamente y allí, en el exterior, a la sombra de unas encinas cuyo número, tamaño y localización no sabríamos marcar nunca en un mapa, allí el abuelo sacó del bolsillo de su abrigo verde de caza una pequeña botella de vino. Escanció un poco sobre la laja curva de piedra, otro poco junto a las cepas de las encinas protectoras y otro en el coleto de su garganta y tras ello, brindó con voz queda y entre lágrimas: «Por el héroe, por Anselmo, por los míos, por los amigos ausentes, por todos nosotros………».
Volvimos a colocar la seca mata de chaparro ocultando la entrada y todos colaboramos en buscar más ramaje que pudiera ocultar las trazas de nuestras huellas. Hicimos el camino de retorno en busca del autocar del ¿rumano? con alegría pero en medio de una general circunspección que sólo ocultaba lo abrumados que nos sentíamos por convertirnos en los custodios de tan gran secreto. Ese secreto nunca hasta hoy ha sido revelado por ninguno de nosotros y sólo un consejo de familia ha permitido la difusión de su contenido.
Ernesto Sempere Villarrubia -poeta, escritor y compositor- falleció en Cardiel de los Montes (Toledo) el 13 de enero de 2005, rodeado de los suyos. Todos nosotros, y ante todo nuestra madre Otilia Luján Cuadrado, nos sentimos orgullosos de los protagonistas históricos o inventados de esta narración, quizás imaginada. El recuerdo vivo de nuestro padre y marido Ernesto es el vínculo que nos une al pasado sin rupturas y sin etapas, con plena conciencia de su imperecedera permanencia en el presente. Porque en él está vivo, ya que reside para siempre en nuestra memoria.
Post Scriptum: «La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados«. Jean Paul Richter