La mejor imagen de nuestra realidad social nos la regaló hace poco el príncipe Felipe, quien en una instantánea buñuelesca dio un saludo por limosna a una mendiga a las puertas de una iglesia. El azar se confabuló con el heredero para regalarnos el más poderoso símbolo de esta estafa monumental y suicida en la […]
La mejor imagen de nuestra realidad social nos la regaló hace poco el príncipe Felipe, quien en una instantánea buñuelesca dio un saludo por limosna a una mendiga a las puertas de una iglesia. El azar se confabuló con el heredero para regalarnos el más poderoso símbolo de esta estafa monumental y suicida en la que algunos, para supuestamente salvarnos, nos han hundido hasta los tobillos en el barro. La indigente que pide ayuda real y sólo encuentra un galante apretón de manos y la sonrisa dentífrica del que sabe que nunca le va a faltar de nada. La gente desangrándose, perdiendo casa, trabajo, salud, alegría y un futuro digno; y obteniendo por respuesta discursos vacuos y elitistas en forma de loas al optimismo y cantos contra la resignación; cuando no elogios directos a la reforma laboral, destructora de empleo estable, o a los incontables sacrificios de la clase trabajadora; como los que entre comilona y comilona acostumbra a hacer su padre.
Un príncipe que, satisfecho, sigue su camino, para continuar alentando ceremonioso a no dejarse llevar por el pesimismo, porque «fomentando lo positivo llegará la solución y bla bla bla» en la entrega de los premios que llevan su nombre, mientras muy cerca un hombre besa y se despide de sus niños, y acto seguido se tira del balcón desesperado ante su próximo desahucio. Quinientos desalojos diarios en España y ni una palabra sobre la injusticia social reinante; ninguna petición encaminada a que los legisladores aprueben una moratoria urgente para que los bancos cesen de despedazar a los ciudadanos y de destruir familias, echándolas a la calle, mientras acumulan con avaricia pisos vacíos y ayudas del Estado. Ni una mención a esos niños desahuciados que sufren y dibujan casas sin techo, exiliados en casas de familiares o de acogida.
Un príncipe saluda, sonríe y da la espalda, mientras a las puertas de una iglesia de Madrid queda atónita y con la mano vacía una mendiga. Con ella, todos los españoles que un día confiaron en sus instituciones y gobernantes y hoy padecen solos y desprotegidos esta maldita pesadilla real. Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.