Tras cinco décadas de guerra, Colombia está comenzando a transitar una nueva realidad luego de cuatro años de negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, en La Habana. El motor de la guerra fue la lucha por la tierra. Para los campesinos, la defensa de sus parcelas de autoconsumo era cuestión […]
Tras cinco décadas de guerra, Colombia está comenzando a transitar una nueva realidad luego de cuatro años de negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, en La Habana. El motor de la guerra fue la lucha por la tierra.
Para los campesinos, la defensa de sus parcelas de autoconsumo era cuestión de sobrevivencia. Para los terratenientes, la ampliación de la frontera agropecuaria estaba atada a la acumulación de capital, por ser una economía rentista de escasa inversión.
Desde la década de 1980, los cultivos de coca y los laboratorios para la elaboración de cocaína le dieron nuevos significados a la guerra.
La alianza entre narcotraficantes y militares llevó a la formación de grupos paramilitares que asesinaron entre 3.000 y 5.000 miembros de la Unión Patriótica (ligada a las FARC), entre ellos dos candidatos presidenciales, 13 diputados, 70 concejales y 11 alcaldes.
El fenómeno paramilitar provocó hondas mutaciones en la sociedad colombiana.
En las dos últimas décadas los campesinos perdieron más de seis millones de hectáreas (el 15 por ciento de la superficie agropecuaria) a manos de narcotraficantes y paramilitares que se han convertido en grandes terratenientes, ahora legalizados a través de la «desmovilización» pergeñada durante la presidencia de Álvaro Uribe.
La cuestión minera. Un tema ausente en las negociaciones de paz
La paz necesita un nuevo modelo de desarrollo. Los seis temas de la agenda de La Habana incluyen «Solución al problema de las drogas ilícitas» y «Política de desarrollo agrario integral», que pasa por la restitución de tierras a los campesinos.
Sin embargo, la llamada «locomotora minera», la principal propuesta del gobierno para el período que se abre, es la gran ausente en las negociaciones de paz.
En la X Feria Internacional Minera celebrada en setiembre de 2014 en Medellín, el viceministro de Minas y expresidente de la Cámara Colombianade Minería, César Díaz Guerrero declaró que «el sector llamado a ser el gran jugador en el posconflicto se llama minería».
El sector representa el 2,5 por ciento del PIB y permitiría resolver los problemas sociales: «No hay un municipio de Colombia donde no tengamos minería, eso nos permitiría desarrollar actividades mineras en todo el territorio para incorporar seguramente algunos reinsertados» (El Espectador, 18 de setiembre de 2014).
Para el sociólogo Alfredo Molano, uno de los más lúcidos analistas de las causas de la guerra, «hay dos horizontes contrapuestos: el campesino, modesto en escala, limitado en la acumulación de capital, pero estable desde el punto de vista social; y el minero empresarial, ambicioso, devastador y respaldado incondicionalmente por el gobierno» (El País, 2 de mayo de 2015).
En Colombia la minería a cielo abierto es una forma de guerra, que está siendo impulsada y protegida por los paramilitares. La coca ya no es el gran problema colombiano, sino la minería.
De las tres millones de hectáreas que integran el departamento del Cauca, dos millones están comprometidas en el desarrollo minero-energético, algo que inevitablemente va a afectar a la mayoritaria población rural.
Un tercio de la superficie del país sufre el mismo destino, siendo la minería aurífera la más problemática.
De la coca al oro. Más problemas y dramas para el campo
La minería tiene, en el caso colombiano, cuatro grandes problemas.
El primero es ambiental y debería estar fuera de discusión. El desarrollo de la minería amenaza al Macizo Colombiano (donde nacen los grandes ríos: el Magdalena, el Cauca, el Putumayo y el Caquetá) y surte el 70 por ciento de los acueductos del país.
Molano sostiene, en base a datos de la CEPAL, que el 48 por ciento del territorio se está desertificando, siendo uno de los tres más ricos del mundo en recursos hídricos.
El segundo es la nueva militarización de país, más profunda y sobre todo capilar, de la mano de los paramilitares.
De las 14.000 unidades de producción minera, el 63 por ciento son ilegales. Muchas son unidades artesanales tradicionales y de mediano porte.
Las bandas criminales «desmovilizadas», como Los Rastrojos, Los Urabeños y Águilas Verdes cobran «vacunas» en las minas -al dueño de la zona en excavación o al propietario de una retroexcavadora-, recaudando millones con la excusa de la «protección» que ofrecen a las explotaciones.
La tercera es la más compleja. Se trata del proceso de legalización y formalización de las explotaciones mineras, que perjudica a los artesanales y tradicionales y favorece a las transnacionales.
Un trabajo de Censat-Amigos de la Tierra sostiene que el gobierno implementa «la política de ordenar la casa para ordenar la repartición», con la entrega de 320 títulos mineros en un año por la Agencia Nacional Minera.
Los procesos de formalización son caros y muchos mineros no tienen acceso a ellos, por lo que el estado «se orienta a garantizar las mejores condiciones de rentabilidad y competitividad que según el gobierno residen en la gran minería» (1).
La caída de los precios de las commodities en el mercado mundial, y de los minerales en particular, empuja a economías rentistas como la colombiana a «incentivar la exploración y explotación con la intención de compensar con cantidad la tasa de ganancia que han dejado de percibir por precios».
Esta profundización de la minería conlleva la ampliación de la frontera extractiva, la flexibilización de la legislación ambiental y la eliminación de las acciones defensivas de las comunidades, como los procesos de consulta ciudadana.
Una locomotora que arrasa con todo. Hacia una nueva guerra de baja intensidad
Desde diciembre de 2014, por decreto presidencial, los concejos municipales y alcaldes quedan desautorizados para tomar decisiones de ordenamiento territorial como parte de una reingeniería institucional destinada a despejar el tránsito a la locomotora minera.
La cuarta, y decisiva, es el despojo y la violencia que la minería lleva a las poblaciones indígenas, negras y campesinas, las más afectadas por las décadas de guerra y ahora por la minería transnacional.
La experiencia en la región indica que esta minería a gran escala afecta el ambiente, contamina las aguas necesarias para la agricultura familiar y desgarra el tejido de las comunidades.
La minería es una guerra de baja intensidad contra los pueblos y un gigantesco negocio para estados y empresas.
Según el Banco Mundial, entre 2009 y 2012 los ingresos públicos generados por la minería en Colombia pasaron de 12 al 25 por ciento.
En los territorios, la megaminería dispara la prostitución, la deserción escolar, la emigración y los conflictos intracomunitarios.
Desde todo punto de vista, el tránsito de la coca al oro es un desafío para los pueblos y un palo en la rueda del proceso de paz.
Nota
(1) «De las ventajas corporativas a las zonas de sacrificio minero», Censat.org
Fuente: http://nicaraguaymasespanol.bl