A menudo se habla de izquierda política y de izquierda social, de sus diferencias y contradicciones, de la gran zanja existente entre ellas, pero en ningún momento se piensa que estamos haciendo un favor a las clases dominantes al usar estos conceptos. Toda izquierda es política, por ello, tal vez deberíamos hablar de izquierda cupular […]
A menudo se habla de izquierda política y de izquierda social, de sus diferencias y contradicciones, de la gran zanja existente entre ellas, pero en ningún momento se piensa que estamos haciendo un favor a las clases dominantes al usar estos conceptos. Toda izquierda es política, por ello, tal vez deberíamos hablar de izquierda cupular (lo que habitualmente llamamos «aparato») y de izquierda de base. Todas hacen política. La izquierda cupular, generalmente, a favor del mantenimiento de las estructuras sociales de dominio para preservar su supervivencia, la segunda, tratando de romper desde la base esas estructuras sociales. Por tanto, la gran zanja no existe entre la izquierda social y la política, sino entre la izquierda de base y la izquierda cupular. La izquierda de base, entre la que hay que incluir a muchos militantes de base (valga la redundancia) de las organizaciones clásicas, trabaja y lucha en la calle y está organizada en multitud de colectivos dispersos que necesitan de un proyecto político global capaz de coordinarlos, motivarlos y dinamizarlos. Es necesario tener una organización política que cumpla esa función, una organización que sea capaz de coordinar el trabajo en la calle con el trabajo institucional, una organización capaz de coordinar todos los movimientos hacía un objetivo común. Sin embargo, en estos momentos no existe esa organización. Las organizaciones clásicas están demostrando su incapacidad para cumplir esa función. Hasta hace bien poco podrían haber construido el necesario proyecto político global, sin embargo sus direcciones han caído reiterativamente en todos los errores posibles no sólo para no hacerlo, sino también para destruir cualquier movimiento en la calle. Las razones de esta debacle son claras:
En vez de fomentar la rebeldía y el espíritu de lucha han tratado en todo momento de encauzar las cosas hacía el terreno de la negociación cupular con el pretexto de preservar el aparato orgánico.[1]
Tienen una tendencia a ocupar pasivamente las instituciones existentes, sin luchar por modificarlas.
Han caído en las prácticas políticas tradicionales, siendo incapaces de desarrollar prácticas nuevas.
Han preferido el ambiente burocrático del aparato al trabajo de base .
Han usado el partido como trampolín para su ascenso personal.
No han respetado la autonomía de las organizaciones populares.
Han practicado el hegemonísmo en vez de buscar la hegemonía. El hegemonísmo es lo opuesto a la hegemonía. La hegemonía no tiene que ver con pretender imponer la dirección desde arriba, acaparando cargos e instrumentalizando a los demás, eso es lo más desmovilizador que existe. No se trata de instrumentalizar, sino, por el contrario, de sumar a todos los que estén convencidos y atraídos por el proyecto que se pretende realizar. Y sólo se suma si se respeta a los demás. El grado de hegemonía no puede medirse por la cantidad de cargos que se logren conquistar Se trata de ganar la conciencia de la gente no de acaparar cargos.
Han cometido durante años el error de pretender conducir los movimientos de masas desde arriba, por órdenes. No han entendido que la participación popular no es algo que se pueda decretar desde arriba. Sólo si se parte de las motivaciones de la gente, sólo si se le hace descubrir a ella misma la necesidad de realizar determinadas tareas, sólo si se gana su conciencia y su corazón, estas personas estarán dispuestas a comprometerse plenamente con las acciones que emprendan.
Se han perpetuado en el debate estéril y el tacticismo cupular olvidando el trabajo sobre lo concreto, menospreciando al mismo tiempo a los militantes que realizan trabajo de base pegados al terreno, considerando que cualquier movimiento en la base debería estar subordinado a sus intereses.
Multitud de movimientos populares, grandes y pequeños, más o menos extendidos, más o menos organizados están en marcha. El movimiento contra la guerra, el movimiento contra la globalización neoliberal, el movimiento ecologista, el movimiento por una vivienda digna, el movimiento contra el trabajo precario, movimientos ciudadanos de todo tipo (contra la privatización de la sanidad, contra la especulación, etc.), movimientos de defensa de los inmigrantes, movimiento por la memoria, etc., etc.…Todos ellos sin un proyecto político global que los aglutine, coordine y sea referente político de los mismos. Ninguno se ve reflejado en las actitudes de las cúpulas dirigentes mencionadas anteriormente que no hacen otra cosa que parasitar el trabajo de la base con el objetivo de ocupar espacios de poder interno en los aparatos burocráticos y cargos en las instituciones (salvo honrosas excepciones).
Todos tenemos la responsabilidad de cambiar la situación. Se hace más necesario que nunca iniciar, bien una refundación de las organizaciones clásicas que parta de abajo, sin aspiraciones copulares, pero sí capaz de exigir un cambio profundo que impida la existencia de esas cúpulas burocráticas, bien el proceso constituyente de una organización nueva. Tanto una solución como otra solo pueden darse partiendo de la construcción de un gran movimiento de base. No se puede seguir intentando construir desde arriba, hay que construir desde abajo. La única forma de destruir un aparato burocrático no es entrar en él -ya que eso termina provocando la cooptación por el mismo-, sino construir estructuras paralelas en la base.
Hoy más que nunca necesitamos una organización política que coordinando los distintos movimientos de base, sea capaz de generar un proyecto político global capaz de ilusionar. Necesitamos una organización de base, lo más horizontal posible. Debe ser una organización que fomente la rebeldía contra el sistema, que no negocie cupularmente, sino que exija cambios, capaz de movilizar, que forme cuadros para trabajar en la calle dinamizando los movimientos, que cuando trabaje en las instituciones lo haga provocando cortocircuitos en las mismas, bloqueando en la medida de sus fuerzas toda tendencia a privatizar, especular, limitar libertades o conculcar derechos, con cargos públicos que no se mimeticen con el sistema, sino que practiquen la rebeldía en las instituciones. Con dirigentes que combinen sus funciones con el trabajo de base, con limitaciones temporales en los cargos que ocupen, que respeten la autonomía de los movimientos, que entiendan que la hegemonía se consigue trabajando en la base y con capacidad de propuesta y no parasitando el trabajo de la base, ni acumulando cargos. Una organización política adaptada a los nuevos tiempos, hundiendo sus raíces en el pasado, capaz de mantenerse firme en los principios pero flexible en los métodos, ilusionando a las clases populares. En algún momento, los distintos movimientos deberán confluir, reunirse e intentar debatir sobre los objetivos a cubrir, sobre que sociedad deseamos, la forma de gobierno y las formas de organización económica y social a las que aspiramos. Hay que empezar a debatir sobre lo concreto, bien para que las organizaciones clásicas se refunden realmente sobre estas bases, bien para empezar a construir lo nuevo. O hacemos una refundación de lo que tenemos o, a muy corto plazo, tendremos que fundar la organización política que necesitamos.
Nota:
[1] Estos errores a los que hacen mención Marta Harnecker en su libro «La izquierda en el umbral del siglo XXI» han sido la tónica general en la forma de actuar por parte de los dirigentes en la mayor parte de los partidos de izquierda.