Con numerosas publicaciones en The International History Review, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea, L’Avenç, mientras tanto y www.rebelión. org, Andreu Espasa de la Fuente es doctor en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Nos […]
Con numerosas publicaciones en The International History Review, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea, L’Avenç, mientras tanto y www.rebelión. org, Andreu Espasa de la Fuente es doctor en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Nos centramos en esta conversación en su última publicación (Los libros de la Catarata, Barcelona, 2017), con prólogo de Aurora Bosch e introducción de Josep Fontana.
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Felicidades por el libro. Me centro en él en esta entrevista y aviso al lector/a que me voy a dejar mil novecientas diez preguntas en el tintero. No queda otra. Déjame explicar su estructura: prólogo, presentación, siete capítulos, un epílogo y bibliografía. 616 notas a pie de página, 11 páginas, a doble columna de bibliografía, ¿cuántos años de trabajo te ha costado este ensayo sobre Estados Unidos en la Guerra Civil española?
En primer lugar, muchas gracias por el interés y poder darme la oportunidad de poder hablar contigo sobre el libro. Esta obra es el producto de una larga investigación, que empezó en 2010 con el inicio de la tesis doctoral. Incluyendo varios intervalos de tiempo en los que no podía dedicarme a tiempo completo, me ha costado unos seis o siete años de trabajo. A parte del gran trabajo de investigación, debo confesar que también he invertido mucho esfuerzo en encontrar un estilo de redacción fluido y transparente. Ojalá lo note el lector.
Lo nota, se nota, yo mismo lo he notado. ¿De dónde y por qué tu interés por este tema?
En 2007, con los primeros indicios de la crisis, empecé a investigar sobre el presidente Roosevelt y su programa de reformas políticas y sociales, el llamado New Deal, las bases sobre las que se fundó la versión norteamericana del Estado del Bienestar. Los paralelismos entre la Gran Depresión de los años treinta y la Gran Recesión actual atraparon mi interés. En aquellos tiempos, escribí un breve trabajo sobre los intelectuales cercanos al Frente Popular estadounidense de la época, concretamente sobre Lewis Corey, Arthur Rosenberg y Max Lerner. Lo que en aquel momento me pareció más interesante eran sus propuestas para forjar alianzas antifascistas entre el movimiento obrero y la clase media progresista.
También me pareció interesante estudiar las dificultades específicas del «frentepopulismo» en Estados Unidos. La tradición política norteamericana tiene particularidades muy importantes. La más notable es la ausencia de un gran partido obrerista de raíces marxistas. Ante esta situación algo complicada, la izquierda norteamericana de la época tuvo que apoyar de forma externa al gobierno de Franklin D. Roosevelt, alguien que, por su trayectoria, muy difícilmente podría ser considerado de izquierdas. Sin embargo, como se sabe, la Administración Roosevelt se destacó por implantar reformas sociales profundas, que, con el tiempo, se han convertido en conquistas legislativas populares que ni cuarenta años de hegemonía neoliberal han logrado borrar del todo.
En política exterior, a Roosevelt se le identifica, con razón, como el presidente que lideró la contribución norteamericana a la derrota del fascismo internacional. En cualquier caso, como no podía ser de otra manera, el periodo «rooseveliano» tuvo sus claroscuros. Entre estos, sin duda, destaca su posición ante el conflicto español. Al impedir la venta de armas estadounidenses a la España republicana, la Administración Roosevelt tuvo que saltarse sus propias leyes de neutralidad y los principios básicos del derecho internacional. ¿Cómo era posible que el presidente más progresista del siglo XX estadounidense hubiera contribuido de una forma tan notoria al asesinato de la democracia en España? Esta pregunta guió los inicios de mi investigación.
¿Debemos seguir utilizando la expresión «Guerra civil española»? ¿Fue realmente una guerra civil?
Creo que todo el mundo está de acuerdo en que el conflicto fue, en muchos sentidos, una guerra civil. El problema es que no fue únicamente una guerra civil. Por eso la expresión «Guerra Civil española» es problemática, porque parece eclipsar la importancia de la dimensión internacional del conflicto. Aunque los motivos que provocaron el inicio de la guerra fueron eminentemente nacionales, la duración y el desenlace solo se pueden entender por los factores internacionales. Sin la ayuda de Hitler y Mussolini a Franco, la insurrección militar hubiera fracasado. Sin el auxilio de la Unión Soviética y de las Brigadas Internacionales a la República española, Madrid habría caído en el otoño de 1936. Más importante todavía, la Política de No Intervención de Francia, Reino Unido y Estados Unidos provocó un desequilibrio en el acceso al armamento militar que acabó aniquilando las posibilidades de victoria del bando republicano. De hecho, la expresión «Guerra Civil española» siempre ha convivido con otras expresiones que son, en términos históricos, algo más precisas. Yo mismo, en el libro, combino varias expresiones: «conflicto español», «guerra en España», «guerra de España», etc.
Sin embargo, no soy partidario de abandonar completamente «Guerra Civil española». Hay que tener en cuenta que la denominación de este tipo de conflicto muchas veces se explica por factores políticos y de memoria colectiva que no se pueden desdeñar. Pensemos, por ejemplo, en la historia de México e Irlanda. El conflicto militar en México durante la segunda década del siglo XX tuvo mucho de guerra civil, aunque también hubo una importante intervención exterior por parte de Estados Unidos, que contribuyó a definir el resultado final. Si hablamos de Revolución Mexicana y no de Guerra Civil mexicana, se debe, en gran parte, a que, por diversos motivos, casi nadie reivindicó el legado de Victoriano Huerta tras el conflicto. El caso irlandés sería el opuesto.
La Guerra Civil irlandesa (1922-1923) no fue un asunto puramente irlandés. El apoyo militar del Reino Unido al bando ganador fue crucial. La guerra dejó escindida a la sociedad durante décadas. Dos de los principales partidos irlandeses actuales, el Fianna Fáil y el Fine Gael, provienen de este conflicto. Es la perduración del conflicto en la memoria colectiva la que explica, en gran parte, que se hable de una «Guerra Civil irlandesa».
En España, el conflicto todavía provoca, ocho décadas después, importantes escisiones políticas y sociales, con lo que no deja de ser comprensible que la expresión «Guerra Civil española» siga siendo la más popular. En cualquier caso, tampoco soy muy partidario de las batallas nominalistas. Creo que las expresiones «Guerra Civil española» y «Guerra de España» pueden convivir de forma parecida al uso alternativo que hoy se da a «Guerra de Siria» y «Guerra Civil siriana».
La prologuista, Aurora Bosch, escribe: «Por otro lado, en lo que resulta su aportación más original: qué papel jugó en la evolución de la política exterior estadounidense y en la política del Buen Vecino la repercusión de la guerra en Latinoamérica, especialmente en el cambio de postura hacia España desde otoño de 1937. Esta es la conexión americana y, sobre todo, mexicana de la que habla el autor». ¿Está bien visto? ¿Esta es la aportación más original de tu investigación?
Sin duda, como bien señala Aurora Bosch, este no es el primer libro sobre el papel de Estados Unidos en el conflicto español. Ella misma publicó un libro importante sobre la cuestión hace poco años, que se sumó a los existentes hasta el momento, entre los que cabría destacar los de Dominic Tierney y Richard P. Traina. La novedad de mi libro es, en efecto, su enfoque americanista, concretamente el énfasis que se da a la influencia que tuvo América Latina en la política de la Administración Roosevelt hacia la España en guerra. En aquellos años, cuando Estados Unidos estaba atravesando un gran debate de política exterior en el que se debatía si era mejor consolidar la hegemonía continental o asumir el liderazgo mundial, la guerra en España se juzgó a partir de sus posibles consecuencias en América Latina.
A partir del otoño de 1937, Estados Unidos empieza a dudar de la conveniencia de mantener el embargo de armas contra España. Estas dudas tienen que ver con lo que está pasando en América Latina. El autogolpe de Vargas en Brasil -con la creación del llamado Estado Novo brasileño, de indudables resonancias fascistas- hace pensar que las potencias fascistas europeas pretenden extender su influencia geopolítica en el Hemisferio Occidental. En este caso, si Franco gana en España, se cree que Berlín y Roma tendrán un nuevo aliado útil para provocar insurrecciones parecidas en las repúblicas hispanoamericanas, que, por razones obvias, mantienen unos lazos de afinidad cultural y lingüística que las hace más vulnerables a la influencia franquista. Desde entonces, Washington se planteará en numerosas ocasiones la necesidad de terminar con el embargo de armas contra España para evitar una victoria franquista.
Josep Fontana abre su introducción con estas palabras: «Solemos identificar a Franklin D. Roosevelt con el New Deal, esto es, con la política interior que salvó la paz social en los Estados Unidos en una época de crisis: pero su actuación en el campo de la política exterior fue tal vez más transcendente». Sé que hemos hablado de ello anteriormente pero déjame insistir. En este ámbito, en el de la política exterior, ¿estuvo Roosevelt a la altura de las circunstancias? ¿Lo estuvo en el caso español? Una cita con la que abres el libro, de Louis Fischer (de 1941), señala alguna crítica no menor. La de George Seldes, de 1970, es aún más rotunda: «fue Roosevelt, más que cualquier otro individuo, el responsable, a través del embargo de armas, de la destrucción de la República española. Probablemente fue el mayor error que cometió el presidente, uno de los más grandes errores de la historia».
En efecto, está es la clave del interés de este episodio histórico. Como bien dice Fontana, la política exterior de Roosevelt fue, como mínimo, tan trascendental como su política interior. Conviene recordar que, a finales de los años treinta, había una fuerte corriente de opinión en Estados Unidos, el llamado «aislacionismo», que era visceralmente contraria a la idea de reeditar la alianza con los dos grandes imperios democráticos del momento, Francia y Gran Bretaña. El mismo Roosevelt tuvo que gobernar en sus primeros años respetando los principales aspectos del programa aislacionista: no pidió el ingreso en Sociedad de Naciones, intentó no provocar excesivamente a Tokio y, en el ámbito europeo, combinó una actitud de aparente distancia ante el aumento de las tensiones intereuropeas con un apoyo indirecto a las políticas de París y Londres. Washington no se quería comprometer a una defensa militar del statu quo en Europa. Un ejemplo significativo de esta actitud fue la respuesta de Estados Unidos a la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi en marzo de 1938. Washington cerró la embajada en Viena para abrir un consulado general -una forma encubierta de reconocimiento diplomático- y trasladó a las autoridades de Berlín su principal preocupación: ¿Quién asumiría a partir de entonces la deuda del Estado austríaco?
Sin embargo, a finales de los años treinta, sobre todo después de los Acuerdos de Múnich de otoño de 1938, Roosevelt hizo un gran esfuerzo para reorientar la política exterior estadounidense hacia un mayor confrontación con las potencias del Eje. Para lograrlo, tuvo que hacer frente a una enorme oposición interna, una oposición ideológicamente diversa que iba más allá de los círculos conservadores. Hay una novela de Philip Roth, La conjura contra América, que retrata de una forma muy interesante y verosímil una hipótesis de escenario histórico contrafactual: ¿Qué hubiera pasado si Roosevelt hubiera perdido las elecciones de 1940 contra un candidato del movimiento aislacionista America First? Dada la popularidad del antisemitismo en los Estados Unidos de los treinta -en aquel entonces, las principales universidades privadas limitaban el acceso de estudiantes judíos-, no se puede descartar que Washington hubiera permanecido al margen de los intentos para derrotar al fascismo internacional.
Este cambio en la política exterior de Estados Unidos, esta tensión entre el internacionalismo liberal y el «aislacionismo continental» -continental en el sentido de que nadie proponía aislar a Estados Unidos del mundo, sino limitar sus objetivos geopolíticos al continente americano-, esta transición, decíamos, es lo que David S. Haglund llamó en su momento «la transformación del pensamiento estratégico estadounidense». En este proceso de cambio, la España en guerra jugaría un papel decisivo y trágico. Por un lado, fue el último episodio importante en el que Washington adoptó una actitud comprensiva hacia las demandas y los engaños de las potencias fascistas. Por el otro, gracias al ejemplo de España y a sus temidas consecuencias en los países de América Latina -principalmente, en México-, Roosevelt aprendió ciertas lecciones sobre lo que no debía volver a pasar y, sobre todo, encontró una línea argumentativa de síntesis para superar el aparente bloqueo del debate geopolítico del momento. Gracias a España, Roosevelt podía hacer pedagogía sobre lo que implicaba la amenaza fascista europea en América Latina. A partir de la potencial amenaza del surgimiento de nuevos «Francos» latinoamericanos dirigidos por Berlín y Roma, el problema ya no era elegir entre ser el líder de las Américas o una nueva potencia mundial. Según este nuevo escenario, lo que estaba en juego era la seguridad nacional. Si no se enfrentaba a las potencias fascistas en Europa, más pronto que tarde Estados Unidos tendría que defender su frontera de conflictos militares inspirados en el eficaz ejemplo español. Intervenir en Europa se convirtió en un requisito para la seguridad en las Américas.
El primer capítulo se titula: «La diplomacia norteamericana de entreguerras». ¿Quiénes fueron los máximos responsables? ¿Cuáles fueron sus finalidades más importantes en ese período? ¿Los diplomáticos eran, como señalas, políticos frustrados?
Los diplomáticos estadounidenses de los años veinte y treinta del siglo XX tenían algunas características especiales. Por un lado, como en la mayoría de países, la carrera diplomática era un feudo de las élites económicas. En el caso concreto de Estados Unidos, este hecho solía venir reforzado por las peculiaridades del sistema político norteamericano. Al fin y al cabo, aunque plagado de sesgos de clase y de raza, los Estados Unidos de la época no dejaban de ser un sistema bastante democrático, en el que los líderes parlamentarios tenían que pasar por la prueba del voto popular. Esto tenía el efecto de reforzar la tendencia a convertir el Departamento de Estado en un refugio de las élites. Los hijos de la clase alta, educados en las prestigiosas y exclusivas universidades del Ivy League de la Costa Este, pasaban por una dura y frustrante experiencia cuando intentaban hacer carrera política. Muchos de ellos no podían disimular su origen social de cuna dorada. Su aspecto y sus modales los hacían poco atractivos para la contienda electoral. Al fracasar en su intento de ser elegidos por las urnas, se refugiaban en la carrera diplomática como una forma alternativa y segura de hacer política sin tener que competir en la arena de la confrontación democrática.
Los años de entreguerras fueron años muy importantes en la historia de la diplomacia estadounidense. En esta época, se profesionalizó definitivamente la carrera diplomática, con lo que se aseguró que, independientemente de quien ganara las elecciones, la diplomacia norteamericana podía seguir unos consensos básicos que serían ejecutados por unos profesionales comprometidos y experimentados. Además, también fue un importante periodo de transición. Tras la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos era la primera potencia económica. Sin embargo, se mostraba reacia a asumir un liderazgo claro a nivel geopolítico. En vez de implicarse en Sociedad de Naciones y coordinarse con el resto de potencias vencedoras, la diplomacia norteamericana se concentró en la promoción de la inversión extranjera y del comercio internacional. Se creía que, para asegurar la prosperidad estadounidense y favorecer la causa de la paz mundial, las naciones debían estrechar sus vínculos comerciales. Según la llamada «teoría liberal de la paz», la mejor forma de evitar las guerras era bajando las tarifas arancelarias. A mayor comercio internacional, se decía, mayor amistad entre los gobiernos del mundo. Entre los máximos responsables de esta política, habría que señalar al republicano Henry L. Stimson (secretario de Estado con Hoover) y al demócrata Cordell Hull (el sucesor de Stimson en la Administración Roosevelt). Los dos, a pesar de numerosas diferencias, estaban comprometidos con la teoría liberal de la paz y con el combate a las tendencias aislacionistas en la sociedad y en el Congreso. El aspecto progresista de este modo de entender las relaciones internacionales era la apuesta por un mundo relativamente desarmado, en el que la competencia por la hegemonía mundial se definiría por la capacidad de penetración económica en el exterior, no por el tamaño de los ejércitos. Conviene recordar que, en el periodo de entreguerras, Estados Unidos tenía un ejército de tamaño reducido.
¿El anticomunismo impregnaba esa política? ¿Era importante el movimiento comunista norteamericano en esos momentos? ¿Antes de la caza de brujas y del intento, parcialmente conseguido, de destrucción de la izquierda estadounidense?
Sin duda. La política exterior norteamericana del periodo de entreguerras también se debe entender como una respuesta al desafío soviético. Incluso antes de finalizar la Primera Guerra Mundial, la Administración Wilson estaba muy condicionada por su voluntad de contener y aplastar el experimento bolchevique. Cuando los revolucionarios rusos recién llegados al poder denuncian los tratados secretos entre las potencias aliadas, Wilson responde con unos objetivos de guerra claros, los famosos 14 puntos (los cuales inspirarán, veinte años después, los 13 puntos del gobierno de Juan Negrín). Con el fin de la guerra, Wilson y los soviéticos se disputan también la bandera del derecho a la autodeterminación para ganarse la opinión pública mundial, tal y como ha señalado acertadamente el historiador Erez Manela. La promoción de la inversión extranjera y del comercio internacional en los años veinte también forma parte de la apuesta para reducir los riesgos de nuevas revoluciones en el mundo.
Al fracasar la intervención aliada en la Guerra Civil rusa, los Estados Unidos no dejan de intentar aislar a los soviéticos. En los años veinte, Washington tiende a interpretar cualquier desafío nacionalista en América Latina -por ejemplo, la revuelta de Sandino en Nicaragua- como el resultado de una maniobra encubierta de los soviéticos. El anticomunismo del Departamento de Estado queda reforzado por la llamada Ley Rogers de 1924, por la que, entre otras cosas, se crea una escuela diplomática en la que los alumnos reciben un fuerte adoctrinamiento anticomunista. Cuando Roosevelt llega a la presidencia en 1933, rompe parcialmente con la política seguida en los años veinte y reconoce diplomáticamente al gobierno de Moscú. El cambio está motivado por la conciencia de que los intentos de aislar a los soviéticos han fracasado -de hecho, los comunistas en el poder parecen más consolidados que nunca- y por la esperanza de que la apertura del mercado soviético podría ayudar a superar la crisis económica que sufre Estados Unidos. Sin embargo, muy pronto las relaciones entre ambos países vuelven a congelarse, principalmente por el disgusto que creó en Washington la presencia de delegados norteamericanos en el congreso de la Internacional Comunista en agosto de 1935 en Moscú y por la insistencia de la Administración Roosevelt en el cobro de las deudas contraídas por el régimen zarista.
El sentimiento anticomunista en Estados Unidos se debía, en parte, a una percepción exagerada de la fuerza real de los comunistas norteamericanos. Sin embargo, lo que sí estaba justificado era el pánico de las élites por la oleada de huelgas que vivió el país justo al finalizar la Primera Guerra Mundial. En 1919, un muy joven Franklin D. Roosevelt, en aquel tiempo subsecretario de la Marina con Wilson, llegó a proponer un servicio militar obligatorio permanente como medio para combatir la amenaza comunista. De hecho, aunque es muy famosa la caza de brujas encarnada por el senador McCarthy a principios de los años cincuenta, lo cierto es que la primera caza de brujas se dio en 1919, con las Redadas Palmer, que implicaron la deportación de cientos de extranjeros acusados de subversivos. Entonces el sentimiento anticomunista estaba parcialmente animado por un fuerte sentimiento xenófobo contra los inmigrantes europeos del Este y del Sur de Europa: en 1924 se aprobaría la primera gran ley de inmigración con cuotas restrictivas en función del origen nacional. Para el conservadurismo estadounidense, los comunistas también representaban una inquietante impugnación al sistema de dominación racial. El Partido Comunista de los Estados Unidos fue, de hecho, la primera organización política predominantemente blanca que otorgaba un carácter prioritario a la lucha contra la discriminación racial. Sobre los primeros años del Partido Comunista, es recomendable ver el retrato que se hace en la película Reds (1981) de Warren Beatty, basada en la vida del célebre periodista comunista John Reed.
A finales de los años treinta, el Partido Comunista logra llegar al cenit de su influencia en la sociedad norteamericana. En aquellos años, los comunistas alcanzan una notable influencia en el movimiento obrero, entre los estudiantes politizados y en amplios sectores intelectuales y artísticos. Es bien conocida la importancia que llegaron a tener entre los guionistas comunistas de Hollywood. La influencia de la izquierda norteamericana en el mundo de la cultura llegó a ser tan fuerte que, según el historiador Michael Denning, se necesitó una «guerra civil cultural» -así define Denning a la caza de brujas de McCarthy- para poder erradicarla de forma definitiva.
Varios factores favorecieron este crecimiento. Por un lado, la Gran Depresión sacudió fuertemente a la población trabajadora y supuso un serio desprestigio para la ideología capitalista. Además, la estrategia «frentepopulista» aprobada por la Internacional Comunista en 1935 encajaba muy bien con las necesidades y peculiaridades del movimiento progresista estadounidense. La defensa de las libertades democráticas y de la unidad contra el fascismo resultaban muy apropiadas para un país cuya identidad nacional estaba basada teóricamente en valores republicanos e ilustrados. En este contexto, el activismo a favor de la democracia española jugó un papel muy importante. Ya fuera en las colectas humanitarias para enviar comida y medicinas, en las campañas políticas para derogar el embargo impuesto por la Administración Roosevelt o en los esfuerzos por reclutar voluntarios para la Brigada Lincoln, los comunistas demostraron un gran compromiso y eficiencia militantes, lo que sin duda contribuyó a aumentar su prestigio entre la izquierda y romper con su anterior aislamiento sectario. También es muy importante tener en cuenta que la solidaridad con la España republicana les permitió ensayar una nueva forma de hacer política que iba más allá del mundo del trabajo. Los comunistas lograron implicar a los sectores de la clase media progresista a través del North American Committee to Aid Spanish Democracy (NACASD), una plataforma de asociaciones liderada por un obispo metodista, Francis J. McConnell. A través de la solidaridad con España, los comunistas pudieron demostrar que su nuevo compromiso con la defensa de la democracia parlamentaria no era meramente retórico. También pusieron en práctica su discurso antirracista. Aunque es un hecho poco conocido, lo cierto es que España ocupa un lugar relevante en la historia de las relaciones raciales de Estados Unidos. Fue en la Brigada Lincoln donde, por primera vez, oficiales afroamericanos tuvieron bajo sus órdenes a soldados blancos estadounidenses.
Hablas en el apartado final del nacimiento de los appeasement en Europa y en Estados Unidos. Te pregunto sobre ello a continuación. Un descanso para nosotros y para el lector.
De acuerdo. Descansemos.
Fuente: El Viejo Topo, noviembre de 2017
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.