El pasado 21 de octubre Jordi Escuer y Jesús María Pérez, miembros de la Coordinadora de IU en Madrid, publicaron un artículo en Rebelión titulado «La democracia consecuente es el único camino«. En mi opinión su escrito refleja de alguna manera la postura generalizada de la dirigencia de la nueva izquierda española ante el proceso […]
El pasado 21 de octubre Jordi Escuer y Jesús María Pérez, miembros de la Coordinadora de IU en Madrid, publicaron un artículo en Rebelión titulado «La democracia consecuente es el único camino«. En mi opinión su escrito refleja de alguna manera la postura generalizada de la dirigencia de la nueva izquierda española ante el proceso independentista catalán. Por ello me parece interesante intentar rebatir los argumentos de ese artículo en un ensayo de enmendar la estrategia de las organizaciones de la nueva izquierda sobre este problema.
En primer lugar, me van a permitir los lectores que utilice el término nueva izquierda o neoizquierda en lugar del de izquierda a secas, pues parto de la base de que las nuevas organizaciones y los nuevos dirigentes de izquierda (surgidos muchos tras las protestas del 15-M) son fundamental y esencialmente distintos de las organizaciones y dirigentes de la antigua izquierda (a pesar de que algunas siglas se mantengan), cosa en la que abundaré un poco más adelante.
Por cuestión de método voy a dividir mi texto en dos partes. En primer lugar identificaré los errores de diagnóstico de que el texto de Jordi Escuer y Jesús María Pérez adolece, errores fruto de una perspectiva ideológica más que discutible y de una carencia de método de análisis adecuados; y por otro lado, de ahí deduciré los errores políticos de su propuesta de actuación respecto al proceso catalán.
El artículo de Escuer y Pérez destaca por la utilización de eso que Ernesto Laclau llamaba «significantes vacíos» o «flotantes» y que con anterioridad a él todos llamábamos «palabras grandilocuentes». Términos tan rotundos como «estado democrático», «nación», «estado plurinacional», «reglas democráticas», «fortaleza democrática», «presos políticos», «derecho a decidir», «izquierda transformadora», etc., que no quieren decir nada y a la vez lo quieren decir todo, depende de cómo, cuándo, quién y para qué se utiliceni. No en vano Laclau es una referencia para algunos de los más destacados dirigentes de estos nuevos grupos de izquierda. Lástima que el pensador argentino acabara por rechazar la lucha de clases como principal antagonismo en el seno de la sociedad. Y eso se nota en los análisis de Escuer y Pérez, y en general de toda le neoizquierda española: el análisis de clase brilla por su ausencia y se asume acríticamente otro tipo de perspectivas más acorde con el pensamiento burgués o simplemente con una operativa oportunista. Concretemos.
Dice nuestro dúo de autores: «Un Estado democrático y sus leyes tienen la obligación de dar cauce a las aspiraciones de la ciudadanía«. No define lo que es un estado democrático ni tampoco lo que es la «ciudadanía«. Pero este segundo término coloca las cosas en su sitio: está hablando de la democracia burguesa, es decir de esta democracia burguesa en la que vivimos todos y en el seno de la cual se está planteando el proceso independentista. Supongo que Escuer y Pérez admitirán que esta proposición la puede suscribir cualquier liberal de pro, como por ejemplo Albert Rivera y sus compañeros de partido. Para ellos, al parecer, existen los ciudadanos como sujeto político, no las clases sociales; o por lo menos estas últimas no son tan relevantes como los primeros. Todos somos iguales, Ana Botín y el cajero de cualquier sucursal del Banco de Santander. Para ellos las aspiraciones de la ciudadanía parecen ser uniformes, porque la ciudadanía al parecer lo es. Laclau de nuevo, sólo que éste habla de pueblo y Rivera, Escuer y Pérez de ciudadanía. Para ellos ¿podrían ser las mismas las «aspiraciones» del señor Jaume Roures que las de sus empleados?, ¿las de las familias Sumarroca, Font Fabregó o Carulla que la de los obreros empleados por ellas? Yo pienso que no. No ya las «aspiraciones» (término también ambiguo), sino sus intereses son fundamentalmente antagónicos. Escuer y Pérez me podrán decir que efectivamente hay un buen número de burgueses que están en contra del proceso. Por supuesto; yo pienso que la mayoría. Y a lo mejor aquí está una de las claves en las que nuestra pareja no se ha detenido. ¿Por qué una parte de la burguesía catalana, pequeña eso sí, está a favor de la independencia de Cataluña?, ¿por idealismo, por patriotismo?, ¿por qué otra parte no lo está?, ¿porque son unos fascistasii?; ¿se han detenido a considerar todo ello?, porque para Escuer y Pérez parece que los intereses de la burguesía no existen. Y vaya si existen, aunque Escuer y Pérez no mencionen ni una sola vez la palabra burgués o burguesía. He de detenerme en el hecho de que los articulistas sí hablan de la clase trabajadora. No la mencionan demasiado la verdad, pero parece ser que en sus análisis existe. Incluso reconocen que «un sector muy importante de la clase trabajadora no quiere la independencia«. En eso estamos de acuerdo. De hecho la mayoría de los indicios apuntan a que ese «sector muy importante» constituye la mayoría de la clase trabajadora. Pero no vamos a ser rotundos en esto. Añaden los autores que ese sector muy importante de la clase obrera tiene «argumentos de peso» y «legítimos» para estar contra la independencia. Lástima que estos dirigentes de Izquierda Unida no se hagan eco de esos argumentos de peso y legítimos de la clase obrera. Quizá es que no les interesen, quizá es que ya a la nueva dirigencia de la nueva Izquierda Unida de Madridiii los argumentos de peso y legítimos de la clase obrera no merecen ser difundidos ni defendidos. Por lo que sí parecen apostar Escuer y Pérez es por «abordar un debate a fondo sobre la importancia de defender el derecho a decidir y unirlo a un programa de transformación social que recoja las aspiraciones de la clase trabajadora«. Traduciré está frase para los que no han militado en organización política alguna: lo que se precisa es convencer a la clase trabajadora de que «el derecho a decidir» (es decir el referéndum, y por lo tanto el proceso, cuando no la independencia) es un avance en las posiciones de defensa de los intereses de la clase trabajadora; por lo tanto, que Izquierda Unida debe convencer a la clase trabajadora de que hay que apoyar un referéndum sobre la independencia de Cataluña porque conviene a los intereses de la clase trabajadora. Lo que no dicen Escuer y Pérez es cómo se vinculan ambas cosas. Y es que cuando en una organización política la militancia discrepa de sus dirigentes, o cuando sus simpatizantes discrepan de la organización, siempre aparece alguien del aparato que propone «abrir un debate», que no es más que un intento por convencer a la militancia o a los simpatizantes de algo con lo que ni los militantes ni los simpatizantes están de acuerdo. Lo que me parece más triste en Escuer y Pérez y en general en toda la neoizquieda española (Podemos, Más País, Comunes, etc., etc., etc.) es que los que han iniciado, promovido, alentado y financiado este proceso independentista son precisamente los que han atacado ferozmente y con una saña superlativa los intereses de la clase trabajadora catalana, y de paso de la española, vía apoyo parlamentario a las leyes nacionalesiv. Pero esos son los aliados de la nueva izquierda, los enemigos de la clase trabajadora, de la catalana, y de la del resto de España. Y con esas ruedas de molino nos quieren hacer comulgar a los trabajadores.
Pero sigamos. Dice nuestra pareja de pensadores que «La movilización masiva en Cataluña reclamando poder ejercer el derecho de autodeterminación no ha encontrado, por parte del Estado español, ningún camino para poder hacer realidad sus aspiraciones. Sólo ha encontrado la cárcel» Aquí encontramos varios de los argumentos fuertes de los favorables al proceso; el principal, el derecho de autodeterminación. Recordando que el concepto de democracia de que ellos hablan es la burguesa debemos recordar que siguiendo la lógica de la misma, el Estado democrático de que ella surge se ha de deber a la voluntad de sus ciudadanos, a la «ciudadanía» (tal y como Escuer y Pérez arguyen), expresada en mayorías, se ha de suponer; y no a la de sólo una parte minoritaria de esa ciudadanía. Por lo tanto, las aspiraciones a las que debe dar cauce, entre las que parece encontrarse el famoso derecho de autodeterminación, serían las de sus mayorías no las de sus minorías, con todo el respeto que un Estado de tal cariz pueda y deba tener hacia las minorías; y lo que no se podrá negar es que ese supuesto derecho de autodeterminación la reclama una minoría menguante de la ciudadaníav de una parte territorial minoritaria del Estado español. Así que, si lo expresan de esa manera, Escuer y Pérez no llegarán muy lejos, pues supongo que no negarán estos autores el derecho que tiene la mayoría de la ciudadanía española a pronunciarse sobre cualquier aspecto que le afecte, y a la mayoría de la población catalana a no pronunciarse en absoluto. ¿O quizá es que los derechos sólo los pueden tener una parte de la ciudadanía y la otra parte no? ¿O es que lo que pretenden Escuer y Pérez es que la minoría imponga a la mayoría todos y cada uno de sus planteamientos? Por otro lado, si la voluntad del Estado es la de sus ciudadanos, esta se refleja en sus leyes, y en los tratados internacionales que firma el Estado, y como todo jurista sabe, el derecho de autodeterminación, por voluntad de la ciudadanía de ese Estado, no cabe en el caso de Cataluña, ni en el caso de Cartagena, ni en el de ninguna parte del territorio españolvi. Pero es que además sabemos, y Escuer y Pérez también, que la mayor parte de la «ciudadanía» catalana se opone a la independencia; por tanto resulta falaz el mecanismo argumental de convertir «movilizaciones masivas», que por supuesto existen, en «aspiraciones de la ciudadanía». Más bien yo soy de la opinión de que esas movilizaciones masivas (en algunos casos no tan masivas como nos quieren hacer creer) son fruto, no sólo de un descontento político (que por supuesto no negaré), sino de una organización muy eficaz, de una financiación muy bien lubricada (en la mayor parte extraída de los impuestos de todos, sean independentistas o no), y de unas campañas mediáticas más dignas de otro tipo de regímenes.
Pero además la afirmación de que esa movilización masiva sólo ha encontrado la cárcel como respuesta es también falsa. Las negociaciones entre los representantes del gobierno español y los políticos nacionalistas (cuyas posturas han ido cambiando a lo largo del tiempo, recordémoslo, lo cual hace difícil cualquier diálogo, cuando no negociación), han sido continuas y permanentes desde que se planteó la famosa reforma del Estatuto (reforma por cierto que fue aprobada con una participación electoral inferior al 50%, dato que se oculta una y otra vez; y quizá tan baja participación debería hacer reflexionar a tan vehementes dirigentes de la neoizquierda, porque quizá la reforma del Estatuto no interesaba más que a los nacionalistas, y la independencia quizá también). Pero claro, negociar, como sabe todo el mundo, no es acordar. Y lo que los nacionalistas no pueden exigir es el acuerdo, ni por supuesto reclamar lo que no se puede dar. Pero negociar, se ha negociado hasta la extenuación, y a cada falta de acuerdo, los nacionalistas endurecían sus posturas y demandas, por lo que el acuerdo se hacía cada vez más difícil, cuando no imposible. Comenzaron con la reforma del Estatuto, luego con el concierto económico, luego con el referéndum y ahora con la independencia; y la neoizquierda siempre detrás, sin aparecer más que como un eco, y abandonando a la clase trabajadora y sus intereses. Por tanto, la falta de acuerdo debería achacarse a quien endurece cada vez más sus posiciones, no a una contraparte que no ha hecho tal cosa. En definitiva, la cárcel no ha sido la única respuesta a esas movilizaciones, ni mucho menos. Además de que la cárcel ha sido respuesta sólo para aquellos dirigentes independentistas que han delinquido; no para los demás.
Esto enlaza con la calificación de políticos a los condenados por el proceso, calificación que yo creo incorrecta. Sorprende que a estas alturas unos dirigentes políticos utilicen tan a la ligera determinados términos; al final acabarán también por vaciarlos de significado. Recordemos, no a los autores del artículo que aquí se comenta, sino a los lectores, que una persona puede infringir el código penal por diferentes motivosvii. Pueden ser éstos económicos, pueden ser personales, pueden ser políticos o de cualquier otra índole. Así, una persona puede atentar contra otra por una deuda, por una discusión deportiva, o porque la víctima pertenezca a una organización política opuesta. Pero lo que se juzga no son los motivos, sino el hecho mismo del atentado. En este caso ocurre exactamente lo mismo. Junqueras y compañía han infringido el código penal y se les condena por ello, no por su motivación. Por lo tanto no son presos políticos, sino comunes.
Las contradicciones de las argumentaciones de Escuer y Pérez llegan a un punto en que se vuelven contrarias a sus conclusiones cuando defienden que la sentencia reciente del Tribunal Supremo puede esgrimirse para acusar a los activistas que se oponen a los desahucios. O no saben leer o nos quieren confundir. Porque la sedición supone un «alzamiento público y tumultuario«, cosa que no ocurre cuando se quiere impedir un desahucio. Y si se llega a calificar de sedición la oposición de un grupo de personas a la ejecución de un desahucio, lo único que se demostraría con ello es que el tipo penal aplicado a Junqueras y los suyos no era el más adecuado, evidentemente por su extrema levedad.
Otra de las ficciones de Escuer y Pérez es dar por sentado que el nacionalismo español está alentando un ambiente casi irrespirable. No dice dónde, pero entenderé que es en Cataluña, ya que en el resto de España la calma es total al respecto. Que existe un ambiente irrespirable no lo pondré en cuestión (quizá me parezca algo exagerado, pero démoslo por bueno); pero quien ha ejercido las coacciones, la violencia, los saqueos, las malversaciones de fondos, los acosos en domicilios particulares, las acusaciones de que España (no el gobierno ni el estado, sino el país) roba a los catalanes, los asaltos al parlamento catalán, el destrozo de las calles en Barcelona, el desprecio institucional hacia el idioma que hablan todos los catalanes, la apropiación del espacio público y del espacio institucional (lo que significa la expulsión de los demás de esos mismos espacios), el cierre de la frontera, la retirada de nombres de calles dedicadas a poetas sospechosos de «enemigos» (aunque bastante amigos de la clase trabajadora, por cierto), e incluso la conspiración para realizar sabotajes ha sido obra de los independentistas catalanes, con la colaboración a veces de la neoizquierda. La aportación de los «nacionalistas españoles» en crear ese clima irrespirable ha sido casi nula. En este sentido Escuer y Pérez no sólo mienten sino que quieren identificar oposición a la independencia con nacionalismo español, identidad que no es tal. Lo cual no quiere decir que no exista el nacionalismo español y que no esté actuando en este conflicto. Pero lo que se deduce de esta afirmación de Escuer y Pérez es que ellos piensan que podríamos estar ante el choque de dos nacionalismos, el español y el catalán, cuando no ocurre tal cosa. Lo que se opone al proceso no es sólo el nacionalismo español, sino casi todo el espectro sociológico antiindependentista, el cual cubre una miríada de sensibilidades, opiniones y proyectos muy diferentes, entre el que hay que considerar, como afirman estos dirigentes de IU, una parte muy importante de la clase obrera.
Pero abandonemos ya la colección de contradicciones, errores, inexactitudes y ocultamientos de Escuer y Pérez y por extensión del independentismo catalán y de la neoizquierda española. Vayamos a las consecuencias políticas (o quizá a las causas, porque a veces se confunden) de todo ello.
El problema reside en que la neoizquierda ha asumido planteamientos ajenos a la clase obrera porque ha abandonado los instrumentos analíticos que inspiró históricamente el movimiento obrero; y ello por una simple razón, porque la nueva izquierda no forma parte de la clase trabajadora, ni constituye un conjunto de organizaciones que emanen de la clase trabajadora, ni de la catalana ni de la del resto de España. Y en cuanto a las antiguas organizaciones que en su momento emanaron de ella (PCE, PSUC, IU), han sido tomadas (cuando no simplemente sacrificadas, caso PSUC), para subordinarlas a las nuevas organizaciones políticas, que no son sino meros instrumentos político-electorales pequeñoburgueses que niegan que los conflictos e intereses de clase (y en concreto el conflicto entre la burguesía y la clase trabajadora) sean el motor fundamental de la batalla social y por ende política; organizaciones en los que domina una serie de próceres políticos mediáticos y demagogos, cuyo esquema mental está más cerca del radicalismo idealista pequeñoburgués, y como pequeñoburgueses actúan, intentando pastorear a la masa obrera desorganizada, asumiendo un papel de pedagogos y benefactores sociales. Sólo desde estas posturas se puede entender este posicionamiento de la neoizquierda ante un conflicto (el catalán) que no es fruto del enfrentamiento entre la burguesía y la clase trabajadora (sean catalanas o del resto de España), sino que más bien de un conflicto en el seno de la misma burguesía española, y más en concreto en el seno de la burguesía catalana. Todo ello trufado por el descontento de una pequeña burguesía catalana que ve con miedo su ubicación en una sociedad capitalista en crisis que pone en cuestión su papel y su acomodo. Si a ello se le suma un clientelismo atroz de una administración regional hipertrofiada, que se traduce entre otras cosas en una lluvia de millones a ciertos medios de control social (controlados por la propia burguesía, naturalmente), unas campañas de propaganda en los medios públicos catalanes intensísimas, un descontento obrero fruto del ataque que esa misma burguesía catalana y no catalana realiza contra las clases trabajadoras, descontento que se ha dirigido, merced a esas campañas y a esos medios y merced también a la neoizquierda, no contra su verdadero enemigo, la burguesía, sino contra la organización territorial del Estado y por extensión contra la población castellano-parlante de Cataluña y en general del resto de Españaviii, nos encontramos con una situación no solo explosiva sino casi inmanejable políticamente.
Afortunadamente la clase obrera catalana es más sensata que su presunta dirigencia y todavía se siente parte integrante de la clase obrera española. Afortunadamente, una gran parte de esa clase, por no decir la mayoría, se abstiene del aventurerismo independentista. Pero por desgracia, carece de verdadera representación política; y lo que es más grave, de organización política. La responsabilidad de la neoizquierda en acorralar a cientos de miles de personas y a un gobierno y un parlamento regionales en un callejón sin salida ha sido enorme. Y debe trabajar para salir de él porque hay muchas razones para ello, pero la más importante es que los intereses de la clase obrera española (y como integrante de ella, de la catalana) no van por ese camino.
Notas:
i La teorización sobre los significantes vacíos la desarrolla Laclau en Emancipación y diferencia. Argentina, Ariel, 1996.
ii Otro significante de moda entre la neoizquierda y que ésta ha conseguido, a diferencia de las otras, no llenar sino vaciar de sentido para dotarle de otro completamente distinto al original.
iii En junio de 2015, los dirigentes federales de IU expulsan a IU de Madrid y con ella a todos sus militantes. El pretexto: el asunto de las tarjetas opacas de Caja Madrid. El motivo real: la oposición de la dirigencia y de la militancia madrileñas a confluir con las nuevas organizaciones de izquierda en las elecciones municipales y autonómicas; es decir, a ceder la dirección de la representación política de una parte de la clase obrera madrileña a la neoizquierda. El instrumento elegido para esta operación política: los grupos mediáticos burgueses, fundamental aunque no exclusivamente, los capitaneados por el señor Jaume Roures.
iv El señor Torra y sus correligionarios (es decir la antigua Convergencia Democrática de Cataluña, que ahora se ha transmutado en Juntos por Cataluña), apoyaron la reforma laboral de 2012. Sólo por poner un ejemplo.
v En las elecciones generales de abril de 2019, las fuerzas que apoyaban el referéndum sumaban algo más del 51 % de los votos válidos, los cuales fueron aproximadamente un 77’50 % del censo electoral, es decir que los favorables al referéndum alcanzan el 39% del censo electoral.
vi El derecho de autodeterminación amparado por los tratados internacionales limitan el alcance de este principio estableciendo que todo intento encaminado a quebrantar la unidad nacional y territorial de un país es contrario a los propósitos y principios de las Naciones Unidas, y sólo cabe cuando un territorio tiene una relación colonial respecto a otro, lo cual no es el caso; y si lo fuera Escuer y Pérez deberían decir por qué.
vii Un código penal, por cierto, que no debe de ser muy injusto cuando los grupos políticos que hoy se afanan por la independencia votaron a su favor en las Cortes Generales; me refiero a ERC y a CiU (es decir a lo que hoy es Juntos por Cataluña). O sea que a los independentista se les ha juzgado con una normas aprobadas por ellos mismos.
viii Recordemos que Torra no tenía empacho en llamar bestias a los catalanes castellano-parlantes. Recordemos las acusaciones de los dirigentes de ERC en que se afirmaba que España (no el Estado español ni el Gobierno español) expoliaba a Cataluña (no a la Generalidad ni a la Comunidad Autónoma), o las proclamas de Puigdemont contra «los invasores».
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