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Entrevista a Manuel Cañada sobre La dignidad, última trinchera (I)

«La palabra dignidad ha condensado la rebeldía y las esperanzas de los movimientos populares, del 15M a las Marchas del 22 de marzo»

Fuentes: El viejo topo

Manuel Cañada (Badajoz, 1962) es educador social. Ha trabajado en el campo, la construcción, la hostelería, el telemárketing, como técnico de educación infantil y en educación de adultos. Militante del PCE desde los 17 años y de CCOO desde 1980, fue secretario general del PCE de Extremadura desde 1992 hasta 1995 y Coordinador general de […]

Manuel Cañada (Badajoz, 1962) es educador social. Ha trabajado en el campo, la construcción, la hostelería, el telemárketing, como técnico de educación infantil y en educación de adultos. Militante del PCE desde los 17 años y de CCOO desde 1980, fue secretario general del PCE de Extremadura desde 1992 hasta 1995 y Coordinador general de IU Extremadura entre 1995 y 2003. Desde 2003, su militancia se centra en los movimientos sociales, especialmente en los relacionados con la lucha contra el paro y la precariedad. Milita, desde su constitución en 2013, en el «Frente Cívico Somos Mayoría». Ha publicado numerosos artículos en eldiario.es, rebelión, Nuestra Bandera y El Viejo Topo. Es también autor de La huelga más larga, un ensayo sobre la huelga y posterior resistencia de los yeseros de Badajoz. Para este entrevistador, es todo un ejemplo de activista honesto, coherente y entregado, sin cartas institucionales escondidas de promoción social. Una excelente persona en el decir de Machado y Brecht.

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Nos centramos, si te parece, en tu último libro. Hablas de dignidad. ¿Qué es la dignidad? ¿Quiénes son dignos?

La dignidad es un sentimiento revolucionario, podríamos decir, parafraseando la conocida expresión que utilizó Marx refiriéndose a la vergüenza. La dignidad es un motor de transformación individual y colectiva, una conmoción de la conciencia a partir de la cual se alza la autonomía moral y política. No quiero, no soy un esclavo, en mi hambre mando yo, como le espetara el jornalero andaluz a un señorito en los años de la II República, rechazando los dos duros que le daba para que votase al cacique de turno.

«El lenguaje, al igual que cualquier madre, lo sabe todo», decía John Berger. La dignidad, como todos los conceptos filosófico-políticos es una idea esencialmente histórica, que condensa significados de distintas épocas. Hunde sus raíces en la reflexión sobre la especificidad de la naturaleza humana que se hace desde la antigüedad, vinculando el concepto al de racionalidad y libertad (la «Oda al ser humano», que recita el coro de Antígona, por ejemplo). Y durante siglos se utilizó con un sentido similar al de honor, como en la obra de Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea: «Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios», dice Pedro Crespo, el labrador acomodado, padre de Isabel, la joven que ha sido violada por un capitán del ejército.

Pero será a partir de la revolución francesa y, sobre todo, después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando la palabra dignidad adquiera los perfiles con los que hoy la identificamos. Desde entonces, la condición de ciudadano irá desplazando a la de súbdito y la noción de dignidad se vinculará progresivamente con la de derechos humanos. «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en dignidad y derechos», afirma la declaración aprobada en 1948, levantada a modo de empalizada, tras la segunda guerra mundial, contra la barbarie que supuso el fascismo. La dignidad pasa a ser sinónimo del reconocimiento y de la aplicación de los derechos humanos -de todos, de los políticos y de los sociales- que han de protegerse «a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión», como se afirma en la solemne proclama.

El concepto dignidad ha ido ascendiendo a los textos legales y constituciones de la mano de las luchas populares, que la han convertido no ya en meta u objetivo, sino también en camino, en fuerza motriz. «El proletariado que no quiera dejarse tratar como canalla, necesita de su coraje y de su dignidad más todavía que de su pan», escribirá Marx en 1847.

Una cita-reflexión de Marx poco citada, poco recordada.

«Aquí estamos, somos la dignidad rebelde, el corazón olvidado de la patria», afirmará el subcomandante Marcos en 1994, anunciando la irrupción del movimiento zapatista. La bandera de la dignidad se convierte en la energía propulsora, en el origen de la dignidad misma.

En España, durante el terremoto social que hemos vivido en los últimos años, la palabra dignidad ha condensado la rebeldía y las esperanzas de los movimientos populares, del 15M a las Marchas del 22 de marzo. La dignidad ha emergido como el grito de lucha frente a la miseria, la injusticia y la humillación en las innumerables variantes urdidas desde el poder: la vergüenza de los desahucios, la degradación del paro, el envilecimiento de la doble y hasta triple escala salarial, la afrenta de no poderle comprar los libros de texto a los hijos, la denigración de tener que estar localizable las 24 horas del día para poder trabajar en un contrato de mierda a tiempo parcial, la deshonra de tener que ir a los bancos de alimentos, el desdén de tener que andar esperando 16 meses la respuesta a una solicitud de renta mínima de inserción, el «que se jodan» vomitado a los parados por una diputada del PP, el llanto de la madre que tiene que estirar la leche echándole agua, la postración sistemática en las oficinas de empleo y los servicios sociales, el sometimiento a las leyes mordazas…

Frente a la presunta «dignidad de los honores, de la etiqueta y de la jerarquía, de los que tienen plata y el protocolo más la pleitesía», como decía burlonamente Benedetti refiriéndose a los ladrones de cuello blanco que suelen detentar el poder, se ha alzado la otra, la auténtica dignidad: «la dignidad de la pobreza, la que se lleva inscrita en el pellejo», «la dignidad de los leales, la de quienes no cambian sus raíces por las alas ni exigen el cilicio ni la alfombra».

Dignidad es una de las palabras que debemos rescatar y afirmar, recreando permanentemente su significado desde abajo. Como afirma Marina Garcés, la idea de dignidad «es difícilmente secuestrable. Acoge y moviliza palabras como ‘libertad’, ‘igualdad’ y ‘fraternidad’. Proporciona un lugar desde donde pensar. Se vive o no se vive». La lucha de y por la dignidad construye un nosotros, convierte el mal individual en resistencia colectiva y nos permite enfrentarnos a la precarización sistemática organizada por el poder.

¿Por qué hablas de última trinchera? ¿Estamos en guerra? ¿En qué guerra?

Sí, claro que estamos en una guerra, aunque no esté declarada. Una guerra social, la guerra del capitalismo contra la humanidad y, si me apuras, contra la propia vida. El capitalismo está mutando, nos adentramos a marchas aceleradas en el «momento Polanyi», como le gusta decir a Manolo Monereo, aludiendo a las tesis del antropólogo austríaco. El neoliberalismo es violencia condensada, institucionalizada. Lo que ocurre es que en muchas ocasiones esa violencia «ya no destruye desde fuera del propio individuo. Lo hace desde dentro y provoca depresión o cáncer», por decirlo con las palabras de Byung-Chul Han.

Tomemos simplemente dos datos de esa guerra sorda, el que hace referencia a las muertes en el Mediterráneo y el de los suicidios en España. El año pasado murieron ahogados 5.000 inmigrantes en su intento por llegar a las costas de Europa, un 25% más de víctimas que en el año anterior. La plácida bañera de Ulises se ha convertido en un brutal -y silenciado- naufragio de sangre.

Y el otro dato, estremecedor también: una media de 10 suicidios por día en nuestro país. Ya es la primera causa de muerte no natural en España, por delante de los accidentes de tráfico. Quizás haya muy pocos indicadores del desastre social en el que nos encontramos, un sensor que nos habla del intenso sufrimiento al que se está sometiendo al conjunto de la población y muy especialmente a las clases populares.

Las profecías distópicas que anunciara Susan George en Informe Lugano, aquel temprano ensayo sobre las consecuencias posibles de la globalización, están cumpliéndose con exactitud asombrosa.

Sí, tienes razón. Parecía imposible pero George acertó de pleno.

Ella hablaba de cómo «la prescindibilidad» ascendería en la escala social. Y por aquellas mismas fechas, en 1999, Saramago afirmaba que «lo que se está preparando en nuestro planeta es un mundo para el disfrute de los ricos. A unos mil quinientos millones de seres humanos -entre el veinte o el veinticinco por ciento de la población- se les considera desechables». El mundo se va llenando de prescindibles, de desechables, de «vidas desperdiciadas», de población sobrante. Aunque no lo parezca, la supresión de la tarjeta sanitaria a millones de personas, la instauración del copago farmacéutico incluso a parados sin prestación, los recortes en los sistemas públicos de salud o la eliminación de las ayudas de dependencia, nos hablan de la guerra social en curso.

Es, como decía Paco Fernández Buey en una hermosa intervención con motivo de una marcha contra el paro, «como si la noria de la historia hubiera vuelto a los tiempos del capitalismo salvaje», «como si el trabajo del hombre y de la mujer trabajadora fuera sólo esto: fuerza de trabajo, ejército de trabajo disponible: sin reconocimiento de la dignidad personal, sin historia». Por eso es tan importante cavar las trincheras de la dignidad, porque sólo desde ahí seremos capaces de organizarnos, de levantar un movimiento a la altura del envite.

Negar la condición de mercancía, dar valor a nuestras vidas, ese es el indispensable punto de partida. Me gusta mucho la última película de Ken Loach, «Yo Daniel Blake».

A mí también. Una de las mejores en mi opinión.

Cualquier parado de larga duración de nuestro país se identificará fácilmente con el protagonista, un carpintero inglés de 59 años que ha perdido el empleo y acude a solicitar el subsidio. El calvario de las oficinas de empleo y de los servicios sociales, la maraña burocrática aplasta-pobres, nos resultan familiares. La película termina con una estremecedora carta: «No soy un cliente, ni un consumidor, ni un usuario del servicio. No soy un gandul, ni un mendigo ni un ladrón. No soy un número de la Seguridad Social o un expediente. Siempre pagué mis deudas hasta el último céntimo y estoy orgulloso. No acepto ni busco caridad. Me llamo Daniel Blake, soy una persona, no un perro, y como tal exijo mis derechos. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano, nada más y nada menos».

El prólogo del libro está escrito por Julio Anguita. ¿Por qué pensaste en él?

El prólogo de Julio Anguita es para mí un inmenso honor, un enorme privilegio por muchas razones, pero destacaría sobre todo dos de ellas. Primero porque es la persona que más ha influido en mi formación política, ha sido y es un maestro y un hermano de lucha. Ayer en IU y hoy en el Frente Cívico.

Pero además porque, en mi opinión, Julio es uno de los militantes, de los revolucionarios más virtuosos que ha parido este país en mucho tiempo. Es un ejemplo constante de dignidad y lealtad a su pueblo, de lucidez y honradez. En definitiva, un espejo donde mirarse y una brújula contra el extravío y los cantos de sirena.

La primera vez que vi a Julio Anguita fue en el X Congreso del PCE (julio de 1981). Yo era un chaval de 19 años y recuerdo cómo me impactó -a mí como a tantos compañeros- aquel hereje, que hablaba de Gramsci en su intervención como portavoz de la minoría. Por cierto, de un Gramsci que tenía poco que ver con la versión paniaguada del eurocomunismo. Luego fue creciendo aquella figura tan extraña, aquel alcalde tan ajeno al incienso de la transición que peregrinaba explicando el presupuesto pizarra en mano por los barrios de Córdoba, que se enfrentaba al obispo o al rey. Y desde su elección como secretario general del PCE en 1988 he tenido la fortuna de haber compartido camino y vendavales con Julio, sobre todo desde mis responsabilidades orgánicas en Extremadura.

A Julio Anguita le gusta mucho utilizar la metáfora del junco, indicando con ella la orientación estratégica deseable para una formación política que aspira a transformar la realidad, es decir que ha de ser, al mismo tiempo, flexible y firme. Creo que la imagen le define a él mismo: dúctil pero indomable. Siempre ha demostrado, como dice Juan Andrade, «la voluntad de no ceder a las presiones del sentido común institucionalizado y de no temer al vacío mediático». Las bondades de Anguita son muchas, pero, de entre todas, me gustaría subrayar su apertura constante a la alianza con otros, su sensibilidad a las nuevas experiencias de lucha y el rechazo hacia el corporativismo político.

El epílogo lleva la firma del historiador Juan Andrade. La misma pregunta: ¿por qué Juan Andrade?

Lo que decía respecto de Julio es, en cierta medida, atribuible también a Juan. Me precio de ser amigo y compañero de fatigas de ambos. En mi opinión, representan lo mejor del pasado, del presente y del futuro en la piel de toro. Y, por otra parte, la garantía de que el libro al menos cuenta con algunas páginas que merecen la pena.

Juan es capaz de fundir, de manera nada frecuente, rigor y radicalidad. Es, sin duda alguna, uno de los mejores intelectuales con los que cuenta nuestro país, que amasa en sus libros, artículos e intervenciones la finura y el compromiso, el aprecio a los matices y el arrojo disidente.

Los tres libros que ha publicado hasta ahora son, cada uno de ellos, piezas magistrales. El primero, El PCE y el PSOE en (la) transición, se ha convertido ya en una referencia indiscutible para cualquiera que pretenda analizar ese período histórico con profundidad y afán crítico. Atraco a la memoria, el libro en el que hace un recorrido sobre la vida política de Julio Anguita, es otro ejemplo de saber hacer, en el que combina de modo original la entrevista, la contextualización histórica y el análisis político. La última de las obras que ha coordinado, 1917 La revolución rusa cien años después, es otra muestra del estilo de trabajo de Juan Andrade, sólido y al mismo tiempo innovador. Nada que ver con el gremio corporativo de la historia al uso, que pontifica desde sus «poltronas objetivas», que trata la historia como una disciplina anticuaria. Juan hace una historia viva, reflexiva, en diálogo con la filosofía o la literatura, vinculada a los debates y necesidades fundamentales del presente.

Y para mí, además, Juan representa una forma de entender el compromiso que nos previene frente a los atajos del activismo y del oportunismo. Contar con un epílogo escrito por él constituye, también, otro obsequio impagable y una gran alegría.

Por último, también me gustaría agradecer la aportación de Paco Garabato, el autor de la portada…

Me he olvidado, tienes razón. Disculpas.

Paco es un artista militante de una generosidad extraordinaria. Y de una valía que todavía no ha sido reconocida. Eduardo Galeano solía decir que «si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, como mucho hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo». Si Paco estuviera en la villa y corte merodeando a los poderosos -como es, por desgracia, extendida costumbre- y no en Extremadura y al lado de los movimientos de lucha, tendría todas las puertas del «mundo de la cultura» abiertas de par en par. Pero Paco ha decidido ligar su arte al destino de la gente que sufre y pelea. Y, además, sabe que el artista verdadero se forja «basculando entre el dolor y la belleza», «entre el ir y venir constante de él a los otros; a medio camino de la belleza, sin la que no puede vivir, y de la comunidad, de la que no puede desarraigarse», como decía Albert Camus.

Dedicas el libro a Nela, Ernesto y Carmen, faros y aliento permanente, y a los militantes de los Campamentos Dignidad. ¿Qué son esos Campamentos Dignidad? ¿Cómo surgió el nombre?

Los Campamentos Dignidad son un movimiento por los derechos sociales que nacieron en Extremadura en febrero de 2013. Son una de las creaciones más originales de la clase obrera en estas tierras, «una anomalía salvaje», un árbol bravío que se ha alzado en los páramos de Extremadura, desafiando al mismo tiempo el clientelismo del poder y las prácticas rutinarias políticas y sindicales, que casi siempre acaban llegando a la conclusión de que el paro y la precariedad son «inorganizables». Y que parecen condenadas a girar eternamente alrededor de la noria del «clasemedianismo».

Los Campamentos Dignidad nacieron alrededor de tres reivindicaciones, la renta básica universal, la creación de empleo y la oposición a los desahucios de vivienda, ya fuera esta pública o privada. Desde entonces han seguido ampliando su ámbito de intervención (pobreza energética, apertura de comedores escolares, precariedad laboral…). Son un espacio de empoderamiento muy presente en la vida de algunos de los barrios más machacados de las ciudades extremeñas, un movimiento con una fuerte base comunitaria, que aúna el conflicto, la pedagogía y la vida cotidiana.

El nombre surgió la noche del 20 de febrero, día en el que irrumpió el primero de los Campamentos, en Mérida. Recuerdo que aquella noche, rodeados de policía que no sabríamos si al final desmantelaría la acampada, unas setenta personas debatíamos cómo le llamábamos a aquella criatura que pugnaba por nacer. Había una emoción enorme, era como si todos intuyéramos que, en ese gesto de desobediencia balbuceaba algo nuevo, que bebía de luchas anteriores pero rompía también con el repertorio ritual. Era una acampada, como el 15M, movimiento en el que habíamos participado algunos de nosotros. Pero la acampada nacía en la puerta de la oficina de empleo y con la participación de gente de las barriadas, con personas que portaban otra indignación distinta. Era una especie de 15M obrero, empeñado en organizar el Sí se puede de los parados, de la gente más humilde. «Campamento de los parados», propuso un compañero; «Ciudad de los parados», planteó otro. Y, como en el poema de Neruda, «una callada sílaba iba ardiendo/congregando la rosa clandestina», fue creciendo el rumor de una palabra: Dignidad. Creo que fue el compañero Ramón Carbonell quien lo propuso, aunque otros dicen que fue Mila Ranz o quizás fuera Manolo Pineda…

El fantasma de Kant, sin saberlo, estuvo allí aquella noche. «Las cosas tienen un valor relativo al que llamamos precio, pero las personas tienen un valor absoluto en sí mismas al que llamamos dignidad». El Campamento nacía allí, en los eriales del INEM, uno de los lugares emblemáticos donde el ser humano deviene mercancía, donde miles de personas paradas «sudan para adentro su secreción de sangre rehusada» (César Vallejo). Aquella palabra, dignidad, nos daría cobijo durante ochenta días y, desde entonces, acompañará al movimiento como acicate permanente.

También dedicas el libro a «las personas que luchan desde abajo». ¿Y qué personas luchan desde abajo? ¿Cuándo se lucha «desde abajo»? La expresión, como sabes, le era muy querida a Francisco Fernández Buey en sus últimos años.

«Arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor». Tu pregunta me trae a la memoria esa letra de la Internacional nada canónica pero, como sabes, muy extendida entre la gente obrera hasta los años setenta. El tenedor, como recuerda Sergio Molino en La España vacía, es un utensilio que entró tardíamente en España y asociado siempre a las clases dominantes. Yo les escuché cantar esta versión a mis padres, siempre con una media sonrisa, sarcásticos pero orgullosos en el fondo, de haber atravesado la densa prohibición que pesaba sobre aquella canción aunque fuera con ese formato.

Los de abajo son los oprimidos y oprimidas de cada época, con independencia del utensilio del que se valgan para comer. Pero la dedicatoria la hice pensando sobre todo en unas oprimidas y unos oprimidos muy específicos, aquellos que sufren el paro, la pobreza o la precariedad ahora y luchan desde ahí. Las Marchas de la Dignidad o la Marea Básica son dos buenos ejemplos de ello. Movimientos construidos desde la base, que no han contado ni cuentan con demasiados focos mediáticos y que se fajan con las realidades más duras.

¿De qué altavoces ha dispuesto la huelga de las trabajadoras de Bershka? ¿En qué periódico informan de la lucha de las kellys? ¿Quiénes se han enterado de que cuatro personas de Málaga y Granada, Paco Vega, Demetrio Cano, Mario Arias y Feliciana Mora, han mantenido una durísima huelga de hambre exigiendo la renta básica que contempla el Estatuto de Andalucía? ¿En qué televisión ha salido la acampada de la Plataforma de Afectados por la Crisis (PAC) de Badalona? ¿Quién se ha enterado de que desde hace meses se mantiene una acampada de la pobreza en Vigo? A todos ellos está dedicado este libro pues, además, son los auténticos inductores del mismo, quienes le dan sentido.

Para Juan Carlos Rodríguez -el profesor granadino fallecido recientemente- pensar desde abajo quería decir, pensar desde la explotación, no desde el yo-pobre diablo correveidile, sino desde el yo-histórico.

Es hermoso -y comparto- tu homenaje a Juan Carlos Rodríguez.

Pero, si ese pensamiento aspira a la transformación de la realidad, necesita hacerlo con los de abajo, con las luchas y clases populares. Creo que a eso se refiere también Paco Fernández Buey y de ahí su permanente imbricación con los movimientos sociales. «Hay que volver a poner el acento en la atención a la principal de las fuerzas productivas, la baza de trabajo llamada hombre. Esto es lo que nos permitirá hacer realidad una sugerencia muchas veces repetida, desde hace décadas, entre los trabajadores: hacernos personas a pesar del capital«. Estas hermosas palabras son de él y fueron pronunciadas en la concentración final de la Marcha contra el paro», como sabes bien, en la marcha obrera y ciudadana que mencioné anteriormente, que recorrió toda Cataluña en abril de 1996. Pensar desde abajo es pensar desde la clase de los de abajo y hacerlo, siempre que se pueda, con la lucha y la reflexión de los de abajo, nutriéndose de ella y nutriéndola al mismo tiempo.

La introducción lleva por título: «Pequeños ojos de agua». ¿Qué pequeños ojos de agua son esos? Te pregunto ahora por ellos.

Cuando quieras.

 

Fuente: El Viejo Topo, marzo de 2018.