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La pandemia, la soledad y la muerte

Fuentes: Rebelión

Y ahora Martita está sola. Está sola allí en la cama, con toda su muerte. Yo nunca había pensado en eso. Matar a alguien es mandarlo a que esté solo.

Rafael Bernal

El príncipe Siddhartha […] crece protegido en un mundo de lujo y felicidad, intocado por la decadencia del mundo externo. Aunque vive en un parque de placer, donde todo viso de sufrimiento ha sido esfumado, cuatro días sucesivos toma su carro por el bosque y se encuentra con un hombre viejo, un enfermo, un cadáver y un monje en austeridad. El príncipe entonces tiene un atisbo de lo que será su doctrina, notando que existe el sufrimiento, pero que tal vez sea posible vencerlo.

Alejandro Martínez Gallardo. “La preciosa historia de cómo Buda llegó a la iluminación”

La pandemia del COVID 19 y la ya muy larga cuarentena y medidas de distanciamiento social impuestas para combatirlo están provocando cambios en la economía, las relaciones laborales, la educación, el entretenimiento y en todos los ámbitos de la vida social cuya magnitud apenas estamos vislumbrando. Sin embargo, quizá el mayor cambio puede darse en nuestra concepción de la muerte y, paralelamente, en nuestra concepción de la vida.

Hace casi 40 años, en 1982, el sociólogo Norbert Elias publicó La soledad de los moribundos (FCE, 2012), obra en la que hace un agudo análisis de la manera en que nos enfrentamos a la muerte en las sociedades contemporáneas. Desde entonces, las tendencias que él vislumbró no han hecho más que acentuarse y hoy con la pandemia se han acelerado hasta hacerse estridentes.

A grandes rasgos, su planteamiento es el siguiente. En las sociedades actuales, al menos en las del llamado Primer Mundo, los adelantos de la medicina y el alto grado de pacificación, o de convivencia civilizada, han aumentado la esperanza de vida a niveles que jamás hubieran imaginado las generaciones pasadas. Si en la Edad Media o aún en el Renacimiento un hombre de cuarenta años ya era casi un anciano, hoy una persona de esa edad casi entra en la categoría de joven pues aún le quedan treinta años de vida, o más. Enfermedades que en otros siglos diezmaron pueblos enteros hoy son curables o al menos tratables con un éxito considerable. Por otro lado, al menos en los países más ricos ha podido establecerse un Estado que efectivamente monopoliza el uso de la fuerza, desterrando o al menos minimizando el peligro de morir violentamente. Sigue existiendo el crimen, por supuesto, pero riesgo de una muerte violenta es incomparablemente bajo al de sociedades pasadas donde la guerra, el despojo y la rapiña eran lo común y no la excepción, sociedades donde hasta la más mínima disputa entre particulares se zanjaba mediante las armas y la fuerza. Entonces, las posibilidades de una muerte inesperada y súbita, sea por enfermedad o violencia, han disminuido al mínimo. Quizá el mayor riesgo de una muerte repentina en estas sociedades desarrolladas sean los accidentes, especialmente los automovilísticos, y los desastres naturales como sismos e inundaciones.

Vale la pena aclarar, Elías dice que esa es la situación de los países desarrollados y de ninguna manera pasa por alto que hay naciones sumidas en la miseria que todavía son azotadas por enfermedades y epidemias, que hay pueblos desgarrados por guerras y conflictos internos o por una delincuencia incontenible. Su diagnóstico se circunscribe a los países ricos y quizá pueda extenderse a las grandes ciudades o algunas zonas de los países pobres.

En las sociedades desarrolladas, en suma, “La vida se hace más larga, la muerte se aplaza más. Ya no es cotidiana la contemplación de moribundos y de muertos. Resulta más fácil olvidarse de la muerte en el normal vivir cotidiano” (p. 29). Tanto hemos alejado la muerte de nuestra cotidianeidad y de nuestro pensamiento, dice Elías, que ya no sabemos cómo tratar con ella y, aún más, ya no sabemos cómo tratar con los moribundos.

En otros tiempos las personas agonizaban en casa, rodeados de sus familiares, para quienes este tipo de procesos eran algo normal. Morir era entonces, dice Elías, un evento mucho más colectivo hoy. En los tiempos actuales, en cambio, los moribundos son sacados de su entorno familiar y confinados en habitaciones de hospital, los vínculos con sus seres queridos, familiares y amigos, se ven reducidos a horarios estrictos y en muchas ocasiones mueren solos o, si acaso, rodeados del personal médico, es decir, de extraños. Pero este el aislamiento no se da solamente cuando ha empezado el proceso de la agonía, que puede durar horas, días, semanas o meses; sino que se da desde que empieza la enfermedad o la vejez que poco a poco va incapacitando a las personas y rompiendo sus lazos sociales; los enfermos y los ancianos son confinados en una habitación de la propia casa, en un hospital o un asilo. Este es el hecho terrible sobre el que llama la atención Elias: el aislamiento de los enfermos, los viejos y los moribundos, la ruptura de los lazos con las personas que aman y le dan sentido a su vida. Este aislamiento significa desterrarlos de la comunidad humana justamente cuando más la necesitan, cuando se encuentran débiles, tristes y asustados; consumidos por el dolor o aterrorizados ante la muerte que se avecina. “Para los moribundos puede resultar bastante amargo”, dice Elias, “Se sienten abandonados mientras aún están vivos” (p. 49).

Evidentemente, hay razones médicas para este hecho: se podría argüir que la hospitalización permite un tratamiento del enfermo que sería imposible proporcionarle en su domicilio. Por otro lado, que sean profesionales quienes se ocupen de los enfermos parece parte de la imparable división social del trabajo, la cual redunda en una especialización y efectividad mayores. Dando esto por cierto, paralelamente existen otras razones sobre las que nuestro autor llama la atención y son las que ya mencionamos: en la sociedad actual las personas no sabemos cómo tratar con la muerte, con la de las personas que amamos, o con las que simplemente convivimos, y mucho menos con la propia. En nuestros tiempos se ha desarrollado un verdadero tabú en torno a la muerte, parece de mal gusto mencionarla seriamente en una charla entre amigos o familiares, e incluso se trata por todos los medios de ocultarla a los niños. Presenciar la muerte de los otros es una anticipación de nuestra propia muerte y ésta, la consciencia de nuestra finitud, ha sido duramente reprimida en la sociedad actual; esta es la otra razón del aislamiento de los moribundos y los enfermos. Por último, el empuje “informalizador” de los tiempos actuales, yo lo llamaría de secularización y desacralización del mundo, nos ha quitado la mayoría de los rituales y ceremonias que nos ofrecían fórmulas socialmente válidas de comportarnos ante la muerte, la de los otros y la propia. Con el mínimo de pautas sociales, hoy no sabemos qué hacer ante quién se está despidiendo de la vida, sentimos un gran embarazo y por ello la opción ha sido relegarlos, ocultarlos, dejar que se ocupen de ello profesionales. Hasta aquí el planteamiento de Norbert Elias, resumido, o parafraseado, mejor dicho, con algo de libertad.

Pues bien, la pandemia del COVID 19 acentúa algunas de las tendencias señaladas por Elias y rompe con otras, pero en la peor combinación posible.

En primer lugar, la pandemia ha hecho que incluso en las sociedades del llamado Primer Mundo vuelva a ser real y tangible el peligro de una muerte inesperada e inevitable. La zozobra e inseguridad de la vida que es propia de sociedades heridas por la guerra, la miseria y la delincuencia ha inundado países donde la gente vivía con tranquilidad y sosiego; ahora ya es imposible ignorar la muerte, olvidarla, conjurarla de nuestra vida cotidiana; el conteo diario de decesos y el fallecimiento de personas cercanas lo hace imposible. La muerte, ocultada y reprimida, ha vuelto para reclamar sus fueros, tanto en países ricos y como en países pobres. La pandemia ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de las grandes potencias y de la humanidad entera.

Sin embargo, este retorno de la muerte no ha traído aparejado un tratamiento más humano, más familiar e íntimo de los moribundos sino todo lo contrario. La virulencia del SARS CoV 2 ha impuesto un aislamiento estricto de los pacientes graves, acentuando con ello la soledad de los moribundos. Según varios testimonios, lo más terrible para los familiares de alguien que ha fallecido por COVID es que una vez que ingresaron al hospital, jamás los volvieron a ver, ya no se les permitió ninguna visita y no pudieron despedirse de ellos. La soledad en la que mueren los pacientes de COVID es absoluta pues en muchas otras enfermedades el proceso de hospitalización gradual o incluso programado, y en muchas ocasiones las visitas se permiten hasta el último día. Para los vivos tampoco hay oportunidad despedirse.[1]

Pero así como Elias señalaba que el proceso de aislamiento no empieza con la agonía sino mucho antes, con la enfermedad; en estos momentos el aislamiento no empieza con la hospitalización de la persona enferma de COVID sino que se ha entronizado como imperativo social. Algunas personas que perdieron a alguien ni siquiera tuvieron la oportunidad de ver a su familiar el día que fue hospitalizado sino que llevaban semanas sin verlos, sin visitarlos, por la cuarentena. Adicionalmente, se ha desatado cierto pánico colectivo: las personas con familiares infectados son vistas como un foco de infección y condenadas a un mayor aislamiento. Este es otro punto notable: con la cuarentena no solamente los moribundos son condenados a la soledad; también los vivos son condenados a pasar en soledad su duelo. La restricción a los sepelios y funerales nos está quitando los pocos rituales colectivos que todavía nos quedaban para procesar simbólicamente una pérdida; en estos momentos es impensable que familiares y amigos pasen una noche juntos velando al difunto, recordándolo, consolándose unos a otros.

El capitalismo va de la mano con un individualismo feroz, cada persona se considera a sí misma como un fin y concibe la vida como una competencia con los otros. En realidad, en el capitalismo la sociedad no existe, no existe una verdadera comunidad; solamente un agregado de átomos enfrentados unos a otros. Generalmente, el círculo de solidaridad y afecto no va más allá de la familia, y en ocasiones ni siquiera de la familia extendida sino de la familia nuclear. Esto tiene bases estructurales, entre ellas que la jornadas laborales extenuantes dificultan los espacios para la convivencia y socialización. Una vez que dios ha muerto y se ha perdido la fe las grandes utopías sociales, para la mayoría de las personas la familia termina siendo el único asidero para dar sentido a sus vidas, la única razón para seguir andando y luchando.

Sin embargo el rompimiento de viejos tabúes y normas autoritarias también ha socavado  a la familia. Hoy son cada vez más comunes los singles, las personas sin pareja y sin hijos, que viven solas, verdaderas mónadas de la sociedad capitalista contemporánea. Y como reflejo de una vida en soledad viene una muerte en soledad: en ciudades como Nueva York cada vez son más frecuentes las desgarradoras historias de personas que apenas si son conocidas por sus vecinos y mueren dentro de sus departamento en absoluta soledad, sin que nadie lo note hasta días o semanas después y sin que se pueda localizar amigos o familiares a quienes dar la noticia o a quienes les importe. La muerte nos condena al olvido, parece que ese es el destino que a todos nos espera, pero estas personas ya habían sido olvidadas por todos mucho antes de morir.

Ya en ese escenario de atomización, llegan la pandemia y la cuarentena a debilitar o incluso romper los pocos contactos humanos que se tenían, incluyendo en no pocos casos el contacto con compañeros de trabajo; el más significativo para muchos luego del debilitamiento de los lazos familiares, comunitarios y de amistad.

Algunos están pasando la cuarentena en compañía de sus familias, lo cual es una bendición cuando hay relaciones sanas y afectuosas; para muchos otros ha significado la imposibilidad de evadir los conflictos latentes que generalmente se evadían con el trabajo, y de ahí el aumento explosivo de la violencia doméstica. Pero muchos otros, quienes son singles, están pasando la cuarentena solos, más de lo que ya estaban. Y si desde hace mucho las redes sociales se han convertido en un triste sucedáneo del contacto humano real, con la cuarentena se han vuelto para muchos la única ventana hacia los otros. Sin embargo, es de sobra sabido y reconocido que la amistad a través de las redes sociales esuna pálida sombra de la convivencia real, del contacto humano real, e incluso, al dar una falsa sensación cercanía, la conexión digital termina por debilitar las relaciones reales pues las suplanta.

Como toda gran crisis, la pandemia es una encrucijada. Se ha dicho que puede ser la oportunidad para recuperar sistemas de salud públicos, universales y gratuitos, para establecer de una vez por todas una renta universal básica, para cuestionar las asimetrías entre las grandes potencias y los países pobres, para avanzar en la construcción de un mundo mejor. Pero también existe el peligro de que las fuerzas conservadoras la aprovechen para avanzar en proyectos autoritarios, en el perfeccionamiento del espionaje y el control digital y para hacer caer el peso de la crisis que viene en las espaldas de los trabajadores para iniciar un nuevo ciclo de acumulación de capital. En cuanto al tema que hemos tratado, puede ser otra vuelta de tuerca en el proceso de aislamiento de los muertos y de los vivos, un reforzamiento del individualismo y el rompimiento de los pocos lazos sociales y espacios colectivos auténticos que aún existen. O bien, puede ser la oportunidad para repensar nuestra actitud ante la muerte, la de los otros y la propia; para dejar de evadirla y recuperar la compasión por los viejos, los enfermos y los moribundos; lo cual nos lleva a repensar la vida y su sentido, pues, como dice Elias: “resulta sobremanera clara la relación que existe entre la sensación que tiene una persona de que su vida tiene un sentido y la idea que se hace de la importancia que tiene para otras personas, así como de la que tienen otras personas para ella” (p. 91). La vida humana solamente tiene sentido en comunidad y esta comunidad no puede restringirse a la familia. Si la muerte es la soledad absoluta, la vida siempre es compañía, cercanía, convivencia.

Para que sea efectiva y no quede en mera prédica utópica, esta toma de conciencia moral sobre la muerte y la vida, sobre la soledad y la comunidad, debe ir acompañada de la toma de conciencia política y social de que el individualismo no puede ser superado si no se supera su base material, la economía de mercado.

Nota:

[1] Un médico del IMSS dijo al periódico La Jornada: “En lo personal, agrega, hay sensación de estar totalmente solo y aislado, y lo que se ve en los pisos Covid es una soledad abrumadora y frustración inmensa de no poder sacar a los pacientes adelante”. En la misma nota, una enfermera refiera: “a pesar de jornadas de más de 10 horas de trabajo, ya no podemos dormir. En casa no puedes estar sentada y sin hacer nada, porque te da una angustia horrible. Se te quedan las historias de tus pacientes: el que salió adelante, afortunadamente, pero también el que murió con la angustia de no despedirse de sus seres queridos”. (Personal médico, exhausto y frustrado por muertes que no puede evitar)