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La paz neoliberal santista, la paz de los sepulcros uribista y la paz como justicia social

Fuentes: Rebelión

Hacer una campaña nacional para recolectar firmas y presionar la disminución del salario de 300 congresistas es una jugada política que deja titulares de prensa, gana adeptos, desata la rabia e indignación contenida en cada colombiano que está asqueado con la corrupción, la política y la mala gestión, pero no asusta ni preocupa a los […]

Hacer una campaña nacional para recolectar firmas y presionar la disminución del salario de 300 congresistas es una jugada política que deja titulares de prensa, gana adeptos, desata la rabia e indignación contenida en cada colombiano que está asqueado con la corrupción, la política y la mala gestión, pero no asusta ni preocupa a los funcionarios de salarios «desproporcionados»; y lo más grave es que genera la idea de que si se le baja el salario a los miembros del Congreso, lo cual es dudoso que se logre con firmas, avanzamos hacia la justicia salarial y dado el paso hacia la conquista del poder político en Colombia. Nada más astuto pero falso vender esta idea a la gente.

¿Por qué no emprender una campaña y movilización nacional, no solo de firmas, donde exijamos en las calles el aumento del salario mínimo un 100%, del que viven millones de trabajadores y familias en Colombia? Porque es una estrategia y acción política que requiere no solo compromiso, sino tiempo y sistematicidad, y las elecciones están encima y hay que apresurarse a recoger del momento propicio que otros han creado.

Hay varias agendas políticas a la presidencia que compiten y se disputan el terreno de las simpatías y apoyos en el país. Agendas que se podrían ordenar de la siguiente manera: la paz neoliberal santista con todo su aparato burocrático-estatal sostenida desde la Unidad Nacional, que busca principalmente desarmar y desmovilizar a las FARC y al ELN al menor costo social y político para su clase, con cambios mínimos en la estructura de poder; es la llamada paz barata y sin muchos espavientos que busca esta fracción burguesa.

Luego está la paz de los sepulcros, de la extrema derecha encabezada por el Centro Democrático y sus aliados (terratenientes, «nuevos» propietarios de tierras expropiadas, narco-paramilitares, las iglesias reaccionarias, los falsos moralistas como el ex procurador del OPUS DEI), gemela de la paz neoliberal santista, que busca desconocer los acuerdos y retomar el poder en el 2018 para completar la tarea de «liquidar» el enemigo interno y dejar inmodificable la estructura de poder, sin cambios ni siquiera mínimos.

Finalmente, está la paz con justicia social que pasa por la implementación y cumplimiento de los acuerdos, si lo que buscamos es el fin del conflicto armado y cambios profundos en las estructuras socio-económicas, política y culturales, a lo que aspira la mayoría del pueblo colombiano, pero que va tomar años de lucha, movilización, lágrimas y sangre, tal y como se avizora el panorama con los asesinatos y amenazas a los líderes y lideresas de los movimientos sociales.

¿Es la lucha anticorrupción una agenda en sí misma? Así la usen como bandera principal y única para un programa de gobierno, por el enorme atractivo que produce en millones de ciudadanos, no deja de ser una consigna que servirá para despertar la indignación, apatía y abstención que hay incubada en una inmensa franja de la población. Pero como bandera de gobierno no sería la ruta para llevar a cabo los cambios profundos, estructurales y democráticos que requiere la sociedad, el régimen político, las instituciones y sobre todo el modelo económico vigente, el neoliberalismo. En ese sentido, la lucha anticorrupción será una meta a alcanzar en la medida en que produzcamos los cambios profundos y estructurales que se plantean los acuerdos en sus 6 puntos. Porque como reza la consigna, El sistema no puede combatir la corrupción, porque la corrupción es el sistema.

Por otro lado, se acabó la gran mentira que la corrupción era un mal endémico del sector público. ¿No fue esa una de las razones y argumento con que la mayoría de economistas, ideólogos, creadores de opinión y tanto intelectual funcional al sistema desacreditaron y denigraron del sector público para poder entregarlo a los brazos de la privatización? Hoy con evidencias contundentes, se demuestra la estafa en que estaba montada la llegada de la democracia liberal perfecta. Por supuesto, hubo economistas y analistas que no se dejaron arrastrar de la avalancha de la «apertura económica», la «globalización», el «libre mercado», la privatización de lo público y la «novedad» del neoliberalismo con que alimentaron la campaña publicitaria e ideológica global que anunció el «fin de la historia», y hasta del «último hombre».

La historia de la corrupción es tan antigua como la civilización misma, con la diferencia de que adquiere mayor complejidad y sofisticación cuando las sociedades pasaron de sociedades triviales, nómadas y recolectoras, a formas sedentarias más organizadas que desarrollaron y crearon estructuras políticas, militares y burocráticas que hizo al mismo tiempo más difícil descubrirla y controlarla.

En Egipto hubo un monarca, Horemheb, que gobernó entre 1343 y 1315 A.C. y estableció un código que decía: «Se castigará con implacable rigor a los funcionarios que, abusando de su poder, roben cosechas o ganado a los campesinos bajo el pretexto de cobrar impuestos. El castigo será de cien bastonazos. Si el involucrado fuera un juez, la pena será de muerte». Esto se decía ya hace más de 3 mil años. (http://bit.ly/2j7xSsh) (http://bit.ly/2kbOTWj)

Uno de los historiadores más importantes de nuestro tiempo, el profesor emérito de historia de la Universidad de Princeton, Arno J. Mayer, analizando cómo han sido recurrente los escándalos de corrupción en los Estados Unidos, en un artículo publicado en el 2009 sostenía que la ´»Corrupción», en realidad, es una palabra-concepto muy polémica, sobre todo cuando su uso retórico intenta aplicarse a la guerra política. Su carga negativa -que incluye el soborno, la extorsión o el nepotismo- se utiliza para movilizar el apoyo popular y partidista contra los competidores o rivales.» Si la venalidad, condición del corruptible o quien puede ser sobornado, es innata a la condición humana, afirma, se entiende entonces que quienes han sido electos a cargos públicos, son administradores o gobiernan lo público, tiendan a ser corruptos o los corrompe el poder, como tantas veces se ha dicho. (http://bit.ly/2jnVmtq)

En la antigua Roma, sostenía el historiador Paul Veyne, la corrupción se institucionalizó hasta el punto que el problema no era que esta fuese una práctica usual, sino que fuera demasiado evidente. Y donde el clientelismo, el favoritismo y el tráfico de influencias eran prácticas comunes en la metrópoli.

Sin duda la Revolución francesa generó un optimismo desmesurado en muchos, a partir del advenimiento de la sociedad burguesa y el capitalismo, en la creencia de que el triunfo de la burguesía sobre el feudalismo, el despotismo, la nobleza, la monarquía y la iglesia supondrían el fin de los abusos de éstos estamentos. Pero una vez ascendieron industriales, banqueros y políticos al poder del Estado, las prácticas corruptas aparecieron de nuevo, sofisticadas y acordes a las exigencias y condiciones de la nueva clase que acababa de ascender al poder.

Los casos más recientes de corrupción en Colombia, o los que estallan a diario por los grandes medios de comunicación, son apenas la confirmación del carácter global e histórico del fenómeno que apropia los bienes públicos en beneficio del interés privado e individual.

Un repaso a los más sonados casos de corrupción, soborno, coimas y otras formas de apropiarse y saquear los bienes públicos en Colombia demuestra que es una tendencia presente en todos los gobiernos desde la época colonial, pasando por las primeras repúblicas, hasta las modernas. De hecho Simón Bolívar hizo decretos declarando la pena de muerte a funcionarios que robaran, usaran o apropiaran bienes o dineros públicos para su propio enriquecimiento o beneficio individual. Estaba en primer orden la guerra de liberación e independencia, y ésta requería no tanto de caudillos corruptos, como de funcionarios para los nuevos cambios y exigencias de las nuevas repúblicas.

De la corrupción no se salva ni la empresa «nacional» como tampoco las extranjeras. ¿O qué otra cosa hicieron las empresas nacionales que crearon carteles de precios, aumentando éstos y restringiendo la competencia, para aumentar sus ganancias y afectar el bolsillo de los consumidores con productos como el arroz, el azúcar, el cemento, el ganado, el papel higiénico, los cuadernos, los pañales? ¿Y cuál ha sido la sanción? ¿Han resarcido a la sociedad por el daño que causaron? ¿Han sido expulsadas de la ANDI?

Ni el futbol ni el periodismo escaparon a la «causa» del enriquecimiento ilícito, como es el caso del expresidente de la Federación Colombiana de Fútbol, Luis Bedoya, quien según la justicia norteamericana, recibió cerca de 7,5 millones de dólares con el fin de aprobar un contrato de patrocinio comercial para que una empresa española se quedara con estos derechos. ¿O qué otra cosa son los Panamá Papers, donde están comprometidos 1.245 colombianos, entre ellos editores de medios de comunicación como Darío Arismendi, de Caracol radio?

De los escándalos en las esferas del poder se conoce más, no obstante también ha sido desfalcada la salud (SaludCoop), el agro (Ingreso Seguro), la educación (Córdoba), la infraestructura, la nutrición de niños/as (La Guajira y Chocó). Tal vez sea cierto que el escandalo económico del siglo sea Reficar (Refinería de Cartagena), que según la revista Semana tuvo un sobre costo de más de 4.000 millones de dólares. Superando con creces la escándalo de Odebrecht, que según el departamento de Justicia de los Estado Unidos, sobornó funcionarios y políticos colombianos con 11 millones de dólares. Entre otras cosas, ¿cuál es el interés real del Departamento de Justicia de los Estados Unidos con sus investigaciones e inteligencia apoyada por la CIA y el FBI, combatir la corrupción como un mal que puede acabar con el sistema capitalista, o posicionar las trasnacionales gringas en los grandes negociados a costa de las latinoamericanas?

Sin embargo y a pesar de la avalancha de escándalos, hiere más la consciencia humana el despojo de tierras a cientos de miles de familias campesinas pobres y medianos productores en Colombia, durante la guerra. Así como el asesinato de miles de trabajadores y pequeños propietarios del campo, y el desplazamiento forzado de millones de sus territorios. Un asunto nodal y central de los acuerdos, que está en la raíz misma del conflicto armado, que incluso significó que se haya abordado como un puto específico. Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma Rural Integral. Que «sienta las bases para la transformación estructural del campo, crea condiciones de bienestar para la población rural (…) y de esa manera contribuye a la construcción de una paz estable y duradera.» Que sus principios son la transformación estructural; igualdad y enfoque de género; participación; etc. Que crea un fondo de 3 millones de hectáreas de tierra en los próximos 10 años, que se busca formalizar masivamente la pequeña y mediana propiedad rural con 7 millones de hectáreas.

En «LA VERDAD EN EL ABANDONO FORZADO Y EL DESPOJO DE TIERRAS», Camilo Gonzales Posso, en el Panel, Diálogo de la memoria: Territorio y despojos, que se realizó en Bogotá el 8 de abril de 2013, se preguntaba: ¿Cuántas hectáreas han sido abandonadas forzadamente en Colombia? La cifra más mencionada esta alrededor de 6,5 millones de hectáreas. A la luz de esos datos que se basan en registros realizados por entidades estatales, puede afirmarse que el abandono forzado de tierras registrado entre 1994 y 2102, no es inferior a 400.000 predios, 500.000 familias, ni a 10 millones de hectáreas…500.000 familias expulsadas de sus predios en el desplazamiento forzado (http://bit.ly/1dZxkCv)

En un contexto donde los acuerdos no han empezado a implementarse en firme y cada vez aparecen más trabas y amenazas, donde la implementación es incluso más importante que la firma de estos, por supuesto que es fundamental un gobierno hacia el 2018 que se comprometa por medio de un programa a llevarlos a cabo, lo que quiere decir que los puntos de los acuerdos serían la cuota inicial de ese programa. Pero, ¿se puede realizar dicho programa de gobierno con quienes afirman que la corrupción es el primer problema del país, cuando no hemos ni siquiera empezado la implementación que debe poner fin a un conflicto armado y una guerra que sigue viva? Simplemente no.  

Colombia es de lejos el país más corrupto del continente, porque no es una estructura burocrática-gubernamental aislada del contexto internacional y del sistema económico que lleva implícita el virus de la corrupción que saquea la riqueza pública en beneficio del interés privado, individual y de las grandes empresas.

Sostener que la corrupción es el principal mal del país, cuando ni siquiera el respeto a la vida lo es, es sin duda una hábil maniobra política que genera simpatía y posiblemente votos, pero es también una irresponsabilidad histórica y ética. No es bien visto que, a nombre de un discurso desde la oposición democrática, se critique el régimen corrupto y oligárquico que ha gobernado por décadas Colombia, y al mismo tiempo apelar a los viejos estilos y formas para conquistar simpatías políticas y votos.

Más aún, cuando el crimen político sigue vigente e impune y los enemigos de los acuerdos los atacan con la firme intención de destruirlos y devolvernos al pasado de la guerra, y ninguno de los que han propuesto su nombre como candidato a la presidencia y que prometen sacar a Colombia del «terrible» mal de la corrupción, han manifestado públicamente su compromiso con la principal tarea del momento que es construir una alianza política amplia, hacer una consulta sobre candidaturas, y construir un programa de gobierno desde abajo para implementar unos acuerdos que conllevan un cambio estructural, histórico, de profundas reformas que no solo cierren el conflicto armado de más de 50 años, sino que reconcilie la sociedad, que amplíe, profundice y radicalice la democracia: ¿de qué otra manera se puede hablar de acabar con el cáncer de la corrupción y otros males de la nación?

Ponerse de espaldas a los acuerdos de paz y la importancia cardinal de la implementación porque sus posiciones políticas, su anticomunismo, su odio y rencor contra las FARC no se les permite, es una cosa, pero otra muy distinta es tratar de desconocer con la bandera anticorrupción el potencial de cambio y transformación estructural que encierran.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.