«Llueve allá de mil formas, con cerrazones bramando huracanadas, copiosos llantos celestiales que traspasan el corazón de los vivos en comunicación con sus muertos, que reposan bajo los cementerios de conchales». La frase del recientemente fallecido Francisco Coloane ciertamente es hermosa, los adjetivos penetrantes, como la lluvia que sugiere. Coloane, sin embargo, era chileno, y […]
«Llueve allá de mil formas, con cerrazones bramando huracanadas, copiosos llantos celestiales que traspasan el corazón de los vivos en comunicación con sus muertos, que reposan bajo los cementerios de conchales». La frase del recientemente fallecido Francisco Coloane ciertamente es hermosa, los adjetivos penetrantes, como la lluvia que sugiere.
Coloane, sin embargo, era chileno, y no se refería a nuestra tierra, donde algunos de nuestros muertos no reposan en los cementerios, donde los corazones no están traspasados por la poesía sino por el desasosiego del pasado. El «Requiescat In Pace» es una quimera.
Sabido es que, en los últimos años, nos hemos dedicado a perseguir fantasmas, a descifrar itinerarios de desaparecidos, a rescatar restos de los que se fueron para adjuntarlos a la fotografía que sobrevivió o al recuerdo que resistió el entumecimiento del tiempo. En ese extraño e incalificable oficio, rodeados de todo aquello que el ser humano ha ido acumulando durante años en el saco liviano que forjan los sueños, hemos padecido con la misma intensidad de los hijos y los nietos de quienes faltaban. Hemos sufrido sus zozobras y, cuando las ha habido, también sus entusiasmos. A pesar de la reiteración, la costumbre, al menos en mi caso, no ha aflojado la emoción.
En algunas circunstancias, la conmoción por tal o cual descubrimiento se ha convertido en berrinche, rabia, irritación… en fin el diccionario está lleno de sinónimos. Alguien me dirá que quienes nos sumergimos en la historia deberíamos aparcar nuestras inquietudes, para no contaminar lo escrutado. Ésa es, probablemente, una tendencia mayoritaria entre los historiadores actuales. No va conmigo, ni creo ser un pedazo de carne movido por unas cuantas terminaciones nerviosas adecuadamente sincronizadas. Unamuno ya citaba a la pasión como motor de la investigación.
Y es que no puedo sino irritarme justamente al tropezar con situaciones en las que los verdugos se mofaron ad infinitum de nuestros muertos, incluso de los que no reposaban en esos explícitos cementerios de conchales, descritos por Coloane. Lo hicieron a menudo, subiendo el tono a su máxima expresión con motivo del «llenado», perdónenme la expresión, de la fosa de Cuelgamuros (Valle de los Caídos), inaugurada en abril de 1959 por el dictador bajo palio.
Tras problemas y negativas de las familias de franquistas muertos en la guerra civil a desplazar los restos de los suyos a Cuelgamuros, la historia de ese gigantesco y esperpéntico mausoleo fue culminada con el traslado de centenares de cadáveres de republicanos que yacían en las cuentas. La primera vez que escuché esta sentencia, tengo que reconocerlo, pensé que se trataba de una leyenda urbana. No imaginaba que el ser humano llegara a ser tan retorcido. La alerta surgió con el descubrimiento del cruce de cartas entre diversos municipios alaveses y el gobernador civil de la época. Entonces supuse que algo habría de cierto en la noticia. Hoy estoy en condiciones de afirmar que, desafortunadamente y como se suele indicar, la realidad supera a la ficción.
El cementerio, concebido al fin de la guerra dentro de la mística de los vencedores, construido en la posguerra por prisioneros políticos, se había convertido en demasiado panteón para un único candidato. Así se transformó en deposito de los rebeldes y, luego, por circunstancias del guión, en baúl para unos y otros.
Durante 1958, los gobernadores civiles y los puestos de la Guardia Civil se dedicaron a realizar diversos informes sobre fosas y enterramientos irregulares, con el objetivo de exhumar los cadáveres para trasladarlos a Cuelgamuros. Habían negado hasta entonces las ejecuciones, habían prohibido a sus familias acercarse a las zanjas ensangrentadas, habían vetado la investigación, pero no tuvieron rubor en reconocer que todo aquello existía. La megalomanía del dictador imponía las pautas, la impunidad desestimaba las formas.
El primero de abril de 1959, como ha quedado apuntado, Franco inauguraba el mausoleo, que había comenzado a recibir los restos humanos. Su discurso eriza el vello y más de una vez he pensado si alguno de los asesores de Bush no lo rescató y tradujo al comienzo de la invasión de Iraq: «La lucha del Bien contra el Mal no termina por grande que sea la victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará nuevas formas de acuerdo con los tiempos». Era, siento la reiteración, un día de 1959.
Poco antes, y desde Gasteiz y Bilbao, habían viajado unas cajas, especialmente diseñadas, con los restos de centenares de muertos. En las semanas previas y posteriores a la inauguración salieron más cajas, siempre del mismo modelo, desde varios lugares de Navarra y de Gipuzkoa. Los archivos municipales y gubernamentales (gobiernos civiles) y los propios de Cuelgamuros (custodiados por frailes benedictinos) lo confirman. Los restos humanos, según la descripción de entonces, eran «conocidos» si se trataban de muertos en el Ejército de Franco y, ahí llega la inmoralidad, «desconocidos» si procedían de fosas comunes que albergaban republicanos.
En marzo de 1959, el gobernador civil de Álava se fue de la lengua y en declaraciones al Pensamiento alavés afirmó que los huesos de numerosos muertos de la batalla de Legutio (noviembre-diciembre de 1936), tanto republicanos como franquistas, fueron trasladados al Valle de los Caídos. Hoy comprendo por qué no hemos encontrado en ese escenario vasco los restos que tan vehementemente nos han solicitado investigar los familiares de los fallecidos. Imagino el enfado de Dora Gras que lleva toda una vida tras el rastro de su padre, muerto en aquel escenario.
En Navarra, algunas familias supieron de la repulsiva instrucción. Las hijas de Fortunato Aguirre, alcalde de Estella, lograron recuperar casi clandestinamente los restos de su padre. No así las de los cuatro vecinos de Cárcar desenterrados de un campo de Arizala y trasladados a Cuelgamuros, junto a otros cinco fusilados en Ayegui que llevaban enterrados junto a la carretera 23 años. Los cuerpos de Francisco Nagore y Jesús Azcona, presidente y secretario de la federación local de UGT de Estella, también fueron conducidos al Valle de los Caídos.
En 2003 completamos una intervención arqueológica en el cementerio de Hernani para investigar la suerte de unos 200 fusilados entre los meses de octubre y noviembre de 1936. El trabajo se centró en una fosa que desde 1978 se había convertido en cripta para honrar la memoria de las victimas ejecutadas en esa población guipuzcoana. En esa fosa deberían estar, según todos los indicios, testimonios y documentación, los restos de 8 personas, entre ellos sacerdotes como Martín Lekuona, Gervasio Albisu, José Ariztimuño o Celestino Onaindia.
El tolosarra y jeltzale José Ariztimuño, Aitzol, había sido detenido en alta mar cuando viajaba a Bilbao, encarcelado en Ondarreta y fusilado junto a la tapia del cementerio de Hernani en una noche del octubre de 1936. Aitzol fue escritor y político, portavoz de la sociedad Euskaltzaleak, animador y organizador de certámenes literarios en euskara, representaciones teatrales, concursos de bertsolarismo… La muerte nos equipara a todos, pero hay algunos muertos cuya memoria sobrevive a través de su legado. La de Aitzol es una de ellas.
Cuando abrimos la fosa de la cripta la encontramos desnuda, vacía. Movimos toneladas de tierra. Polvo. En un lateral una caja idéntica a las de los traslados al Valle de los Caídos. En el Archivo Municipal de Hernani, una información de la Guardia Civil («Relación nominal de los enterramientos colectivos que existen en la demarcación de este puesto», junio de 1958) similar a la de otros lugares en los que se recababan datos para mover los restos, identificando a los sacerdotes de la que luego sería cripta. Cabría la posibilidad, nada extravagante por cierto, de que Aitzol, hubiera sido trasladado al Valle de los Caídos, como Nagore y Azcona, como los de Cárcar, como los de Legutio, sin que los suyos, sin que sus familias tuvieran el más mínimo conocimiento de lo que sucedió. Y hoy, de ser cierta la hipótesis, sus restos reposarían junto al dictador, en un macabro mausoleo cuya mención debería servir para enervar nuestro espíritu. Siento, como decía Coloane, que llegó la hora de esos copiosos llantos celestiales que traspasen el corazón de los vivos en comunicación con sus muertos.