La provincia de Almería tiene 33.000 hectáreas de invernaderos y un 36% de sus trabajadores son migrantes atraídos por la facilidad de emplearse aunque tengan que soportar la precariedad laboral y vivir en chabolas.
Son las 12h cuando un camión de la Cruz Roja se acerca por el camino de tierra que lleva al asentamiento de Atochares, el mayor poblado de infraviviendas de Almería, habitado por unos 800 migrantes que trabajan en los invernaderos. Tan pronto como el conductor apaga el motor, los voluntarios descienden del vehículo y comienzan a repartir chaquetas, zapatos y agua: dos garrafas de seis litros para cada persona.
“Llevamos dos semanas sin agua”, se queja Omar, joven marroquí, mientras espera el turno para recoger sus botellas y las de los amigos que en ese momento aún están trabajando. “La gente llega después de trabajar todo el día, con este calor, y tienen que irse a caminar kilómetros hasta otro grifo porque los del asentamiento están rotos”, lamenta.
Omar carga las garrafas de agua hasta su casa, una chabola con el tejado de plástico medio derretido por el incendio que sufrió hace unos meses. “Pudimos frenarlo entre tres personas lanzando toallas y agua antes de que las llamas se propagaran a otras casas”. En octubre de 2021 no tuvieron tanta suerte y el incendio se extendió por el asentamiento dejando a 200 personas sin hogar. El plástico y la madera utilizado en las viviendas, además de las precarias instalaciones eléctricas, elevan al máximo el riesgo de incendio.
Calor asfixiante
A pocos metros de su cabaña, en un espacio similar, vive Nabil Aouich, de 26 años. En las paredes de su cabaña, adornadas con telas, se puede leer “8 de octubre de 2023”, fecha en la que Nabil llegó a Atochares para trabajar en los invernaderos de tomate. Estos días de Ramadán, Nabil no tiene mucho trabajo y los pasa junto a otros jóvenes marroquíes del campamento. Es abril y el calor ya es asfixiante en el campamento de Atochares, donde el verano pasado el termómetro llegó a los 44 grados.
Resguardados de un sol cada día más intenso, juegan videojuegos en sus móviles y escuchan las canciones del rapero Morad en bucle a través de un altavoz inalámbrico. Los jóvenes que acaban en los asentamientos se encuentran en extrema vulnerabilidad quedando expuestos a extorsiones por parte de redes de trata de personas. El uso de sustancias para evadirse de los problemas es común entre los más jóvenes en los asentamientos. En San Isidro de Níjar, por ejemplo, hay tiendas que venden Norlatex, un pegamento utilizado por chicos en situación de calle en Marruecos como droga extremadamente barata.
Hamza Eliraj, de 26 años, también está recién llegado a España y apenas se defiende con el idioma. Omar, que pese a su juventud ya se considera un veterano en el asentamiento los dos años que ha vivido en él, le traduce. “Gastó 7.000 euros para llegar hasta aquí y salió de Marruecos con la idea de llegar a Almería porque aquí hay trabajo”. Hamza tomó el camino largo, rodeó media Europa para llegar a los invernaderos. Un vuelo a Estambul desde donde arrancó un viaje de tres meses en los que hubo cruces de frontera a pie mientras atravesaba Grecia, Bulgaria, Serbia, Hungría, Austria y Francia para finalmente cruzar en un autobús los Pirineos para llegar hasta Almería.
La normalización de estos asentamientos, 25 años después de que se levantara la primera chabola, se nota en algunas casas que ya cuentan con muros de ladrillo. También en la existencia de tiendas que los propios habitantes han abierto, como la de Abdelkrim Kaabouch. Este migrante marroquí de 39 años dejó su ciudad, Kenitra, para trabajar en los campos de Almería. Lo hizo hasta que sufrió una lesión de espalda que le impidió seguir con el trabajo en los invernaderos por la extrema dureza de sus condiciones.
El último informe de Almería Acoge cifra en 44 los asentamientos de trabajadores agrícolas solo en la zona de Níjar. Atochares es uno de los más grandes y por eso cuenta con pequeñas tiendas, un aula al aire libre donde el Servicio Jesuita a Migrantes da clases de español, grifos instalados entre la población y oenegés, y hasta un club nocturno. No es la realidad de la mayoría de asentamientos, que son mucho más pequeños e incomunicados y por eso ha surgido la figura de las furgonetas-tienda que durante las últimas horas de la tarde, cuando termina la jornada de trabajo en los invernaderos, recorren cargadas de enseres los poblados para vender productos básicos a los trabajadores.
Mauro es uno de los que compra los productos básicos en una furgoneta. Su poblado ni siquiera tiene nombre y está a varios kilómetros de la tienda más cercana. Está en la zona de El Barranquete, al borde de la carretera que va hacia el pueblo de los Albaricoques, escenario de películas de spaghetti wéstern como La muerte tenía un precio o Por un puñado de dólares. Llegó de Senegal y vive junto con otras 15 personas en unas chabolas con un pequeño patio en el que han instalado un pequeño gimnasio casero con pesas de hormigón (que ahora nadie utiliza por el Ramadán). “La vida aquí es dura. Trabajo y envío dinero pero no puedo traer a mi familia mientras esté viviendo en una chabola porque no es un espacio adecuado para criar a mis hijos”, cuenta.
Paradójicamente, es posible ver el mar de plásticos que forman los invernaderos almerienses desde el espacio, pero es muy difícil para los foráneos ver de cerca el interior de este microcosmos. Las empresas propietarias de más hectáreas de cultivo tienen políticas de no colaboración con la prensa desde hace años, aunque esta animadversión se puede comprobar en casi cualquier rincón de la zona.
Desahucios y expulsiones
A pocos kilómetros del invernadero de tomates de Abde están los restos de El Walili, un asentamiento de trabajadores del campo que fue desalojado en 2021 por orden del Ayuntamiento de Níjar. Unas excavadoras apoyadas por medio centenar de agentes de la Guardia Civil y un helicóptero desalojaron y demolieron el campamento que hoy es un terreno baldío lleno aún de restos que recuerdan que allí vivían casi 500 personas: cepillos de dientes, colchones, plásticos y ropa.
Aunque el pretexto para el desahuciar y expulsar a esta comunidad de jornaleros fuera el de garantizar la seguridad de sus habitantes, las pocas viviendas construidas para el realojo –como las situadas en Los Grillos– no llegan a cubrir las necesidades de todas las personas que aquel día perdieron su casa, ni las miles que aún viven en chabolas. De nada sirvieron las protestas, cortes de carretera y concentraciones por parte de organizaciones sociales de la zona como la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía. Actualmente solo el 26,9% de los trabajadores del campo en Níjar está empadronado y prácticamente la totalidad de los entrevistados por Almería Acoge confiesan que lo consiguieron de forma irregular, pagando, debido a las dificultades para conseguir una vivienda. La situación documental es otro impedimento para dejar los asentamientos ya que el 76% de los hombres que viven en ellos están en situación administrativa irregular, no tienen papeles, una tasa que empeora en el caso de las mujeres llegando al 86,8%.
Tras el desalojo, el Sindicato Andaluz de Trabajadores llamó a la huelga de trabajadores del campo en solidaridad con estas personas, a la vez que acusó a Esperanza Pérez, la alcaldesa del PSOE de Níjar, de haber mentido a residentes, sindicatos, ONG y parroquias. Sin embargo, el problema habitacional de las y los trabajadores migrantes de Almería parece no tener solución, pese que lleva décadas en las agendas de periódicos, instituciones y sindicatos.
No había muchas diferencias entre el asentamiento de Atochares y el de El Walili, salvo que este último se encontraba a la vista de los turistas que van a las playas del Parque Natural de Cabo de Gata. En la misma carretera que conecta el poblado de Atochares con los restos de El Walili, una pintada en una pared de un almacen recuerda a los conductores la situación de injusticia que se vive en la zona: “Asentamientos = terrorismo patronal”.