Levantarse cada mañana atemorizado por cómo se va a despertar la prima de riesgo de la deuda española, se ha convertido en una verdadera pesadilla. No digo que no me importe ese concepto con el que machaconamente nos agreden todos los días, pero sí que quienes lo inventaron y lo difunden, como quienes se autoatribuyen […]
Levantarse cada mañana atemorizado por cómo se va a despertar la prima de riesgo de la deuda española, se ha convertido en una verdadera pesadilla. No digo que no me importe ese concepto con el que machaconamente nos agreden todos los días, pero sí que quienes lo inventaron y lo difunden, como quienes se autoatribuyen el don de calificar las economías de los Estados para favorecer la especulación, son unos verdaderos palizas, además de mala gente, y a la mala gente, como a la mala yerba, hay que arrancarla de raíz, apartándola del resto de los mortales que cumplen cada día con sus obligaciones, honradamente. Como bien nos enseña cada día Vicenç Navarro, el Estado español no tiene ningún problema con su deuda, que es menor que la media de la Unión Europea, pero alguien, desde fuera y desde dentro, se ha empeñado en que paguemos por ella mucho más del precio al que el Banco Central Europeo vende el dinero, un Banco Central en el que mandan Francia y Alemania para su particular provecho. Se trata sin duda, de una apuesta disparatada de los altos poderes de la Unión Europea, una unión que no es tal sino una jaula de grillos dónde esas dos grandes potencias, más el Reino Unido, que nada pinta en el euro ni se implica en cosa que no le favorezca, han decidido, con sus bancos intervenidos todavía, que sean los países periféricos a los que tan alegre como frívolamente prestaron dinero cuando esto era la gran Babilonia, quienes paguen el agujero de sus entidades financieras y así crear una Europa de dos velocidades, la de los arruinados por la banca arruinada e intervenida, la de los que saldrán de la crisis momentáneamente gracias a la ruina de los demás, que en el futuro, de seguir así las cosas, no podrán comprar productos alemanes, franceses y puede que ni chinos. Así de listos son.
El Estado español en su conjunto puede hacer frente al pago de la deuda pública siempre que se le pida por ella un interés racional, lo que de ninguna manera puede hacer es cargar con la deuda privada ni asumir los intereses que los especuladores y financieros nacionales e internacionales pongan según la decisión de quienes causaron esta terrible crisis. Es más, tiene que negarse a pagar esos intereses y denunciarlo en todos los foros mundiales, pase lo que pase, de ningún modo se puede seguir tapando agujeros financieros, agujeros de empresas esquizofrénicas ni de entidades que no quisieron guardar para los malos tiempos, cegadas como estaban con el brillo de dinero fácil que entraba y salía torrencialmente.
No hay que darle demasiadas vueltas, la crisis española tiene dos responsables, el gobierno Aznar, que promovió la gran burbuja inmobiliaria con su política económica y sus leyes ad hoc, y la banca, que vio en esa política y esas leyes la gran oportunidad de multiplicar sus beneficios por cien mil en un ataque de codicia estúpida que nos ha arrastrado a todos. Desde que la burbuja española estalló del brazo de la norteamericana -¿dónde estaban entonces esos tipos de las agencias de calificación que hoy con sus interesadas sentencias arruinan países y enriquecen a quienes ya no saben qué hacer con los montones de millones de dólares que amasan cada día?-, el gobierno ha dedicado enormes sumas de dinero en reflotar bancos y cajas gobernadas por irresponsables. Esa financiación, más la del incremento del subsidio de paro, más la bajada de ingresos fiscales debido a la disminución drástica del consumo interno y a la eliminación absurda de impuestos por parte de las comunidades autónomas, han creado un círculo vicioso que es necesario romper de inmediato. El Estado actuó bien cuando se decidió a garantizar hasta una cifra determinada los ahorros de los españoles, pero lo hizo mal al no crear una banca pública con todas las entidades expoliadas y parte de las saneadas, pues todas, absolutamente todas son responsables de este desaguisado y deben pagar por ello, tanto institucionalmente, como personal y penalmente sus gestores. No se hizo, pero todavía se puede hacer y si no se quiere, lo que es acuciante es obligar a la banca «saneada» a que deje de especular con la deuda del Estado y a que ponga toda la carne en el asador para que el crédito fluya y el consumo interno, principal dinamizador de nuestra economía, vuelva a crecer racionalmente para que se incrementen tanto las ventas de los pequeños comercios y fabricantes como los propios ingresos del Estado. Lo demás es tirar el dinero y el futuro.
Para que eso ocurra, es preciso que el Estado obligue a la Banca a abandonar el negocio inmobiliario, a poner a la venta, a precio de saldo si es menester, su gigantesco estock de viviendas, que es ahora mismo el que se traga el dinero que tendría que estar circulando entre los particulares. Independientemente de que uno esté contra el actual sistema económico, todo el mundo sabe que en el capitalismo es fundamental que el dinero fluya, corra de mano en mano a gran velocidad, no importa tanto el dinero que se tenga como que este no se apalanque. Hoy el dinero de este país está estancado y en vez de obligar a quienes lo mantienen en esa situación para salvar sus entidades privadas, que fueron las que causaron la crisis, se prefiere disminuir la inversión pública y emprender recortes de nuestro sistema de protección social que en modo alguno habríamos imaginado y que de ninguna manera podemos consentir. Si al estancamiento del dinero en manos de la banca y de los especuladores que atacan al Estado, es decir a todos nosotros, añadimos la política de recortes salvajes que se están comenzando a aplicar en determinados territorios, veremos que vamos a un callejón sin salida pues la gente normal terminará comprando sólo aquello que le sea estrictamente necesario para vivir, si es que le da para eso. Es preciso, urgente, apremiante que el Estado intervenga para obligar a que el dinero vaya a dónde tiene que ir, a facilitar la vida a las personas, a movilizar la economía, a hacer crecer a los sectores productivos, en definitiva a crear empleo. Si para ello es preciso nacionalizar la banca, se nacionaliza, si para eso es necesario que desaparezca la banca, que desaparezca, lo que no se puede es seguir sacrificando vidas en el sagrado altar de los mercados con intención de calmarlos, porque los mercados, que no son tales sino las clases más pudientes como bien dijo Vicenç Navarro, son insaciables y cada día pedirán más sacrificios.
Nadie piense que esas ineludibles decisiones -ahora que ya sabemos cuándo serán las elecciones generales- las va a tomar un gobierno presidido por un hombre como Mariano Rajoy, un hombre del que apenas sabemos su nombre, su apellido, su pésima gestión como ministro de Aznar y sus claras intenciones privatizadoras: «Tendremos el sistema de protección social que podamos pagar», dijo no hace mucho, cuando lo que de verdad quería decir, era que cada cual tendría la seguridad social que pudiera pagarse de su bolsillo porque la que hay ahora, pública e igual para todos, tiene los días contados. La amenaza es muy seria como para tomársela a la ligera, la victoria del Partido Popular en las próximas elecciones supondrá la liquidación de buena parte de lo mejor del Estado que hemos construido entre todos, la privatización salvaje de los servicios públicos esenciales y de los que no lo son, convirtiendo los inalienables derechos a la salud, a la jubilación, al descanso, a la educación, a la asistencia de impedidos en un gigantesco negocio que se entregará como botín a aquellos mismos que trajeron esta maldita crisis y siguen en libertad sin que fiscal ni juez alguno haga con ellos lo que hay que hacer.
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