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La principal barrera a superar son los cerrojos políticos autoimpuestos

Fuentes: Rebelión

Lo ocurrido en el plano político en Chile desde la rebelión popular del 18 de octubre de 2019 es sumamente aleccionador, aunque reitera ciertos patrones de conducta que se instalan y reproducen de manera casi espontánea en el espectro de las fuerzas políticas que se reclaman de izquierda.

Como promotoras de los cambios, estas fuerzas experimentan constantemente la tensión entre lo ya instituido y lo que por su definición política y discursiva aspiran a instituir, dando lugar a posicionamientos que van desde la mera resignación reformista de un impulso a los cambios «en la medida de lo posible» hasta la simple ilusión vanguardista de que en cualquier momento resultaría posible tomar el cielo por asalto. Lo que en uno y otro caso se pasa por alto –y por ello contribuyen, aunque de diversa manera, a la mantención del status quo–, es la necesidad de centrar la atención y la acción en los procesos claves de toma de conciencia, organización y movilización de las amplias masas populares.

Evidentemente no todo es posible en cualquier momento pero lo sería si pudiésemos contar con un alto nivel de conciencia de clase en la mayor parte del pueblo trabajador, es decir no solo en sus sectores de vanguardia, políticamente ya definidos, sino de esa gran masa de ciudadanos comunes usualmente desinteresados y alejados de la acción política contingente. En estos últimos prevalecen a simple vista dos visiones. En muchos de ellos, una percepción negativa de la política y de los políticos sin distinción, como actividad de la que estos últimos solo se sirven para beneficiarse a sí mismos a expensas del pueblo trabajador. De allí su rechazo en bloque a los partidos y la favorable reputación de que goza hoy la condición de «independiente», un apoliticismo que es estimulado por el claro sesgo individualista de algunas corrientes de filiación anarquista. En otros, una visión menos negativa de la política, promovida y cultivada por la ideología dominante, como el arte de lograr acuerdos para asegurar una convivencia social pacífica. Se trata en ambos casos de una conciencia colectiva fuertemente fragmentada, sin nexos claros entre la percepción común de los problemas sociales existentes y las reales causas y responsables de ello.

Sin embargo, un accionar político genuinamente democrático, orientado a promover los cambios de fondo que se requieren para construir una convivencia social realmente civilizada, no ha de estar principalmente dirigida a la búsqueda de acuerdos cupulares con quienes se oponen irreductiblemente a ellos sino a remover los obstáculos que supone esa conciencia colectiva fragmentada del pueblo trabajador. Ella puede y debe hacer fuertemente pie en la necesidad de que sea el propio pueblo ejerciendo su soberanía el que se convierta en el real protagonista de la defensa de sus derechos, intereses y aspiraciones. Eso supone empuñar en forma clara y decidida la bandera de una democratización efectiva y profunda del país que irrumpa con fuerza para superar y dejar definitivamente atrás la mascarada que representa el régimen político meramente representativo y plagado de trabas en el que se enmarcan todas las propuestas que nacen de la actual casta política. Este último convoca al pueblo solo a elegir «representantes», con la pretensión de radicar luego exclusivamente en estos últimos el poder de adoptar las decisiones políticas definitivas.

En rigor, eso no es más que una farsa, una mascarada de democracia. En una democracia efectiva el pueblo no delega su soberanía sino que retiene en todo momento el poder de adoptar las decisiones políticas claves. La principal misión de sus representantes no es más que la de elaborar las grandes propuestas que, en materias de políticas públicas, luego han de ser sometidas a su ratificación o rechazo mediante el veredicto popular. Desde luego, todo esto exige la existencia de un régimen político-institucional acorde al propósito de abrir curso al ejercicio de una democracia efectiva, contemplando los correspondientes mecanismos de consulta y participación popular, tales como el estricto respeto a la regla de la mayoría, la existencia de un parlamentos unicamerales, la total transparencia de las actividades político-administrativas, la convocatoria regular a referéndums, la iniciativa popular de ley, los referéndums revocatorios, etc.

Pero para impulsar esta lucha, dirigida centralmente a elevar los niveles de conciencia política, organización y movilización del pueblo trabajador, es necesario desembarazarse tanto de los cerrojos autoimpuestos por las concepciones políticas cupulares del reformismo como de las ilusiones míticas del vanguardismo. Es necesario desplegar una intensa labor de esclarecimiento y persuasión entre las amplias masas del pueblo, llamándolas a confiar solo en sí mismas y a defender con celo irreductible sus derechos, intereses y aspiraciones. Dados los niveles de confusión aun presentes en los estados de conciencia colectiva que prevalecen en ellas, la principal barrera que es preciso superar ahora es la de los cerrojos políticos que se autoimponen y propagan luego como algo de sentido común aquellos sectores que, pretendiendo representar al pueblo en lucha y considerándose de izquierda, ceden ante la extorsión de la casta política más reaccionaria y de los poderes fácticos de la clase dominante. Es justamente eso lo que hicieron quienes en el mal llamado «acuerdo por la paz» aceptaron legitimar como reglas del juego político normas que violan ostensiblemente los principios democráticos más elementales.

Sin embargo, la sola denuncia del fraude institucional fraguado por la elite política dirigente tampoco basta si al mismo tiempo no va acompañada de propuestas de lucha claramente viables para la mayoría. Es decir, propuestas que, pudiendo llegar a contar con la fuerza de masas necesaria para ello, resulten realmente capaces de evidenciarlo e impedir que se consume. Esto exige comprender que, para resultar eficaz, la trampa tendida por los poderes fácticos conlleva un componente de legitimidad incuestionable que es la consulta al soberano, consulta cuyos resultados pretenderán ser desconocidos luego mediante las triquiñuelas ideadas con ese fin, como los cuórums supramayoritarios y el impedimento para desconocer tratados. En consecuencia, siendo imposible desconocer que la mayoría del pueblo políticamente más motivada intervendrá en la batalla electoral a través del cauce institucional que ha sido establecido para ella, será con referencia a ese escenario que será necesario bregar luego para evitar que quienes representen la opinión mayoritaria de la ciudadanía acepten someterse a las reglas tramposas que se les ha impuesto. Es precisamente esa la que en definitiva está llamada a ser, antes y después de la elección de los constituyentes, la batalla política decisiva.

Por lo tanto, junto a los cerrojos institucionales plasmados en normas llamadas a tornar inamovible el actual estado de cosas, hoy se levantan, como el gran obstáculo que la lucha del pueblo por la democratización del país necesita remover, los cerrojos políticos que se autoimponen y pretenden imponer a la lucha democrática en curso gran parte de los contingentes que se reclaman de la izquierda. Cerrojos autoimpuestos que expresan una falta de voluntad de lucha real o una falta de claridad política para asumir los caminos por los que puede y debe discurrir hoy la lucha democrática del pueblo trabajador con sus legítimas demandas y aspiraciones de justicia social. En la misma medida en que en un régimen que se presuma democrático la soberanía radica exclusivamente en el pueblo, éste no se halla obligado a someterse a las normas de un acuerdo fraguado a sus espaldas y a través del cual se pretenda desconocer la elemental regla de la mayoría. Por su parte, la experiencia histórica indica que, así como el despliegue de su movilización masiva y combativa del pueblo forzó a la casta política a tomar nota del repudio aplastante de la población al marco constitucional de su régimen político, así también la movilización masiva y combativa del pueblo podrá hacer saltar mañana por los aires los amarres institucionales del mal llamado «acuerdo por la paz».