Le he respondido que sí, que la República era un valor vivo y no sólo un recuerdo doloroso. Cuando me hizo patente su fe republicana repasamos lo que significaba en la actualidad del Estado español ser republicano, depositario de una herencia viva de valores ejercitables que hoy, más que nunca, exigen su urgente ejercicio. La […]
Le he respondido que sí, que la República era un valor vivo y no sólo un recuerdo doloroso. Cuando me hizo patente su fe republicana repasamos lo que significaba en la actualidad del Estado español ser republicano, depositario de una herencia viva de valores ejercitables que hoy, más que nunca, exigen su urgente ejercicio. La conversación tuvo lugar en un recodo del Cantábrico vasco. Convinimos, ya en principio, que sólo un gran partido republicano podía regenerar una sociedad corrompida hasta el tuétano.
Cuando la España reaccionaria se levantó en armas contra la Constitución republicana había decidido dos cosas importantes: frenar el paso a la liberación popular y perpetuar la vida de ese poder con espíritu rural que ha tenido a los españoles ignorantes de sí mismos. Dos crímenes históricos que a fuerza de estar ahí habían cobrado naturaleza de normalidad y orden. En primer término un ruralismo que quiso combatir el Partido Socialista Obrero Español en la calle por medio de unas masas a las que, sin embargo, temían contradictoriamente los dirigentes socialistas. Aupados a la dirección de esas masas el Sr. Largo Caballero quería ser un Lenin armado con la Gaceta Oficial, el Sr. Besteiro ejercía de canónigo magistral y el Sr. Prieto soñaba su teatro para burgueses de cena revolucionaria. Creyeron esos dirigentes socialistas que la libertad poseía un solo sentido y cuando se dieron cuenta de que debían rectificar el rumbo para que la República fuese otra cosa, los republicanos convocados al gran cambio histórico se habían desangrado.
Pero, pese a tanta vacilación ¿quién es capaz de negar la gran potencia social de la propuesta republicana? Las masas ocuparon la calle con esa propuesta y solicitaron su inmediata vigencia. Por eso las leyes que se concibieron con la semilla popular son perfectamente válidas y demandan cumplimiento. La II República española significaba el tránsito hacia un modelo social distinto. Evidentemente no era aún una república socialista, pero abría la puerta para llegar a serlo. Carcomió a sus dirigentes avanzados mucho desconcierto e incluso temor. Tuvimos republicanos que pese a su pretensión no acertaron a ser socialistas, como tenemos ahora socialistas que repudian la República. Los socialistas de entonces se enredaron con la significación de la libertad. Postularon con tozudez eso del socialismo en libertad. ¿Pero qué es realmente el socialismo en libertad? Nunca lo he sabido. Sé lo que es socialismo como concepción de una sociedad que prima bienes colectivos. Y sé lo que puede ser la libertad una vez instalado ese socialismo. Pero no imagino cómo se pueda hacer de inicio el camino socialista con una libertad prestada por el sistema a sustituir. No creo que haya que unir precozmente el adjetivo libertad al sustantivo socialista. Cada cosa a su debido tiempo. Cada libertad con su sistema ¿O acaso la libertad no tiene un sentido histórico? Tal como están las cosas hablar previamente de socialismo en libertad, sin otra finalidad que justificar el desvertebrado socialismo actual, equivale a apostar de tacón por un Estado profundamente clasista, una estructura financiera que pesca en aguas negras, una organización laboral que licua trabajadores para refrescar las cuentas de resultados, una administración territorial que mantiene la dinámica colonial interna sometiendo naciones republicanas a la monarquía, una educación que prepara minorías selectas, un juego parlamentario que jibariza el pensamiento, unas instituciones que se clonan a sí mismas y un aire poblado de corrupciones que al norte son «populares» y al sur resultan socialistas… Insistir en el cambio mediante el llamado socialismo en libertad equivale a impedir la llegada real del socialismo.
La República, en su significación histórica en el seno del Estado español, no es papel apto para embalar todo lo descrito sumariamente. Es pueblo en la calle ancha, afán de sanear el ambiente, decisión de igualdades, propuesta de entregar el país a quienes realmente lo elaboran. En España no pueden encarnarse esas voluntades si no es con la herramienta republicana. Calificar esta propuesta como utópica o agotada, a fin de desvirtuarla, resulta risible dada la degradación que contemplan dolorosamente los ciudadanos. ¿Acaso la banca que tenemos puede proponerse como vía de alimentación poderosa para la economía real de hombres y de cosas? ¿Dada la pobreza empresarial para remontar el vuelo social es lícito referirse machaconamente a la superioridad de la iniciativa privada en el campo de la educación, de la sanidad, de la vivienda, de los grandes servicios de transporte? ¿Puede hablarse de justicia tal como se maneja, con sus querellas intestinas ya en la calle y sus servidumbres? ¿Es admisible vitorear a unas fuerzas armadas que son manejadas descaradamente como moneda de cambio en conflictos escandalosos? ¿Podemos conformarnos con una Iglesia que distingue entre buenos y malos midiéndolos con la vara de una política de rentas que hace posible que el camello pase por el ojo de la aguja? ¿Es admisible hablar de fuerza sindical en un momento de sindicatos estatales exangües y regados con dinero público? ¿Nos valen como plataforma de criterio unos medios de comunicación que han vendido su progenitura por un plato de lentejas, eso sí, con sacramentos? No joroben, caballeros.
La República tiene entre nosotros un sentido vitalizador de las verdaderas libertades que necesita la calle. Nació dos veces así. Libertades para el protagonismo real de los ciudadanos, para enhebrar una economía orgánica, para permeabilizar las instituciones por medio de formaciones de base. Es preciso que los nacionalistas, por ejemplo, propongan su nacionalismo desde una óptica republicana a fin convertir la nación en centro de realización propia y de fomento de la igualdad entre naciones. Porque la República reclama la realidad nacional como molde de su acontecer político y moral. Los republicanos no pueden cambiar fichas con el centralismo fermentado por el cuajo de todas las represiones. Las naciones sin estado son hoy la ventana abierta a la nueva sociedad que precisamos. En el nacionalismo aparece rotundamente la imagen de un pueblo. Acerca de ello escribe Carriere en su diálogo con el Dalai Lama que «en el siglo próximo -se refiere al siglo XXI- los pueblos que no hayan conseguido obtener los medios para fabricar su propia imagen correrán el peligro de desaparecer». Hay que afinar el oído y escuchar con mucha prevención esa insidiosa petición de globalizarlo todo porque equivale a alejarlo todo de las masas. También parece imprescindible que el comunismo deje de embutirse en los faralaes de uniones disolventes para volver a ser vanguardia de la acción pública camino del modelo social que ha de suceder al que ya no acierta a ensamblar sus pedazos con una mínima dignidad; esas retóricas uniones suelen emplearse como remonte hacia una izquierda que no pone en juego los músculos. El comunismo o es republicano hoy o se torna aparato administrativo para acolchonar lo existente. Y ser republicano no se agota en la fórmula verbal sino en la acción cotidiana liberada de todo compromiso como no sea el de llegar a la otra orilla. No es decente que el comunismo renuncie al cayuco popular para hacer su navegación ¿Pero todo esto no resulta perfectamente asumible dada la fotografía diaria -que vale por mil consideraciones teóricas- que registra el agotamiento del modelo histórico vigente? ¿Va seguir siendo la miseria pecado de los miserables? ¿Necesitamos aún que nos brinden la escandalosa prolongación de una vida en la UVI? Sr. Orwell, ¿usted qué opina?