El periódico, uno cualquiera, tituló días atrás algo así como «La policía desmantela un local de alterne que explotaba como esclavas a un grupo de nigerianas desde 2002». El titular que propongo es el siguiente: «Miles de ciudadanos corrientes violaron durante tres años a un grupo de nigerianas de un local de alterne a sabiendas […]
El periódico, uno cualquiera, tituló días atrás algo así como «La policía desmantela un local de alterne que explotaba como esclavas a un grupo de nigerianas desde 2002». El titular que propongo es el siguiente: «Miles de ciudadanos corrientes violaron durante tres años a un grupo de nigerianas de un local de alterne a sabiendas de que eran esclavas. No pararon hasta que la policía cerró el local». Esto implicaria vivir en una sociedad avanzada en la que condenamos al vecino putero, moralmente un delincuente en aquellos casos en los que conoce o supone la circunstancia personal de mujeres como las del periódico. No parece suceder así.
Con esta propuesta no estoy condenando la prostitución en sí misma -que es un trabajo que todo el mundo tendría derecho a escoger si pudiese escoger con verdadera libertad- sino la complacencia con la que la sociedad acepta mayoritariamente diversos modelos de explotación de unas personas sobre otras. La prostitución es uno más, pero en este caso cargado de un confuso debate moralista, como todos aquellos en los que el sexo está por el medio. Los humanos nos hemos educado con tantos códigos perversos, contra natura, que al juzgar los rasgos de nuestro modelo económico y social los solapamos y mezclamos con los traumas religiosos de nuestra cultura. Estos traumas religiosos, inevitablemente, han sido asumidos por buena parte de la sociedad como si fueran de naturaleza moral, terrenal, y hacemos así confusos y prejuiciosos análisis sobre las personas que se prostituyen. Diré, de entrada que también es una forma de prostitución generalmente aceptada, e incentivada socialmente, la de numerosas parejas de nuestro entorno que se frotan con asco en la cama, cada noche, y se humillan sexualmente entre sí a cambio de pagar la hipoteca de un piso que está por encima de sus posibilidades.
Estos días se han dado unas asombrosas cifras sobre esta actividad, forzada en la mayoría de los casos. Según la mayoría de las fuentes, este ‘oficio’ (negocio para algunos y algunas) representa algo más del dos (2) por ciento del PIB del Estado y genera más de un millón de servicios sexuales al día. Son ciertos, pero me duele creer estos datos porque significa que tengo amigos y vecinos que me están mintiendo cuando dicen que nunca han ido de putas. Echando cuentas -restando los menores, los muy mayores, los impotentes (dicen los médicos que abundan, aunque ocultos) y los curas que no son puteros- resulta que vivimos en una sociedad, en esta materia, muy poco creyente pero que es practicante en cantidades astronómicas. La misma sociedad que se carga de prejuicios contra las prostitutas es la que alimenta diariamente el modelo clásico de prostitución. De ahí provienen otras estadísticas que anuncian que las parejas españolas son de las que menos veces practican el sexo… con su propia pareja. Entre otras cosas, la acción a gran escala de la prostitución -en el caso de los consumidores con pareja- revela la falta de madurez de las parejas de un país, pues refleja la falta de entendimiento y comunicación entre dos personas que deciden vivir juntas y por lo general se prometen cierta sinceridad.
Personalmente, y superados los traumas citados en las primeras líneas, este consumo/consumidor me resulta rechazable porque, de entrada, no se puede comprar el deseo de otras personas hacia nosotros (que es lo que a mí me satisface del sexo, el deseo mutuo). Pero también es perverso en aquellos casos en los que lo más probable es que, por el precio que se paga normalmente, se estén adquiriendo los servicios de una persona esclavizada de uno u otro modo. Vaya por delante que las prostitutas de lujo, una minoría insignificante que sí puede elegir su profesión, pueden ser muy libres pero no son representativas de la prostitución real que nos ocupa, como la casa de un rey no representa la de los ciudadanos de su país, como la puta culta que se carteaba con Byron y a la que éste besaba sus pies, o como aquella mujer de la interesante ‘Nacional VII’ que masturbaba a un intelectual francés en silla de ruedas que imploraba que, al menos una vez en su vida, un cuerpo desnudo se rozara con el suyo inmovilizado. Hacemos juicios genéricos sobre estas mujeres, tal y como en una discusión sobre la calidad de vida de los funcionarios metemos en el mismo saco a un cartero y a un profesor universitario o a un juez.
Por eso -hagamos el esfuerzo de ignorar esa moral cultural dominante que desprecia y margina a las personas que se prostituyen- creo que el drama de la prostitución es el propio mercado laboral general, el modelo de sociedad que permite la explotación (esto se llama capitalismo, que es una palabra tan censurada que provoca más miedo el pronunciarla que el hecho de que lo practique todo dios). Es, exclusivamente, una cuestión de precio, o acaso no es una forma de esclavitud y prostitución el de una madre que limpia retretes durante diez horas al día por 500 euros al mes para dar de comer a tres niños y pagar el piso; o el nigeriano que, a cambio de una sopa y diez euros, trabaja de sol a sol en un invernadero como un garimpeiro. Aquí también hay un chulo pero estas perversiones sociales ampliamente extendidas no suscitan ningún escándalo porque no hay sexo y, sin embargo, yo tengo que admitir que no sé a cuál de estas personas han robado primero su dignidad como persona. Está claro que el paso a la prostitución ‘clásica’, en la mayoría de los casos, se da por una cuestión de presión de mercado, y el mercado es responsabilidad del modelo de sociedad que elegimos: la de la puta que no elige, la limpiarretretes que no elige y el nigeriano que no elige. Hay un empeño en cierto feminismo clasista -suscribo, como la feminista Josephine Badinter, que también en el feminismo hay teorías muy discutibles aunque sea políticamente incorrecto decirlo- que insiste en considerar la prostitución como un problema derivado únicamente de la explotación machista y niega la culpa que procede del modelo de mercado capitalista que tenemos. Puede ser porque esa feminista esté muy bien posicionada en el mercado laboral o tenga una buena posición económica. Y con esto no estoy criticando el feminismo sino cierto feminismo capitalista (por ser capitalista, no por ser feminista). Ese mismo modelo de mercado es el que ajusta la oferta y la demanda en la prostitución masculina. Por supuesto que el machismo existe y nos perjudica a todas las personas honestas, pero una sociedad que garantice una calidad de vida y de trabajo digna de sus ciudadanos y ciudadanas es la mejor solución para saber qué harían de su vida la prostituta, la limpiadora y el nigeriano.