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La pulsión de muerte en el capitalismo

Fuentes: Rebelión

1  Una tendencia fundamental del capital y de las organizaciones político-estatales que le son propias es apropiarse de la totalidad de la existencia social de los hombres, vida y muerte, en el marco de individuos formalmente libres. De ella han buscado dar cuenta, en grados diversos, nociones como las de supeditación formal y real de […]

Una tendencia fundamental del capital y de las organizaciones político-estatales que le son propias es apropiarse de la totalidad de la existencia social de los hombres, vida y muerte, en el marco de individuos formalmente libres. De ella han buscado dar cuenta, en grados diversos, nociones como las de supeditación formal y real de la fuerza de trabajo, formuladas por Karl Marx, o del biopoder, por Michel Foucault. El capital busca ocultar esa apropiación y presenta la libertad, los derechos del hombre y, en particular, el derecho a la vida, como elementos consustanciales a lo que sería un nuevo estadio civilizatorio.

La fragmentación de la existencia social, en la percepción cotidiana, y desde la teorización ejercida por «pedacerías» disciplinarias, constituyen un paso necesario del dominio en aras de velar aquella apropiación. Por ello, una de las tareas centrales de la reflexión crítica pasa por poner de manifiesto los procesos que permiten, alientan y justifican la fragmentación social, así como de aquellos que hacen posible la apropiación de la vida y sobre los que descansa la pulsión de muerte.

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Avanzada la organización social capitalista, la política y la economía se presentan como mundos independientes y en ruptura, emergiendo en ambos casos el individuo como su unidad constitutiva. La primera aparece como el reino de la igualdad, en donde individuos autónomos, por la vía de acuerdos y contratos sociales, terminan dando forma al Estado (de todos) y con ello a la comunidad. En la economía , el talento, la preparación y el esfuerzo individuales definirán beneficios y prerrogativas y marcarán diferencias sociales.

Es sobre esta fragmentación y ruptura que la noción de ciudadanía alcanza toda su significación reduccionista: un ciudadano-individuo es primordialmente un voto, y éste es igual en términos cuantitativos a cualquier otro voto. No hay en la sustancia voto nada que ponga de manifiesto la desigualdad reinante en la sociedad ni las raíces de tal desigualdad. Por el contrario, una tal ciudadanía oculta a aquellas.

La existencia social de los hombres se realiza en sociedad e inmersos en una densa red de relaciones que definen cómo participan en la producción y cómo se apropian de la riqueza, sea por salarios, renta, plusvalía, o por la relación mercantil simple, y en qué monto. No hay forma de que se multiplique los agrupamientos humanos que viven bajo la forma salarial sin que se concentren fábricas y herramientas en otros agrupamientos humanos, que por esta razón tienen las condiciones de vivir de manera predominante de trabajo ajeno, bajo la forma de plusvalía.Unos ceden trabajo, otros se apropian de trabajo. Unos son explotados, otros explotan.

La economía es el reino donde se construyen tramas de relaciones sociales que ligan la suerte social de unos agrupamientos sociales con otros, pero propiciando destinos y existencias sociales diferenciadas. Sólo hay individuos construidos por un campo de relaciones sociales, por lo que éstas son una unidad constitutiva.

No es difícil comprender que los diversos agrupamientos humanos que viven de plusvalía, salarios, renta o de relaciones mercantiles simples, cuentan con intereses distintos y desarrollan fuerza social diferenciada para defender e imponer sus proyectos e intereses en la sociedad y a la hora de hacerse Estado.

Quedarse en el reino de la política, desligado del reino de la economía, es permanecer así en los límites de cómo quienes tienen el poder político quieren que se vea la política: el mundo de la igualdad, el Estado de todos, la búsqueda del bien común; y como esos sectores sociales quieren que se vea la economía: desligada de la política.

En una fábrica o en un banco nunca se harán manifiestos los elementos políticos, que asumen la forma de constituciones, leyes, normas y reglamentos, que aseguran a sus propietarios mantener dicha propiedad, comprar fuerza de trabajo, apropiarse de trabajo ajeno, lucrar con dinero de ahorradores. La economía, politizada desde sus raíces, no debe politizarse señala el capital.

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La multiplicación de consultas electorales en las últimas décadas en América Latina, llamadas a establecer nuevas formas de legitimidad estatal, ya no por la capacidad de ofrecer beneficios sociales, sino por la legalidad y transparencia de las elecciones, han terminado por restarle opacidad a la política, a lo menos en el sentido de poner de manifiesto sus estrechos vínculos con la economía.

En tanto el discurso enfatizó la ciudadanización, alentó el imaginario de que la política escapaba a caciques, corporaciones, grupos de interés, clases y fracciones, y pasaba a manos de los ciudadanos. Pero en las últimas dos décadas de «democratización» los ciudadadanos se han volcado a las urnas una y otra vez, y una y otra vez los resultados han sido desalentadores, cuando no catastróficos. No existe correspondencia entre el supuesto «empoderamiento» de los ciudadanos (o de la «sociedad civil», en otras interpretaciones) y el brutal deterioro de las condiciones de vida en general de la mayoría de la población en este tiempo. Con ello se derivan a lo menos dos conclusiones: la esfera de este tipo de política no es tan significativa como el discurso de la democratización señalaba; o bien que los intereses sociales que predominan en la economía tienen mucha relevancia política. En cualquiera de los casos, la política va perdiendo su velo en tanto esfera desligada de la economía. Peor aún, deja de ser percibida como el arte que busca el bien común, para manifestarse como el quehacer que salvagurada los intereses de unos pocos. Con esto va quedando en el camino su (imaginaria) capacidad de construir y representar a una comunidad de iguales.

Desde esta perspectiva, la crisis a la que asistimos es mucho más amplia y profunda que la de la representación o de los partidos políticos. Es el propio imaginario de un contrato social el que comienza a ser cuestionado, llevando la crisis al seno mismo del Estado y a las instituciones en que éste se hace visible. Es el (des)acuerdo estatal el que se pone en primer plano.

Esta crisis se puede nombrar como crisis de legitimidad o crisis de la relación mando-obediencia, pero a condición de asumir que esta relación se debilita porque los que obedecen ya no acatan mandatos, porque se va haciendo visible que quienes mandan no sólo abusan del poder, por corrupciones y negocios secretos diversos, sino principalmente porque no cuidan y no protegen sus vidas. Más grave aún, porque descubren que quienes mandan los llevan a la muerte.

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La existencia social de la mayoría de la población se desarrolla en nuestros días -como en la metáfora hobbesiana previa al acuerdo estatal- en el estado de naturaleza, allí en donde todo hombre se constituye en un lobo para los otros hombres. No sólo los bienes materiales están en peligro. La propia vida es la que está en juego.

Para el discurso dominante, este regreso al estadio pre-político se hace manifiesto en la inseguridad pública, en el incremento de la delincuencia, en la expropiación de los espacios públicos por el temor a un asalto. No es que estos problemas no tengan significación ni relevancia, pero constituyen apenas una manifestación de un asunto más de fondo: un cuadro de descomposición societal en donde la vida misma ha quedado en entredicho desde los centros productores y distribuidores de bienes y servicios para la vida: fábricas, talleres, supermercados, y todas las instituciones y espacios que el capital reclama para su reproducción.

Cada pérdida en materia de seguridad social, de avance de la precariedad laboral, del trabajo flexible, de salarios de hambre, de crecientes jornadas de trabajo, son pasos hacia el estado de naturaleza hobbesiano, en donde es la pulsión de muerte la que domina, no la de la vida.

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Nunca se ha hablado y gestionado tanto, como en nuestros días, en torno a la vida, del derecho a la vida, de una cultura de alimentación y ejercicios que permita prolongar la buena vida. La nuda vida, la vida como tal, pareciera estar excluida del ejercicio del poder soberano, en tiempos de la modernidad capitalista, y constituir un campo de decisión privado, individual..

Sin embargo, al igual que dicho poder, que se rige por la ley (nada que quede fuera del Estado de Derecho, se nos dice), pero que es en el Estado de Excepción donde pone de manifiesto su soberanía, esto es, en el acto de suspender la ley, al ubicarse fuera de ella, y por encima de ella, la nuda vida queda incluida en la esfera política del poder soberano, pero como exclusión[1].

Para Agamben, la figura jurídica del homo sacer presente en el antiguo derecho romano expresa esta situación ambigua, al ubicarse en un punto ciego en donde su vida es insacrificable, pero en donde cualquiera puede darle muerte sin que sea considerado un homicida o un criminal.

Los asalariados en la modernidad capitalista se rigen por un derecho que pareciera girar sobre la defensa de la vida. Sin embargo es la muerte lo verdaderamente incluido en la cotidianeidad, sea en cadenas de montaje, frente a máquinas de coser, insertando chips, con salarios de hambre, con nueve, diez o más horas diarias de trabajo, en seis o siete días a la semana; manipulando pesticidas que los contaminan, durmiendo en barracas para abaratar estancias migratorias, incorporando a los niños al trabajo, recreándose nuevas formas de esclavitud. Sea en el desempleo o en el subempleo, donde ni siquiera se gozan los «privilegios» modernos y mundializados del trabajo.

No es la ciudad y su halo de movilidad y vida el paradigma geo-espacial de la modernidad capitalista, sino, por el contrario, el espacio concentracionario de fábricas, talleres, tiendas de servicio, maquilas, despachos de consultoría, los hacinamientos de masas urbanas sometidas al desempleo y el subempleo, lugares en donde se dispone y organiza la vida de los asalariados, donde prevalece el derecho a violar el derecho, o de ponerse por fuera del derecho. Las prisiones estadounidenses en Guantánamo son así un polo del poder soberano del capital que dispone, por encima de toda regla, de la vida y la muerte, y que busca presentarse como un hecho excepcional, pero que cuenta hacia el otro extremo de la cadena con toda la gama de espacios de trabajo y de no-trabajo, en donde se reproducen los «muertos vivientes» que reclama el capital.

A los desposeidos en nuestros días se les da muerte bajo formas y procedimientos diversos, y quienes lo hacen no son considerados homicidas ni criminales. Por el contrario, para la visión dominante son hombres que se arriesgan a invertir y que permiten la apertura de empleos; son emprendedores que hacen frente a los retos de la globalización; son visionarios que construyen una economía más competitiva. El discurso y el derecho dicen proteger la vida. Esconden sin embargo su naturaleza profunda: estar asentados en la muerte. La apropiación de la existencia social de los asalariados por el capital adquiere una nueva dimensión y reclama una nueva lectura.

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¿Qué tiene que ver todo esto con el reino de la democracia y de la libertad? Estas palabras parecieran formar parte de un tejido discursivo de liberación. Pero predomina su sesgo de dominio en las actuales circunstancias. El derrumbe del muro de Berlín (como metáfora del derrumbe del llamado campo socialista) abrió espacios de libertad para el capital alemán, europeo y mundializado. No para los trabajadores, ni alemanes, ni europeos ni mundializados.

Pero mientras caían las piedras y los enrejados en Berlín, nuevos muros se erigían, algunos invisibles, pero con mayor consistencia que la propia cerca alemana. Por de pronto, el gran capital latinoamericano, en estrechos vínculos con el capital mundial, estableció férreos bunkers en torno a su poder político. La gran cantidad de elecciones de todo tipo en la región en los últimos decenios no han logrado remecer ni fracturar las defensas establecidas. Escazos ejemplos en sentido contrario sólo confirman la regla, como también lo muestra el hecho que los verdaderas remezones han provenido de la irrupción de campesinos, mineros, indígenas, obreros, desempleados y pobres en general, sea en Argentina, México, Ecuador o Bolivia..

Si a fines del siglo XIX eran unas cuantras familias las que decidían desde el Estado, hoy son unos cuantos pero poderosos grupos económicos los que lo hacen. Más que democratizarse, en el sentido de quiénes deciden el proyecto de país, el modelo económico, el tipo de integración en la mundialización, el Estado latinoamericano se ha neooligarquizado, y todo ello ocurre teniendo como trasfondo un «coro electoral», que es instalado en los primeros planos, para que la idea de la democracia cubra el escenario y pueda propalarse de que ahora son los ciudadadanos los que deciden y es la vida la que prevalece.



[1] .- Me apoyo en el libro de Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos, España, 2003.