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La puta de Babilonia

Fuentes: Izaronews

La verdad es que en los últimos tiempos, no sé si por competencia religiosa, por impulso político o, quizás, por repetición de alguno de esos ciclos que los economistas nos previenen, la Iglesia católica está en primera línea de la actividad y de la actualidad. A veces parece mentira que espectáculos como los de la […]

La verdad es que en los últimos tiempos, no sé si por competencia religiosa, por impulso político o, quizás, por repetición de alguno de esos ciclos que los economistas nos previenen, la Iglesia católica está en primera línea de la actividad y de la actualidad.

A veces parece mentira que espectáculos como los de la manifestación de Madrid de hace unas semanas o declaraciones como las del innombrable e inmoral obispo de Tenerife justificando la pederastia, pertenezcan a la España moderna que a mordiscos expande su tren de alta velocidad de la capital a la periferia, esa misma España que elevó a la calidad de torero a su primer astronauta. Esa misma España estéril que se prepara a ser ombligo con su fiesta del agua en la Expo de Zaragoza.

La verborrea de los prelados hispanos y los argumentos de la misma nos hacen suponer, por el contrario, que poco o nada nos separa de esa España que abría en canal a sus víctimas para recuperar las alhajas que habían tragado antes de ser detenidas o que instruía a sus perros de presa en los cuarteles y campamentos movedizos para destrozar los testículos de sus enemigos, ya fueran reales, ya imaginarios. La España de la Iglesia es la del gran apagón.

En esta línea de discurso medieval, hace unos meses, el alemán Joseph Ratzinger, convertido en la máxima autoridad de la cristiandad con el seudónimo de Benedicto XVI, minimizó desde Auschtwitz la obra criminal de sus compatriotas en los campos de exterminio y se preguntó por el despiste de Dios en aquellos días. Poco después, el gallego Rouco Varela, referencia de la iglesia española, abogaba por la indivisibilidad de un pedazo de tierra semidesértico al sur de los Pirineos «porque la caridad cristina está por la unidad».

El catalán Marc Carroggio, portavoz de la secta del Opus Dei, se lanzó más tarde en una campaña contra una insoportable película (El Código Da Vinci), campaña que recuerda viejas prácticas inquisitorias. El vasco Jaime Larrinaga, ex párroco de Maruri, explicó que ni la autodeterminación, ni el acercamiento de presos son derechos humanos. Antonio Cañizares, en la cúpula del arzobispado toledano, nos anunciaba una situación política apocalíptica por la peligrosidad de que desaparezca la «nación española» y animaba a los cristianos a movilizarse… En fin, el arcón de declaraciones es interminable.

La Iglesia católica, como desde sus inicios, está en la vida política diaria con una gran influencia y lo que es peor, con vocación de tenerla per se, y de modificar el tempo terrenal a su antojo. No entiendo cómo la mayoría de los estados europeos se definen laicos y, sin embargo, la Iglesia católica tiene tanto peso, como el mayor y más votado de los partidos políticos, como la mayor de las multinacionales. Esta iglesia tiene su propio estado (el Vaticano, recuerdo de un imperio forjado bajo una pirámide de millones de «infieles» muertos) y si la sociedad actuara en consecuencia, sus actores (sacerdotes, obispos, etc.) serían considerados, en el mejor de los casos, agentes de una potencia extranjera.

La iglesia es, en realidad, el núcleo histórico más firme de los sectores políticos (o económicos que es decir lo mismo) que aspiran a manejar los designios de la humanidad. La parafernalia religiosa no resistiría un sólo asalto en el combate de la verdad y, como los defensores de la tortura, se negaría a una comparecencia parlamentaria en la que tuviera enfrente a un puñado de científicos. Su publicidad causaría gran regocijo. Pero, estén ustedes tranquilos. Semejante sesión no se dará jamás. Los argumentos de la fe son tan incontestables como la propia tradición que, inventada, ha sido elevada por repetición a categoría de certeza. ¿A quién convencer ahora de los contrario, de que nos encontramos ante otro de los fiascos del hombre en su paso por el universo?

Hay en este terrible remolino que nos envuelve un argumento-trampa. Los religiosos por interés y los que creen en la religión como eje de su existencia, nos lanzan un mensaje con el objetivo de justificar desmanes y actitudes de la jerarquía eclesiástica: como en la sociedad, la iglesia está formada por gentes de todo pelaje y condición. Es decir, y por simplificar, que hay ministros de Dios fachas y otros que son progres. Y santas pascuas. Jamás he creído en esta afirmación. Es más, son los sectores más retrógrados de la iglesia los que la pusieron en circulación para justificar su rancia esencia.

La iglesia, como institución, siempre ha representado a los sectores más tenebrosos del poder, siempre ha ido por delante en la ejecución de las pautas que más nos avergüenzan como seres humanos que somos. Y no me refiero a cuestiones medievales recurrentes (ciertas por otro lado) como el alma de los indios, la legitimidad de la esclavitud, el derecho a la tortura o el ejercicio de sumisión reservado para las mujeres. No, ciertamente. Me refiero a los hechos citados al comienzo del artículo, agrupados de memoria, como detalles improvisados, y también, y cómo no, a esa larga tradición que nos atenaza desde que nos llegó el uso de la razón. He concluido la lectura del gran trabajo de Juan Madariaga («Historia social de la muerte en Euskal Herria») y he vuelto a salir espantado de la oscuridad, de los guardias con sotana. Por enésima vez.

Por naturaleza, la Iglesia católica es excluyente y, en consecuencia, antidemocrática. No podemos esperar nada que surja de su seno, como no sea la condena al oprimido y el aval al poderoso. Tal y como denunciaban nuestros antepasados. Los cátaros llamaron a la iglesia católica «la puta de Babilonia», al igual que lo hicieron Dante, Lutero…, siguiendo un evocado párrafo del Apocalipsis: «Entonces vino uno de los siete ángeles que llevaban las siete copas y me habló: ´Ven, que te voy a mostrar el juicio de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas, con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los habitantes de la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución´. Me trasladó en espíritu al desierto. Y vi una mujer, sentada sobre una Bestia de color escarlata, cubierta de títulos blasfemos».

Hace unos meses la Asociación Euskara de Roma me invitó a dar una conferencia en Roma y aproveché la ocasión para acercarme al Vaticano. Olor a sangre. Tuve la impresión de entrar en la Babilonia apocalíptica, «cubierta de títulos blasfemos». Cada mañana, cuando circulo con la radio encendida y el dial salta a la Cope y sus frases rasgan el ambiente, me estremece la sensación de la cercanía de la Bestia. Y no puedo dejar de rememorar ese pasado que nos aprisiona, que nos atormenta, los hornos crematorios, el pasado nazi de Ratzinger, su jefatura en la Congregación para la Doctrina de la Fe (eufemismo para designar en la actualidad a la Inquisición). Leo en el diario a Rouco Varela sin poder abominar el inmenso daño que hacen a tantos infelices que mueren en vida para satisfacción del ministerio del Interior de turno. Malditos. ¿O debería concluir de una manera más recatada, como mandan los cánones?