Aprovechando la crisis económica que asola a los países periféricos de la UE, los gerifaltes comunitarios quieren dar un paso gigantesco en la reconstrucción de la megamáquina. Para conseguirlo, se han marcado como objetivo prioritario la reducción de los municipios en estos países, tarea que han iniciado con gran celeridad los gobiernos de Portugal, Grecia […]
Aprovechando la crisis económica que asola a los países periféricos de la UE, los gerifaltes comunitarios quieren dar un paso gigantesco en la reconstrucción de la megamáquina. Para conseguirlo, se han marcado como objetivo prioritario la reducción de los municipios en estos países, tarea que han iniciado con gran celeridad los gobiernos de Portugal, Grecia e Italia. Ahora le ha llegado el turno a España, donde dicen que tenemos una estructura demasiado atomizada e ineficiente, con 8.116 ayuntamientos, de los cuales cerca del 80 % cuentan con menos de 5.000 habitantes. La idea de reducir el número de municipios en nuestro país cuenta con importantes apoyos entre el mundo empresarial y financiero, así como en algunos partidos políticos, como es el caso de UPyD. Esta agrupación ha hecho de la centralización del poder político uno de los ejes de su discurso, atacando sin descanso la transferencia de competencias hacia las comunidades autónomas. Un mensaje que ha calado entre un amplio sector de la sociedad española, cansada de tanto despilfarro y absurda ostentación de poder por parte de los gobiernos autonómicos.
El Presidente del Gobierno español, el Sr. Rajoy, explicó en su intervención en el Congreso de los Diputados, para explicar los nuevos recortes impuestos por UE, que su gobierno se había marcado como «objetivo esencial la racionalización y sostenibilidad de la Administración Local». Para conseguirlo anunció que «delimitarán las competencias de cada Administración, se soluciona el problema de las competencias impropias para que los ayuntamientos no puedan prestar servicios para los que no se cuenta con la financiación necesaria y se refuerza el papel de las Diputaciones Provinciales con el fin de centralizar la prestación de servicios«. Hemos querido resaltar la palabra «centralizar», ya que este es el concepto clave en este proceso de reducción de municipios y el que sirve de enlace con la idea de la megamáquina desarrollada por Lewis Mumford. Una megamáquina cuyo principal objetivo es la centralización absoluta del poder.
Según explica con detalle Mumford en los dos volúmenes del «Mito de Máquina» (editados por Pepitas de Calabaza), el desarrollo de la humanidad se ha visto condicionado por el surgimiento de lo que denominó la megamáquina, «una máquina arquetípica, compuesta de partes humanas«, dirigida por un dirigente supremo que disponía de una «burocracia rígidamente organizada compuesta de un grupo de hombres capaces de transmitir y ejecutar una orden con la minuciosidad ritualista de un sacerdote y la irracionalidad obediente de un soldado«. La primera megamáquina de la historia fue el Egipto faraónico. Su declive también arrastró a la megamáquina que no llegó nunca a disolverse del todo, aunque sus componentes se separaron. Para Mumford, la reconstrucción de la vieja máquina invisible tuvo lugar en tres etapas principales, a intervalos prolongados. La primera etapa estuvo marcada por la Revolución Francesa que si bien acabó con la monarquía dio lugar a un poder abstracto aún más poderoso: El Estado-nación. Una segunda etapa se abrió en 1914 con la Primera Guerra Mundial. Y finalmente, entre 1940 y 1961, emerge la megamáquina modernizada, «dueña de unos poderes de destrucción totales«. Una máquina de componentes humanos que tiene como principales funciones el incremento de la velocidad, la producción en masa, la automación, la comunicación instantánea y el control remoto.
Precisamente, este control remoto que se propone la megamáquina se consigue a través de la centralización del pentágono del poder (poder o energía, propiedad, productividad, publicidad y prestigio). Alcanzado el poder, la megamáquina, en su forma de Estado omnipotente y omnipresente, dedica todo sus esfuerzos, según Mumford, «a acosar, suprimir o destruir a las instituciones rivales» (ayuntamientos, sindicatos, minorías étnicas, movimientos sociales discrepantes, etc…), ya que la megamáquina «es un elefante que le tiene miedo incluso al ratón más pequeño«. Los municipios son, tal y como expresó Albert Camus en «El hombre Rebelde», «la negación, en provecho de lo real, del centralismo burocrático y abstracto«, de ahí el afán del complejo del poder tecnoburocrático de la UE de aniquilarlos. Por ello, Mumford apremiaba «a reconstruir grupos y agencias descentralizados y semiautónomos, si es que no independientes, como práctica de seguridad imperativa, así como condición esencial para la participación humana responsable«.
Ni que decir tiene que la megámaquina, con su imparable proyecto de acaparación del poder, es incompatible con la democracia. Un sistema político que, según Takis Fotopoulos, «no significa otra cosa que el ejercicio directo del poder por parte del ciudadanía, o lo que es lo mismo, la autodeterminación de la sociedad mediante la distribución igualitaria del poder entre todos los miembros«. Si atendemos a este definición de la democracia, nuestros municipios dejaron hace mucho tiempo de ser democráticos. Tendríamos que remontarnos al periodo comprendido entre los siglo XI y XIV para encontrar con auténticas formas de gobierno democrático, periodo que coincide con el pleno auge del llamado Concejo Abierto. Durante el desarrollo de los concejos o concilium abiertos, los vecinos de las ciudades y pueblos de la repoblación eran considerados hombres libres e iguales que se reunían en asambleas para debatir y acordar por consenso la política en sus respectivos territorios. Poco a poco fueron perdiendo este poder a favor de los monarcas y sus secuaces. Desde entonces, -y aunque el sistema del concejo abierto aún perdura en la legislación española como forma de gobierno municipal para los ayuntamientos de menos de cien habitantes-, nuestros municipios han seguido un rápido progreso hacia la concentración de poder en manos de las oligarquías locales, a cuya cabeza se erigen nuestros célebres caciques. Ahora los caciques están integrados en la estructura de los grandes partidos nacionales que les han amparado y dado alas. Y estos siguen haciendo lo que han hecho siempre: fomentar el clientelismo, colocando en las plantillas de los ayuntamientos a sus familiares y adláteres; favorecer a los amigos y hacer la vida imposible a los díscolos del pueblo; disponer del patrimonio común para enriquecerse mediante la especulación del suelo; acaparar la economía local para su exclusivo beneficio; idiotizar y embrutecer al pueblo manteniendo tradiciones incompatibles con el respeto a los animales y la sensibilidad humana; impedir la difusión de la cultura entre la ciudadanía y despreciar la educación de los sector menos favorecidos de la sociedad. Todo esto es lo que ha llevado a la ruina económica a los ayuntamientos españoles y ha puesto en cuestión la propia continuidad del único sistema de gobierno compatible con la verdadera democracia. Quieren quitar poder a los ayuntamientos en beneficio de las diputaciones para que personajes como el Sr. Carlos Fabra le siga tocando la lotería todos los años y puede continuar con la tradición familiar de acaparar el poder en la región alicantina.
En 1977, la editorial Blume publicó una edición española de la conocida obra de Murray Bookchin titulada «los límites de la ciudad». En la prólogo a esta edición, Bookchin manifiesta su coincidencia con la opinión de J.Pitt-Rivers para quien «la palabra española pueblo traduce la griega polis con exactitud superior a la que cualquier vocablo inglés, pues esta comunidad no constituye meramente la unidad geográfica y política sino también la unidad social que trasciende todos los contextos«. A pesar del problema del caciquismo que hemos comentado con anterioridad, -que Bookchin denuncia aludiendo a las diferencias de clase que observó de manera directa en muchos pueblos españoles-, este conocido anarquista americano no ahorra elogios sobre el fuerte sentido de solidaridad y cooperación de los pueblos españoles. Pueblos conformados, en palabras de Bookchin, por «individuos de poderosos ideales, dignidad y seguridad en sí mismos; consecuencia directa de unas comunidades coherentes e intrínsecamente orgánicas«. Frente a las megalópolis de EE.UU, -resultado directo de la última etapa del resurgimiento de la megamáquina-, Bookchin sitúa a España nuevamente «en centro de atención mundial como país en el que los ideales de descentralización, escala humana y auto-administración fueron un día realidades tangibles… Este mundo se siente fascinado no por una España prendida en la trama de las maniobras parlamentarias o hipnotizada por la leve apariencia de libertad política sino, más bien, por el pueblo español que, a través de los movimientos sociales, sindicatos y colectividades agrícolas, dio vida a una visión libertaria que, instintivamente, informa en nuestros días toda la lucha coherente por la libertad humana y la regeneración cívica«. ¿Encontraremos un argumento mejor para luchar por la supervivencia de nuestros pueblos? ¿Dejaremos perder la única oportunidad que nos queda para frenar el ensamblaje definitivo del complejo de poder?¿Defraudaremos a quienes vieron en los pueblos españoles la última esperanza para la regeneración del ideal democrático?
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