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La reforma constitucional de 1992: a 25 años del referendo que no fue…

Fuentes: Rebelión

El pasado 12 de julio de 2017 se cumplió un cuarto de siglo de la reforma constitucional de mayor calado en Cuba después de 1959, a tal punto que algunos de nuestros mayores juristas se preguntaron entonces si no cabría hablar mejor de nueva Constitución. Recordemos que la reforma constitucional fue aprobada en el XI […]

El pasado 12 de julio de 2017 se cumplió un cuarto de siglo de la reforma constitucional de mayor calado en Cuba después de 1959, a tal punto que algunos de nuestros mayores juristas se preguntaron entonces si no cabría hablar mejor de nueva Constitución. Recordemos que la reforma constitucional fue aprobada en el XI Período Ordinario de Sesiones de la III legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular celebrada los días 10, 11 y 12 de julio de 1992, como Ley de Reforma Constitucional de 12 de julio de 1992 (Gaceta Oficial extraordinaria No. 6, de 13 de julio de 1992) y que la Constitución ya reformada apareció en la Gaceta Oficial (edición extraordinaria No. 7, de 1ro. de agosto de 1992).

En total, se adicionaron a la Constitución tres nuevos capítulos. El número total de artículos se redujo a 137, de los 141 originales. La reforma afectó a un considerable número de 77 artículos, aproximadamente el 54.6% del total del texto constitucional. Entre los cambios de mayor peso, el artículo 1 quedó redactado de manera muy similar al de la Constitución de 1940, se modificó la definición de propiedad estatal socialista de todo el pueblo y su carácter irreversible, se incluyó la propiedad de las empresas mixtas como una nueva forma de propiedad, se reguló por primera vez el Estado de Emergencia y se modificó el sistema electoral. En este sentido, la reforma constitucional de 1992 trajo como una de sus consecuencias más positivas el situar a la Constitución en una posición mucho más favorable que antes para generar el consenso en torno a sus normas: Además de los cambios ya mencionados, el Partido ya no es sólo el de la clase obrera, ahora es el de la nación cubana; se introduce el carácter no confesional del Estado y se garantiza la no discriminación por motivos religiosos; se amplía la representatividad democrática en los órganos del poder popular mediante la elección directa de delegados y diputados, y se suprimen las referencias a una ideología del Estado cubano. Considerando el alcance de la reforma constitucional de 1992 resultan llamativos, como escribió en 1996 Hugo Azcuy1, sus escasos antecedentes en la exposición y el debate públicos. Es cierto que la reforma fue precedida por los amplios debates asociados al Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas (1986-89) y el llamamiento al IV Congreso del Partido (1990). Este último resultó quizás el mayor ejercicio de debate público habido en Cuba en el último medio siglo: millones de cubanos, a lo largo y ancho del país emitieron sus criterios, opiniones y sugerencias prácticamente sobre cada asunto, tema o ámbito de la vida nacional. También es cierto que el llamado Período Especial, a partir de 1990, y la apertura a las inversiones extranjeras, y en el comercio exterior y el turismo, requerían la creación de un marco legal distinto al entonces existente. Ambas cosas, cada una en su perspectiva, contribuyeron a explicar la reforma constitucional. Sin embargo, y aun cuando el debate sobre si someterla o no a referendo no trascendió los límites de los directamente implicados en la reforma, además del gremio jurídico, sí que se trató de una controversia que hoy, 25 años después, sin duda merece una relectura, en momentos en que una nueva reforma, anunciada desde 2013, pero prácticamente sin trascendencia alguna a la esfera pública, apunta a recorrer el mismo camino de ser aprobada sin un amplio conocimiento y debate en torno a su contenido.

Por ello, no resulta ocioso y sí muy ilustrativo, pasar revista a los argumentos esgrimidos entonces por los defensores de que la reforma necesitaba sólo la aprobación de la Asamblea Nacional y no la celebración de un referendo2. Veamos sobre qué bases se entendió innecesario el referendo.

Se argumentó, de inicio, que la potestad constituyente (en rigor, de reforma constitucional) de la Asamblea Nacional del Poder Popular, establecida por la Constitución, debía interpretarse sólo como la facultad de introducir modificaciones al texto constitucional, pues la cláusula de reforma exigía que «en caso de reforma total o que afecte la integración y facultades de la Asamblea Nacional o de su Consejo de Estado, o a derechos y deberes consagrados en la Constitución», se celebrase un referendo para ratificarla, convocado por la propia Asamblea. Sin embargo, se interpretó que la expresión «derechos y deberes consagrados en la Constitución» se limitaba a los contenidos en los Capítulos V y VI (que en la actual redacción de la Constitución serían los Capítulos VI y VII), y por lo tanto podrían modificarse sin referendo los contenidos (exceptuando, por supuesto, la integración y funciones de la Asamblea y de su Consejo de Estado), de todos los demás capítulos, incluyendo la propia cláusula de reforma. Por otra parte, se sostuvo que podrían modificarse por la Asamblea, sin necesidad de ratificación por un referendo, los preceptos contenidos en los Capítulos V y VI, es decir, los derechos y garantías fundamentales, «siempre que no limiten, restrinjan o eliminen el ejercicio de esos derechos y deberes». Esta peregrina afirmación, que de hecho vacía de contenido lo dispuesto en el precepto constitucional, se intentó justificar con el argumento de que el propósito del requisito de aprobación por referendo es el defender los derechos y deberes y evitar que sean disminuidos o limitados por un órgano cuyas facultades de reforma constitucional son delegadas por el pueblo.

El argumento resultaba entonces, y aún resulta hoy, por decirlo suavemente, endeble, y tiene el aspecto de ser un sofisma ideado para tratar de eludir una cuestión espinosa. Además, nos enfrenta a algunos problemas prácticos, en primer lugar tenemos el problema de la interpretación: ¿en qué casos estaríamos frente a una limitación, restricción o eliminación de esos derechos y en cuáles no? Segundo: ¿quién decidiría la cuestión? Aparentemente, la propia Asamblea, es decir, la parte interesada en la modificación. Igualmente y según esa lógica, no se requeriría referendo para otorgar nuevas facultades a la Asamblea Nacional y al Consejo de Estado, o para incorporar nuevos derechos o deberes al Capítulo VI de la Constitución.

En principio, parece que con tantas excepciones al ámbito de aplicación de la cláusula de reforma, habría sido mejor despedirnos sin más de la cláusula misma, y establecer simplemente que la Asamblea podrá modificar en todo o en parte el texto constitucional con el voto favorable de las dos terceras partes del número total de sus integrantes, lo que convertiría a nuestra Carta Magna en una de las más flexibles del mundo entero3. Aunque, por supuesto, ello no ocurrió, no cabe duda de que interpretaciones de esta índole, en lo referente a la Constitución y su papel en el ordenamiento jurídico, siguen siendo prevalecientes en las instancias decisoras del Estado cubano.

Por otro lado, entre los defensores de la realización del referendo como jurídicamente imprescindible según lo dispuesto en la cláusula de reforma4, los argumentos principales se sustentaban en dos cuestiones. La primera de ellas, que según el artículo 141 de la Constitución entonces vigente, el referendo era obligatorio para legitimar cualquier modificación de los derechos, deberes y garantías fundamentales, y la reforma propuesta alteraba el régimen de propiedad al introducir una nueva forma de propiedad, no reconocida en la Constitución, como la propiedad de las empresas mixtas y aún de capital totalmente extranjero, es decir, privada. Aún más, eliminaba el carácter irreversible de la propiedad estatal socialista de todo el pueblo, que podía ser entonces reconvertida en propiedad de empresas mixtas o aun en propiedad privada. No hay duda de que el derecho de propiedad es uno de los derechos más fundamentales del catálogo, y determina de hecho el régimen socioeconómico de éste y de cualquier Estado. Sorprendentemente, el Decreto-Ley 50, de 1982, había autorizado la propiedad de las empresas mixtas, no reconocida entonces por la Constitución. En conexión con el propio artículo 141, otra importante novedad de la reforma lo constituía la figura del Estado de emergencia, durante cuya vigencia se autorizaba una regulación diferente (es decir, restrictiva) de los derechos fundamentales, lo cual, en opinión de los defensores del referendo, requería de la realización de éste para su incorporación a la Constitución.

Sin embargo, finalmente se aprobó por la Asamblea Nacional la reforma constitucional y no se convocó referendo alguno, pese a lo cual la reforma de 1992 tuvo amplia aceptación en cuanto a su necesidad y a la conveniencia jurídica y política de la mayoría de las modificaciones efectuadas para mantener el consenso social en torno a los núcleos duros de la Revolución, a sus principios irrenunciables, al mismo tiempo que la Constitución fue liberada de mucha de la influencia soviética y del socialismo esteeuropeo, que marcó el contexto histórico de su redacción y aprobación en 1976.

Todo ello, sin embargo, nos deja aún frente a la pregunta de por qué no se convocó a referendo para que el soberano decidiera sobre la reforma a su Carta Magna. Hasta hoy, ello resulta en un déficit democrático del constitucionalismo cubano, donde en los últimos 60 años sólo ha habido un referendo (para aprobar la Constitución de 1976, por tanto, antes de su vigencia), a pesar de que se han realizado dos reformas de calado a la Constitución, en 1992 y 2002. Ello contrasta agudamente con experiencias recientes en países como Venezuela, Ecuador y Bolivia, donde movimientos y partidos políticos de izquierda, llegados al poder, han llevado a cabo proyectos de transformación social, que se han apoyado explícita y aún fervorosamente, en una práctica constitucional fundada y enraizada en la participación popular directa, ejercida en referéndums, Asambleas Constituyentes, revocatorias de mandato y una amplia gama de mecanismos de participación popular que han llevado a numerosos estudiosos a definir un Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano. En Cuba, por una serie de razones que no es del caso tratar aquí, la Constitución de 1976, reformada en 1972 y 2002, no ha logrado adquirir fuerza normativa directa y ha sido vista más como programa político que como norma jurídica, lo que hace aún más complejo el propósito, expresado por Raúl Castro, de completar la institucionalización del país, que a más de 40 años de la entrada en vigor de la Constitución, y a 25 de su más ambiciosa reforma, aún sigue siendo un sueño y un ideal, pero no una realidad.

El camino a recorrer para convertir finalmente ese ideal en realidad de cada día sólo puede transitar por el rescate de la institucionalidad republicana, la ampliación de los espacios de participación política, el empoderamiento ciudadano en todos los niveles de la gestión de la cosa pública, desde poblados y municipios hasta la Asamblea Nacional, y todo ello en los marcos de una Constitución que debe ser reformada, sí, pero no solo ni principalmente desde arriba, como hace 25 años, sino con la participación plena, consciente y libre de todos los cubanos, que deberían tener la oportunidad, en ejercicio de su derecho ciudadano, de votar por su Carta Magna, después de aprobada en la Asamblea Nacional, en referendo libre y abierto, como establece la cláusula de reforma de nuestra Ley de Leyes, que no puede -no debe- ser eludida por segunda vez, como en 1992.

La relevancia de esta cuestión no puede seguir siendo ignorada o menospreciada: si la Constitución actual ha de ser reformada o sustituida, por el natural deterioro y obsolescencia producidos por la acción del Padre Tiempo, además de las propias insuficiencias y errores de diseño, debe evitarse que el resultado, ya sea por la inadecuación de los medios empleados o por la limitación de los fines perseguidos, resulte meramente una reforma más que nos obligue a la vuelta de algunos años y nuevas coyunturas, a enfrentarnos al mismo dilema. Para alcanzar ese objetivo, resulta imperativo recuperar y desarrollar nuestra tradición republicana, auténtica fuente del constitucionalismo independentista, republicano y revolucionario, repensar nuestras instituciones y prácticas políticas bajo su luz, y construir un republicanismo socialista capaz de superar, por un lado, la seducción de los dogmas liberales y neoliberales y, por el otro, la tentación de mantener inalteradas las concepciones heredadas del socialismo real (estatismo, unidad entendida como unanimidad, desconfianza hacia el Derecho y los mecanismos de control del poder). Ello, en definitiva, sería la manera más efectiva de realizar la República soñada por Martí, con todos y para el bien de todos, con igualdad y libertad plenas, donde todos sean tratados y traten a los demás como seres humanos (es decir, fraternalmente) y con exclusión absoluta de fueros, dignidades especiales ni privilegio alguno.

Notas:

1 AZCUY, Hugo: La reforma de la Constitución socialista de 1976; en el volumen colectivo «La democracia en Cuba y el diferendo con los Estados Unidos», Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1996, pp. 104 -120.

2 Cfr. PÉREZ MILLÁN, Félix: Motivos para una reforma, en Pérez Hernández, Lissette y Martha Prieto Valdés (comp.): Temas de Derecho Constitucional cubano, Editorial Félix Varela, la Habana, 2000, pp. 40-44.

3 Ello contrasta agudamente con las palabras de Fidel en su célebre alegato de autodefensa, cuando afirmó: «(La Constitución) ha de ser estable, duradera y más bien rígida». Cf. CASTRO RUZ, Fidel: La Historia me absolverá, Edición anotada, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2008, p. 79.

4 Entre ellos nombres tan ilustres como Hugo Azcuy y Julio Fernández Bulté.

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