El día 18 de diciembre no debería existir. La celebración de un día internacional dedicado a los inmigrantes es la prueba del camino que hay que recorrer hacia la normalidad, hacia el reconocimiento, que es mucho más que la integración y, desde luego, algo bien distinto de los subterfugios que yacen tras los «buenos deseos» […]
El día 18 de diciembre no debería existir. La celebración de un día internacional dedicado a los inmigrantes es la prueba del camino que hay que recorrer hacia la normalidad, hacia el reconocimiento, que es mucho más que la integración y, desde luego, algo bien distinto de los subterfugios que yacen tras los «buenos deseos» de armonía y mestizaje.
Los inmigrantes, como los refugiados y desplazados, como todos aquellos que se ven obligados a marcharse de su país para poder vivir mejor -o simplemente para poder vivir-, más de 200 millones de personas en todo el mundo, son en este momento la más fiel expresión del ser humano sin atributos. Acabamos de celebrar el 60 aniversario de la Declaración Universal de derechos humanos. Pero esta universalidad es desmentida por la condición jurídica y política que imponemos a estos centenares de millones de personas. Nuestra mirada sobre ellos es la del cálculo y la mezquindad. La de la negación de reconocimiento como sujetos de derechos, como sujetos del espacio público, so pretexto de un marcador previo de identidad: su extranjería, su definición previa como trabajador necesario (o no), la duda sobre si son suficientemente perseguidos en el caso de los refugiados.
Nosotros tampoco tendremos libertad y derechos si hacemos de la ley y el derecho instrumentos de exclusión y discriminación de millones de mujeres y hombres que arriesgan sus vidas en busca de un mundo mejor para ellos y para sus familias. Un derecho y una ley que sostienen el modelo de presencia ausente, de invisibilidad de los inmigrantes, en aras de que el beneficio de su presencia caiga siempre de nuestro lado, no son propios de una sociedad decente. Respuestas jurídicas como la directiva de retorno o el recorte del derecho al reagrupamiento familiar, por no hablar de la ducha escocesa a la que se les somete con la permanentemente incumplida promesa del acceso al derecho al sufragio, son nuestra vergüenza.
Por eso la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) pide una vez más al Gobierno, que tiene a gala la defensa de la primacía del Derecho internacional y de las Naciones Unidas, que ratifique la Convención internacional de la ONU para la protección de los derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias. Que se comprometa a una sencilla reforma constitucional del artículo 13 para reconocer el derecho al sufragio de todos los inmigrantes que son vecinos de nuestras ciudades, que residen estable y legalmente entre nosotros y, en tercer lugar, que realice la reforma obligada de la actual ley de extranjería para extender los derechos tal y como ha señalado el Tribunal Constitucional en sus sentencias de diciembre de 2007, y no para recortarlos, como parece que pudiera suceder, por ejemplo, con el reagrupamiento familiar.