Desorganizados, mal pertrechados, con escasa munición y un idealismo inconcebible en nuestros días, más de 35.000 hombres y mujeres acudieron a España durante la Guerra Civil para intentar frenar el avance del fascismo. No lo lograron. Esta es su historia
“Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides”, Max Aub, Campo de almendros
UNO. Dolores
En la foto no están todos. Los mejores ya habían muerto. Habían caído en Brunete, en la batalla de la sed. También en Belchite. Y en el Ebro. Murieron parapetados mientras defendían las aulas de la Ciudad Universitaria de Madrid. O combatiendo a fascistas italianos en Guadalajara. Muchos perdieron la vida en un valle llamado Jarama. Los que ves en la fotografía son los últimos. Es una de esas imágenes cargadas de melancolía de una guerra pródiga en esa clase de momentos. Está tomada en Barcelona. La fecha, el 28 de octubre de 1938. Es el adiós de un muy peculiar ejército en retirada, la despedida de las Brigadas Internacionales. No es un desfile triunfal, eso puedes leerlo en sus rostros, bajo los que se vislumbra una dignidad desesperada. Cansados, rotos, maltrechos, destrozados, derrotados. Aliviados tal vez por seguir con vida. Orgullosos por haberse dejado la juventud y la piel en España, y a la vez con una amargura que habría de quedárseles clavada en el alma por décadas y que a algunos ya no se les borraría nunca. Dudo que la historia militar registre muchos momentos de este tipo, puesto que se trata de un desfile insólito. Los perdedores raras veces reciben aplausos. Ellos sí. Pero aquella no era una guerra como otras. Y aquel, en cualquier caso, tampoco era un cuerpo militar convencional.
Mira algo más de cerca la imagen. Van mal afeitados. Llevan ropas gastadas. Los soldados levantan el puño. Hay fotos con el mismo gesto, tomadas en la misma ciudad un par de años antes, en julio del 36, cuando el golpe militar había sido abortado y el sueño de la revolución se palpaba con los dedos. El puño en alto era esos días una señal de victoria. Para noviembre de 1938, las cosas se veían muy distintas. Hacía meses que llovía fuego sobre Barcelona. Incluso los niños eran capaces de reconocer el sonido que producían los bombarderos Savoia 79 de la aviazione legionaria. Por eso el desfile se anunciaba con apenas veinte minutos de antelación, pues se rumoreaba que los bombarderos italianos podrían aprovechar la ocasión para terminar de acribillar a los brigadistas. Al tratarse de la última oportunidad para decir gracias, la multitud se saltó los protocolos de seguridad y saltó sobre los brigadistas, cubriéndolos de abrazos y besos. Las películas que se conservan muestran momentos de júbilo y lágrimas. Para los internacionales, que se marchaban en pocos días o semanas, resultaba imposible no preguntarse qué destino habría de esperar a partir de entonces a toda aquella gente.
Las brigadas internacionales debían partir. Volver a casa. Aunque eso solo podían hacerlo quienes tenían un país al que regresar. Buena parte de ellos eran los llamados “desposeídos”. Con el fascismo reinando en la mitad de Europa, su patria les cerraba las puertas. Al igual que a los republicanos españoles solo les quedaba seguir resistiendo. La guerra aquí aún no se había perdido, aunque pocos en el Consejo de ministros eran tan ilusos como para pensar que a esas alturas podían ganarla. En alguna conversación privada, el propio presidente del Gobierno, Juan Negrín, reconocía que no se veía entrando en Burgos en un tanque. Las opciones del doctor Negrín eran escasas. Movía sus tropas como el jugador de ajedrez que tiene todo en contra y busca desesperadamente, si no ya la victoria, al menos unas tablas o una cierta dignidad. Sabía que la suerte de España se decidía no sólo en el paso del Ebro, sino en los despachos de Londres y Munich. Su idea era resistir a toda costa hasta que alguien parase la carnicería española o estallase la siguiente gran guerra en Europa. Y, para ese plan, los brigadistas se habían convertido en un escollo diplomático.
Así que allí estaban. En esta foto. Mírala bien. En sus memorias, algunos de los brigadistas hablan de las flores que les arrojaban desde los balcones, y que cubrían el suelo desde el Paseo de Gracia hasta Plaza de Catalunya. Hubo himnos. Hubo grandes palabras. Normalmente, dos años y medio de guerra gastan tanta palabrería hueca. Pero aquella vez habló Dolores Ibárruri. La Pasionaria volvió a demostrar de dónde le venía su apodo. En su discurso se refirió a ellos como “soldados del más alto ideal de redención humana, desterrados de su patria, perseguidos por la tiranía de todos los pueblos”. Les recordó que “en los días más duros de nuestra guerra, cuando la capital de la República española se hallaba amenazada, fuisteis vosotros, bravos camaradas de las Brigadas Internacionales, quienes contribuisteis a salvarla con vuestro entusiasmo combativo y vuestro heroísmo y espíritu de sacrificio”. También dijo: “Comunistas, socialistas, anarquistas, republicanos, hombres de distinto color, de ideología diferente, de religiones antagónicas, pero amantes todos ellos profundamente de la libertad y la justicia… podéis marchar orgullosos. Sois la Historia. Sois la leyenda. Sois el ejemplo heroico de la solidaridad y de la universalidad de la democracia”. Su discurso terminó con una orden: “¡Volved pronto!”.
Las palabras de la Pasionaria son de fácil acceso en Internet. Curiosamente, hay varias versiones del discurso leído por actrices en distintas lenguas. En su parte central, Ibárruri se dirige de este modo a las mujeres que llenaban las calles: “¡Madres!… ¡Mujeres! Cuando los años pasen y las heridas de la guerra se vayan restañando; cuando el recuerdo de los días dolorosos y sangrientos se esfume en un presente de libertad, de paz y de bienestar; cuando los rencores se vayan atenuando y el orgullo de la patria libre sea igualmente sentido por todos los españoles, hablad a vuestros hijos; habladles de estos hombres de las Brigadas Internacionales”.
Y por esto, hijo, es por lo que tienes esta imagen delante y por lo que escribo este artículo para ti. Para hablarte de esos hombres y de esa foto. Para hablarte de un ejército improbable. Para que escuches, por primera vez, la historia de las Brigadas Internacionales.
DOS. Cuando Loki robó el martillo de Thor
No soy mujer, ni madre, pero tengo un hijo que hace poco cumplió tres años y durante meses he acumulado sobre mi escritorio varios kilos de artículos, un par de torres de papel y medio metro cúbico de libros dedicados a las Brigadas Internacionales.
Todo esto comenzó a finales de 2020, ahora hace más de un año, con una conversación en Twitter con Giles Tremlett, corresponsal del periódico The Guardian en Madrid. Presentar a Tremlett exclusivamente como periodista no solo se queda corto, sino que hace un flaco favor a la verdad. Hablamos de un historiador que conoce bien el pasado de España, que ha escrito dos biografías más que notables sobre Isabel La Católica y Catalina de Aragón. Su libro Ghosts of Spain, traducido al castellano como España ante sus fantasmas, no ha dejado de reeditarse desde su publicación en 2007. Ese noviembre del año 20, cuando supe que su último libro estaba dedicado a las Brigadas Internacionales, le escribí de inmediato para solicitar una entrevista. Acto seguido, escribí a sus editoriales en España y Reino Unido para hacerme con una copia del libro y escribir un artículo para CTXT.
El libro no tardó en llegar. El artículo en cambio se ha prolongado muchísimo más de lo debido. Durante las primeras semanas, en cuanto tuve en las manos Las Brigadas Internacionales. Fascismo, libertad y la Guerra Civil española, leía cada capítulo de manera obsesiva. Aunque es una crónica monumental, escrita con pulso y ritmo narrativo, no diré que pasaba las páginas a toda velocidad. Al contrario. Enmarañaba las páginas con toda clase de anotaciones, cubría los márgenes de signos de admiración y preguntas y recubría cada episodio con post-it de distintos colores para no olvidar lo que acababa de leer. El autor ha pasado más de ocho años documentándose e investigando sobre su tema, y el esfuerzo se percibe en cada uno de los 52 capítulos de su libro, en los que la erudición académica se enriquece con el ojo de un periodista capaz de dar con una buena historia o un detalle revelador.
Terminado el libro de Tremlett, quise saber más. Fue así como me hice con Breve historia de las Brigadas Internacionales, de Jaume Claret Miranda, publicado en 2016 y que acaba de reeditarse con una texto actualizado y revisado. Sobre Jaume Claret no puedo hablar con objetividad, no sólo porque escribe también en estas páginas, ni porque trabajemos en la misma asignatura de la Universitat Oberta, sino sobre todo porque lo considero mi amigo. Sí puedo suscribir en cambio punto por punto lo que Andreu Navarra escribió en este mismo medio sobre su libro: “Si alguien busca una breve narración panorámica sobre qué fueron las Brigadas Internacionales, sobre quiénes las formaron, cómo y dónde se adiestraron, y de dónde procedían y qué pensaban, este es el libro ideal: no confunde información con sequedad, ni expresividad con manipulación”.
Las Brigadas Internacionales, como sabrá quien se lance a leer o a estudiar sobre ellas, es uno de esos campos minados de la historiografía. Cuando por fin creí que sabía lo suficiente para empezar a escribir, no tardaron en emerger todos los charcos, todas las trampas y todos los demonios que acorralan a cualquiera que se sumerge en ciertos episodios de la Guerra Civil, y que llevan a que a mitad de cada párrafo te asalte la sospecha de estar siendo políticamente ingenuo o moralmente injusto. Revisaba cada línea con el temor de no caer en una idealización romántica de los brigadistas ni tampoco dejarme llevar por el extremo opuesto y dibujarlos como peones manipulados, poco menos que títeres manejados por la Internacional Comunista. Me parecía, en todo caso, que esas dos visiones tan frecuentes también hoy no hacen más que actualizar, con un lenguaje puesto al día, la propaganda de un lado y otro de los años 30. También me parecía que una versión simplificada sería poco honesta con la memoria y la experiencia de unos voluntarios que demostraron con sus acciones un coraje y una fe en su causa inconcebibles en el mundo de hoy.
A todo eso se sumaba una creciente sensación de parálisis conforme avanzaba el calendario, que no hacía sino aumentar cada vez que buscaba en Google cualquier dato nuevo sobre las Brigadas Internacionales. A cada paso me encontraba con otro medio centenar de artículos, escritos en varios idiomas y probablemente mejores del que tenía pensado escribir. En psicología llaman a esto “síndrome del impostor”. Por entonces me estaba devorando vivo. ¿Qué podía contar que, verdaderamente, pudiera aportar algo nuevo sobre las Brigadas, más allá de recomendar con la mayor convicción posible la lectura de los libros que acababa de leer?
Resultó, sin embargo, que mientras seguía postergando el momento de sentarme a escribir, por los mismos meses había comenzado a trazar una relación diferente con mi hijo. Después de las navidades del año 20 le regalé el primer número de una colección de juguetes Playmobil llamada La aventura de la Historia. Ignoro si esto es hacer publicidad de una marca comercial, en cuyo caso garantizo no haber sacado ningún partido con ello. El asunto es que cada dos o tres semanas llegaba al kiosco una figura nueva acompañada de un libro. Podía ser un gladiador romano, o un samurái, o una astronauta, o un pirata. A la cara de fascinación de mi hijo al tener el juguete en sus manos se unía mi entusiasmo al encontrar un motivo para hablarle de una época del pasado y observar su asombro al descubrir que en este mundo hay cosas tales como corsarios, emperadores de China, caballeros medievales o alquimistas. Después nos poníamos de acuerdo en el nombre del Playmobil: el gladiador Máximo, la astronauta Valentina, el vikingo Loki. Y mientras pasábamos las horas jugando con ellos pensé que sería formidable tener en las manos la figura de una miliciana o un brigadista internacional con su estrella de tres puntas en el gorro.
Pensé que esa era la historia que me gustaría contar, una historia que no procurase rivalizar con los libros de Jaume Claret y Giles Tremlett, ni con las investigaciones académicas, sino que sencillamente me permitiera compartir con mi hijo unas cuantas historias extraordinarias que merecen la pena ser contadas, y que pudiera escribir para él algo que le permita conocer el paso del Ebro, el batallón Abraham Lincoln, la defensa de Madrid. Todo ello con la misma pasión y la misma complicidad, como quien comparte un secreto, con la que cada día le hablaba de la misión Apolo XI o de la primera mujer que surcó el espacio, del día en que Loki robó el martillo de Thor o de la existencia de una ciudad inca perdida, escondida en lo alto de una montaña, llamada Machu Pichu. Pensé que debía escribir mi artículo sin importarme cómo lo recibirían los especialistas, sino dirigiéndome precisamente a quienes nunca escucharon oír de las Brigadas, y escribirlo no porque yo pueda hacerlo mejor, sino porque son las historias que me han construido y que mi hijo algún día podrá hacer suyas. En definitiva, ¿no era eso exactamente lo que Dolores Ibárruri había pedido en su discurso aquella lejana tarde de otoño de 1938?
TRES. Érase una vez en un lugar llamado España
Cartel de propaganda de las Brigadas.
Escucha, hijo.
Es una vieja historia. Por supuesto, tú aún no habías nacido. Tampoco yo. Ni siquiera tus abuelos. Y sin embargo es una historia que te incumbe. Es una historia de ideales y de personas que se jugaron la vida –y a menudo la perdieron– por defender a un país que no era el suyo de un enemigo que sí era el suyo; un enemigo que era, de hecho, el enemigo de la humanidad.
Siéntate y simplemente escucha. Algún día leerás todo esto y dejará de ser una simple historia. Por el momento, es solo un cuento. Si tienes suerte, cuando dentro de unos años estudies secundaria quizás encuentres a un profesor que llegue a tiempo al tema de la Guerra Civil antes del examen de selectividad y pueda contarte lo que ocurrió sin mentiras ni demasiadas prisas. Si así ocurre, tu profesor o profesora te explicará las razones profundas de lo que ocurrió y por qué ocurrió y por qué esa herida sigue emponzoñando este país. Hoy solo quiero que te sitúes en la época. Como todos los cuentos que te leo, este comienza con “érase una vez”. A diferencia de la mayoría de cuentos, este no comienza en un reino, sino en una República. Así pues, érase una vez una República que no era idílica, ni feliz, ni maravillosa, aunque pueda parecerlo en comparación a lo que vino después. En esa República los problemas sociales eran pavorosos. Las desigualdades entre ricos y pobres, abismales. El analfabetismo, la pobreza, la falta de tierras, la sumisión de las mujeres, el poder inmenso de la Iglesia, el peso aplastante del Ejército… todo esto eran losas gigantes sobre las espaldas de la gente. La República no acabó con estos problemas crónicos, pero su proclamación fue vista, con razón, como el primer intento serio en varios siglos de sacar a España del pozo de la Historia. Esa República llegó de manera pacífica, elegida en unas elecciones, y generó unas esperanzas nunca antes vistas entre la gente humilde. Los problemas seguían allí, pero durante un tiempo se pusieron las bases para encontrarles solución. Piensa en que en solo dos años, entre 1931 y 1933, se construyeron más escuelas públicas que en los dos siglos anteriores. Se aprobó una Constitución que reconocía el derecho al voto de las mujeres. Se procuró reformar y adelgazar un ejército mastodóntico, ineficaz y atrasado. Se legalizó el divorcio. Se suprimieron las ayudas a las órdenes religiosas y se separó la Iglesia y el Estado. Se aprobó una ley de Reforma agraria. Se aprobó la autonomía para Cataluña, mientras se diseñaban estatutos para País Vasco y Galicia.
Todos estos planes se encontraron con obstáculos desde el comienzo. Los cambios que venían con la República no gustaban a todo el mundo. Buena parte de los españoles, y no sólo los ricos, desconfiaban de esas políticas. Tanto es así que en otras elecciones libres, celebradas en 1933, llegaron al poder fuerzas conservadoras que dieron marcha atrás a las reformas. Hoy la Segunda República se asocia a la izquierda, pero conviene recordar que era un sistema democrático, donde se sucedían gobiernos y partidos de distinto signo. Más tarde, en 1936, el pueblo volvió a votar por las izquierdas. Entonces, en vista de que las urnas no les daban el poder, un sector del Ejército, apoyado por la oposición conservadora, los dueños de la tierra, la banca y la Falange, se levantó en armas contra el gobierno elegido por el pueblo.
Hasta aquí, se trataba de un golpe de Estado. Los españoles estaban acostumbrados a ellos, pues durante el siglo y medio anterior el ejército había puesto y quitado gobiernos a su antojo. Los conspiradores habían previsto una conquista rápida y brutal del poder. Pero esta vez el guion acabó siendo diferente. El cuento pasó a ser otro. Un escritor alemán, Hans Magnus Enzensberger, lo explica así: “Los golpistas no contaban con una resistencia seria: en sus cálculos no habían contado con el pueblo español”.
El golpe, por un lado, fracasó. En la capital, Madrid, y en las principales ciudades, las milicias obreras, los sindicatos y las fuerzas leales a la República abortaron el levantamiento militar. Pero por otro lado no fracasó del todo. Tres días después, una tercera parte del país estaba en manos de los generales. A partir de ese momento, lo que había empezado como un pronunciamiento acabaría siendo una guerra civil que iba a durar tres años, que costaría más de cuatrocientas mil vidas, que haría cenizas pueblos y ciudades, y que dejaría cicatrices que perduran hasta este mismo instante.
Te parecerá, mientras te cuento todo esto, que este era un conflicto de españoles contra españoles, una lucha entre las aspiraciones de los humildes y los intereses de los poderosos, entre los poderes tradicionales y masas de desposeídos que exigían un nuevo lugar en el mundo. En efecto, así era. Pero lo cierto es que esa lucha que acababa de comenzar hizo que este país en que vivimos se convirtiera en apenas unos días en el punto exacto donde convergían todos los conflictos y los debates ideológicos, todas las pasiones y los terrores que estaba viviendo la Europa de los años 30, las mismas tensiones que después estallarían en la Segunda Guerra Mundial. Un poeta británico, Stephen Spender, lo dijo de forma elocuente. Para él, España había pasado a ser “el centro de la lucha por el alma de Europa”. O como lo cuenta Giles Tremlett: “Para la gente de lugares lejanos, la Guerra Civil española sería la cuestión palpitante de los tres años siguientes, que atraería como un imán a idealistas, aventureros, periodistas, artistas, escritores, y sobre todo, a quienes estaban convencidos de que esa era la primera parte de una batalla mucho más grande, contra los ideales tenebrosos del fascismo. En las fábricas y los salones intelectuales de todo Europa, y desde la Casa Blanca de Washington hasta el Kremlin de Moscú, España pasó a ser objeto de acalorados debates”.
De allí, de esas fábricas, de las universidades, de las reuniones del partido, de los mítines del sindicato, de las redacciones, es de donde salieron los voluntarios que se alistaron para defender a la República amenazada por el fascismo. Comenzaba a escribirse la odisea de las Brigadas Internacionales.
CUATRO. La reina de la ametralladora
Imagen de la brigadista Fanny Schoonheyt, holandesa, feminista y apodada por la prensa “la reina de la ametralladora”.
Puedo hablarte de los primeros que llegaron. O mejor dicho, de los primeros que estaban aquí cuando empezaron los tiros. Más que venir ellos a una guerra, la guerra fue a ellos. Nos encontramos, hijo, en el año 1936. Ya para entonces transitaban por Europa una buena cantidad de exiliados y fugitivos políticos, refugiados y desterrados sin patria. También, entre esos primeros voluntarios que se chocaron sin esperarlo con la contienda, había un buen número de atletas. Eran los participantes de la Olimpiada Popular de Barcelona, que se presentaba como una alternativa antifascista a los Juegos Olímpicos de Berlín y que reunía a miles de deportistas decididos a boicotear la operación de propaganda del III Reich de Hitler. A menos de un día para la inauguración, prevista para el 19 de julio, los atletas fueron escuchando noticias cada vez más preocupantes. Tropas del Ejército se habían levantado contra el Gobierno en Canarias y en el Marruecos español. Los rebeldes parecían haberse hecho también con Sevilla. Los juegos quedaron, obviamente, suspendidos. De un momento a otro el alzamiento llegaría a la capital catalana. Para ellos, el espectáculo debió ser tan curioso como chocante. En la madrugada del 18 al 19, desde su alojamiento en la Villa Olímpica podían escucharse los disparos.
¿Cómo reaccionarías tú mismo en esa situación? Acudes a Barcelona para participar en unos juegos deportivos y en lugar de eso el día de la inauguración te encuentras con ametralladoras en los cruces de las carreteras, con coches quemados, con barricadas improvisadas. Algunos, y supongo que esto es una reacción comprensible, se escondieron. Muchos se fueron en los primeros barcos, con la promesa de dar a conocer en sus países lo que estaba ocurriendo delante de sus ojos. De entre ellos, varios, según cuenta Tremlett, regresarían a España al cabo de unos meses, “cuando empezó a correr la noticia de que se estaba formando un extraordinario ejército de voluntarios extranjeros, las llamadas Brigadas Internacionales”.
Pero cientos de atletas, los más valientes, o los más impulsivos, o los que ya habían sido expulsados de sus países, o puede que los más insensatos, decidieron quedarse y combatir. Entre ellos, varias mujeres. Como Clara Thälmann, nadadora suiza y militante anarquista. También estaba allí Fanny Schoonheyt, holandesa, feminista, afincada desde el 34 en Barcelona y apodada por la prensa “la reina de la ametralladora”. O la artista inglesa Felicia Browne, quien escribió a su familia: “No quiero irme de este país”. En esa jornada sangrienta perdió la vida el atleta austriaco Mechter, quien, según Jaume Claret, sería el primer voluntario extranjero fallecido en la Guerra Civil española.
Fue una jornada de emociones fuertes. Al mediodía, Barcelona era un campo de batalla. En las horas siguientes, la balanza del combate se fue inclinando del lado de los antifascistas. Hasta tal punto que, si bien el día había comenzado con una insurrección militar, a última hora las calles estallaban de júbilo ante lo que parecía el triunfo de una revolución de izquierdas. El control de la ciudad había pasado del Gobierno republicano y la Generalitat a manos de las milicias y sindicatos obreros, auténticos vencedores de aquel 19 de julio.
¿Qué ocurre entonces? Pues que enseguida los ojos de todo el planeta se clavan en la península. La guerra moviliza instantáneamente las simpatías de la derecha y de la izquierda. Muchos ven en ella un acontecimiento que afecta al conjunto de las naciones. En su Historia del siglo XX, el historiador británico Eric Hobsbawn, entonces un estudiante en Cambridge, lo sintetizó de manera magistral. “Encarnaba las cuestiones políticas fundamentales de la época: por un lado, la democracia y la revolución social, siendo España el único país de Europa donde parecía a punto de estallar; por otro, la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada por una Iglesia católica que rechazaba todo cuanto había ocurrido en el mundo desde Martín Lutero. Es difícil recordar ahora lo que significaba España para los liberales y para los hombres de izquierda de los años treinta. Ahora, incluso en España, parece un episodio de la prehistoria, pero en aquel momento, a quienes luchaban contra el fascismo les parecía el frente central de su batalla”
A los deportistas de la Olimpiada popular, junto con los exiliados políticos que ya estaban en España, se van sumando cientos de extranjeros que en los meses de julio y agosto cruzan los Pirineos por iniciativa propia. Hasta ese momento, la llegada de combatientes internacionales en defensa de la República era exclusivamente espontánea. Pero ellos, y ellas, pusieron las bases de lo que un periodista de la época denominó “el ejército más verdaderamente internacional que el mundo haya visto desde la época de las cruzadas”.
Miguel de Lucas es Doctor en Literatura Española.
Fuente: https://ctxt.es/es/20220201/Culturas/38674/brigadas-guerra-civil-historias-miguel-de-lucas.htm