«Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor/ ignorante, sabio o chorro,/ generoso o estafador…». «Cambalache», tango de Enrique Santos Discépolo, 1934. Una onda «republicana» recorre la política chilena. Aunque nadie ignora que el último republicano -y heroico defensor de sus instituciones- fue el presidente Salvador Allende, ahora debemos soportar que cualquier politicastro […]
«Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor/ ignorante,
sabio o chorro,/ generoso o estafador…».
«Cambalache», tango de Enrique Santos Discépolo, 1934.
Una onda «republicana» recorre la política chilena. Aunque nadie ignora que el último republicano -y heroico defensor de sus instituciones- fue el presidente Salvador Allende, ahora debemos soportar que cualquier politicastro de derecha, centro o Izquierda se proclame «republicano» con impúdico olvido de su pasado o de su complicidad con la actual república oligárquica. Los que sólo ayer pisotearon la república, la Constitución y sus leyes y que apoyaron el terrorismo de Estado, hoy se dicen republicanos hasta los tuétanos. Este súbito fervor «republicano» permite a oficialismo y oposición habilitar un terreno común -deslavado de posiciones ideológicas e intereses de clase- para proteger sus canonjías corporativas y particulares.
Esta grotesca devoción «republicana» huele peor que el chiquero de Freirina, porque su origen está en el miedo. En efecto, la protesta social -que no termina de expresarse de una u otra manera- ha puesto a temblar la institucionalidad heredada de la dictadura. El miedo a perder sus privilegios impulsa a los partidos a un republicanismo que disfraza su complicidad con la institucionalidad que los amamanta («Vivimos revolcaos en un merengue/ y en el mismo lodo/ todos manoseados«, Discépolo dixit).
Esos partidos saben que su existencia clientelar está uncida a la institucionalidad y al modelo económico engendrados por la dictadura militar-empresarial. La institucionalidad que hoy defienden tirios y troyanos es una amalgama política, social, económica y cultural concebida para resistir durante siglos. Sin embargo, está en peligro porque el pueblo despertó, comienza a reclamar sus derechos y exige justicia social. Y además, porque la crisis capitalista ha llegado a la ribera de la economía más abierta del mundo.
Las solemnes actitudes «republicanas» de figurines de nuestra política, sin embargo, convencen a muy pocos. Para la mayoría está claro que vivimos en una república con fundamentos tan débiles como la cola de una lagartija. Sus cimientos no son del hormigón que proporciona la soberanía del pueblo en plebiscito libre e informado. Los fundamentos de nuestra republiqueta son de un material dúctil y maleable que elaboraron las fuerzas armadas, los grupos económicos y los juristas y políticos a su servicio. En la práctica, es la oligarquía militar-empresarial de los 80 la que sigue gobernando. Así se demostró durante los gobiernos de la Concertación, que maximizaron las ganancias del empresariado y de las transnacionales, mantuvieron lo esencial de la Constitución -incluyendo el antidemocrático sistema electoral-, acentuaron la desigualdad con políticas más injustas que las de la dictadura, gasearon, empaparon y apalearon las protestas callejeras y quitaron la vida a una veintena de manifestantes, sobre todo mapuches y trabajadores.
Por eso, lo que hoy el pueblo reclama no son los compromisos de gobernabilidad del puñado de «tribunos» que mantienen secuestradas las facultades de los ciudadanos. La exigencia es rotunda: una Asamblea Constituyente que elabore una nueva Constitución Política y la someta a la aprobación del pueblo soberano. También exige cambiar el modelo económico y social, abandonar la economía de mercado que multiplica la desigualdad y adoptar otro sistema -para nosotros el socialismo-, que permita atender derechos básicos de los ciudadanos como educación, salud, vivienda, trabajo y salario digno, abriendo vías de participación efectivas en las decisiones nacionales, regionales y locales.
Mientras estas demandas no sean resueltas, la crisis institucional seguirá profundizándose. La pose «republicana» no oculta las vergüenzas de unos partidos incapaces de asumir la crítica ciudadana y que han tomado un camino que los lleva a la descomposición. Una muestra elocuente de su atonía es la decadencia de la centroizquierda, que ahora amenaza arrastrar al Partido Comunista. La Democracia Cristiana y el Partido Socialista, otrora partidos de masas y hoy cada vez más reducidos, se encaminan a la insignificancia política y social. Traen a la memoria la suerte corrida en Venezuela por sus partidos hermanos, Copei y Acción Democrática, que en alegre compadrazgo gobernaron durante cuarenta años. Ambos partidos representan hoy apenas el 1,5% y el 3,8%, respectivamente, en un panorama electoral hegemonizado por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) con el 45,8% y el liderazgo del presidente Hugo Chávez -que cuenta con el 60% de la intención de voto para la próxima elección-.
Por supuesto la decadencia de los partidos no significa la eliminación del concepto de partido como nucleamiento voluntario de hombres y mujeres que comparten un ideario y un programa de acción. La necesidad de unir, crear conciencia y vínculos de solidaridad para hacer coherente la acción colectiva, se impondrá siempre sobre la acción individual y la dispersión orgánica. Por desgracia, aunque se han hecho varios esfuerzos -sin duda a destiempo e insuficientes-, no se ha logrado crear en Chile el instrumento político que, actuando desde el movimiento social, levante una alternativa política. Los fracasos fueron por imitar a los partidos en crisis en vez de construir una corriente de opinión distinta que sirviera de sustento a un movimiento amplio político-social. Se eligió el camino fácil pero equivocado de buscar la legalización e intentar la captura de una cuota de votos que permitiera participar en la desprestigiada institucionalidad. Esto abortó los intentos de crear una alternativa política por arriba y aumentó la dispersión.
La Izquierda necesita dotar de un horizonte político a la protesta social. De sus entrañas surgirán el movimiento -y más adelante el partido- que se encargue de las responsabilidades que el siglo XXI plantea al socialismo de nuestro tiempo: la defensa de la Humanidad y del planeta, de la democracia participativa y de las libertades democráticas. Experiencias como las del MAS en Bolivia, el Movimiento PAIS en Ecuador o el PSUV en Venezuela, o el del Frente de Izquierda en Francia y Zyrisa en Grecia, estimulan la imaginación de la Izquierda contemporánea. Es tiempo de emprender la tarea de superar el retraso debido al espejismo que provoca la institucionalidad sobre muchos sectores de la Izquierda chilena.
Vivimos un periodo favorable para levantar una alternativa de Izquierda, nucleadora de movimientos sociales, que, por cierto, es la única perspectiva que asegura el cambio democrático de una institucionalidad en crisis que puede volcarse hacia salidas de extrema derecha. Pero esto es un proceso y no un acto de voluntad de un grupo bien inspirado. Se trata de ganar la hegemonía en el amplio espacio de las conciencias, lo que Fidel Castro ha llamado «la batalla de las ideas». Desde luego es imposible presentar una alternativa de estas características para las elecciones municipales del 28 de octubre. En cambio tendría éxito un gesto ciudadano como la abstención activa. Abstenerse en estas elecciones y redoblar la protesta social serían un castigo a la institucionalidad y a los partidos que trabajan para mantenerla. Y quizás sea el impulso que falta para levantar la alternativa de la Izquierda y de los movimientos sociales.
Editorial de «Punto Final», edición Nº 759, 8 de junio, 2012