No me alegré de que la Selección de la Federación Española de Fútbol perdiera el partido que jugó ayer contra su homóloga francesa. No me alegré, pero sentí un gran alivio. «A ti lo que te sucede es que quieres que le vaya mal a España», me dicen algunos. Y se equivocan por completo. No […]
No me alegré de que la Selección de la Federación Española de Fútbol perdiera el partido que jugó ayer contra su homóloga francesa. No me alegré, pero sentí un gran alivio.
«A ti lo que te sucede es que quieres que le vaya mal a España», me dicen algunos. Y se equivocan por completo. No sólo porque ese equipo no representa a España en tanto que colectividad -ha sido elegido por un empleado de una asociación de carácter privado- sino porque, además, no les deseo ningún mal, ni a la una ni al otro. Soy capaz de defender posiciones derrotistas, si hace al caso. Así, por ejemplo, deseé que las tropas españolas desplazadas a Irak sufrieran un gran fiasco, y no me importaría que lo mismo les sucediera a las que están en Afganistán. Pero en las contiendas futbolísticas, en las que, en tratándose de estados poderosos, tanto montan montan tanto los unos como los otros, no veo ninguna razón extra balompédica para desear que gane éste o pierda aquel.
Mi alivio por la derrota del equipo seleccionado por Luis Aragonés -zafio como él solo, garrulo hasta decir basta- tiene que ver con las reacciones sociales, en parte espontáneas, en mucha mayor medida inducidas, que se habrían producido a ciencia cierta en el caso de que ese conjunto deportivo hubiera vencido ayer, y no digamos ya en partidos sucesivos. La explosión de patriotería celtibérica, jaleada por sus máximas estrellas (El Koala, Manolo el del bombo , Poli Rincón y demás componentes de la crema de nuestra intelectualidad), habría sido -hablo de mí, claro- física y metafísicamente insoportable: un continuo «¡ Semos los mejores!», coreado de mil modos con el «¡Que viva España!» (*) como música de fondo, camisetas en rojo y gualda como uniforme de obligado cumplimiento, pinturas por la cara con el emblema monárquico y un toro de añadido, sonar sincopado de bocinas en la insomne madrugada…
Ésa es una regla general en este tipo de ocasiones, pero en ésta, en concreto -ahora que afrontamos el inminente peligro de desmembración de la Patria, etcétera, etcétera-, se nos avecinaba elevada al cubo. Había razones para el pánico. Recordemos el titular principal de la portada de El Mundo del pasado 15: «La goleada de la selección dispara las expresiones de patriotismo en España». Y de subtítulo: «El PSOE esgrime la «España plural» y el PP habla del «legítimo orgullo de la nación más antigua de Europa»».
Me parece una broma ridícula que haya quienes digan que hablando de estas cosas estamos politizando el deporte. Tanto la valoración de la importancia de la noticia como el contenido de la portada periodística que acabo de citar -una entre cientos: menciono ésa tan sólo porque la conservo- demuestran más que de sobra que el campeonato de fútbol de Alemania ha sido utilizado políticamente desde el primer momento por los defensores de la España «eterna» e «indisoluble» para hacer caja política. A nadie puede extrañar que otros nos opongamos a ello.
Por lo demás, dijeron tantas tonterías previas sobre Francia, los franceses, su selección de ancianos, etc., que ver la cara de pasmados que se les ha quedado no deja de tener su aquel. Espero que hayan comprendido que es imposible ganar un partido de fútbol cuando uno ni siquiera es capaz de chutar contra la portería contraria.
Pasa con esto como con las juergas de alcohol. Los que se achispan se divierten mucho por la noche, durante la fiesta; los demás lo pasamos mejor al día siguiente, cuando nos levantamos de la cama sin resaca.
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(*) La muy patriótica y cargante cancioncilla de Manolo Escobar incluye un barbarismo como la copa de un pino: «Por eso se oye este refrán …», dice. Utiliza la palabra refrán al modo del francés e inglés refrain . Eso en castellano se llama estribillo. Los refranes son otra cosa.