» Nuestra época es esencialmente trágica y precisamente por eso nos negamos a tomarla trágicamente » D.H. Lawrence A partir de un cierto punto en la toma de conciencia en la revolución global las personas reflexionan no sólo captando las enseñanzas del pasado sino también las del futuro. Ese sería un punto de no retorno […]
» Nuestra época es esencialmente trágica y precisamente por eso nos negamos a tomarla trágicamente »
D.H. Lawrence
A partir de un cierto punto en la toma de conciencia en la revolución global las personas reflexionan no sólo captando las enseñanzas del pasado sino también las del futuro. Ese sería un punto de no retorno colectivo, que sólo puede ser abolido mediante un fenómeno catártico parejo, pero de signo negativo, como la guerra. Si la revolución se convierte en una guerra más allá de una retórica antagonista, pero con sus víctimas inocentes, sus venganzas, su carestía de todo excepto de la sangre, la revolución, a la larga, está perdida.
Contra la maldición de convertirnos en guerreros, pero en el encanto de hacer de nosotros revolucionarios, milita la película de Lluís Escartín «The Silence between the shots» («El silencio entre los disparos», 2012), un mediometraje presentado en el Documenta Madrid el 9 de mayo de 2012, no sobre, ni tan siquiera acerca, sino en la revolución egipcia, tan denostada en lo infrainformativo por el estatus quo de los mass media, como sobre-explotada por los postulados insurreccionalistas que paradójicamente no confían en las fuerzas del pueblo para hacer una revolución por sí mismo y la creen títere de las agencias imperialistas.
La perspectiva de esta película es la de tomar el testimonio de la gente joven que llevó el peso de la lucha en la calle. Mujeres árabes, algunas con hijab, artistas, profesoras, músicos, profesionales de todo excepto de hacer una revolución, igual que no se puede ser profesional de respirar o de tener alma. Todos los rostros parecen haber adquirido la belleza de la convicción, del éxito, de la determinación de repetirlo las veces que haga falta hasta alcanzar todos los objetivos, de la experiencia sin escarmentar de la experiencia. Muchos tienen amigos que han caído por los disparos de los francotiradores en aquellas largas jornadas de diciembre y enero cuando corrían alrededor de la plaza Tahir, no huyendo, sino extendiendo una llama. Todos han visto a otros morir y a ellos mismos no alcanzar del todo la vida. Pero todos comparten la satisfacción de haber derrotado a un monstruo extraordinario y haberlo reducido a un enfermo de corazón.
La obra de Lluís Escartín, que regresa una y otra vez a África, ya en su anterior pieza «Amanar Tamasheq» situaba su cámara entre los tuareg del desierto de Mali, es la obra de los que piensan que los actos han de comunicarse a través de los sentidos y los sentimientos, de las razones de la conciencia y del espíritu. Si de «Amanar Tamasheq» decíamos que nos permitía soñar con un mundo en el que los informativos estuvieran hechos por artistas, en «El silencio entre los disparos» los artistas se han convertido en el sujeto de la información, son quienes la producen y la reproducen, los actores, los comunicadores y los receptores de la palabra que subtitula los actos para que sean conocidos por el mundo.
Y coincidencias de la vida, en tanto arte, nos quedamos con ese plano en que Escartín baja y sube en ascensor con uno de sus interlocutores, un joven egipcio que le explica el miedo de los soldados hacia los que no tienen nada. Coincidencia absoluta con la escena final de Jafar Panahi en «This is not a Film» donde ese mismo dispositivo se convierte en la puerta que se abre a la calle y a la revolución. De aquel «parar el mundo que yo me bajo» de los 80 y los 90, a este «abrir la puerta que paramos el mundo» de los tiempos tan interesantes como veloces que nos toca vivir. Por ellos y por nosotros.
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