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La Revolución en Haití y su legado para el porvenir de la emancipación

Fuentes: La Jiribilla

Bicentenario y revoluciones en Nuestra América El bicentenario del 2010 convoca una multitud de temas de nuestra historia compartida. Nos expone también a las diferencias que nos multiplican, incitando la esperanza de una movilización continental que despierte la voluntad de liberación y la crítica de lo existente. El primer rasgo del bicentenario es un horizonte […]

Bicentenario y revoluciones en Nuestra América

El bicentenario del 2010 convoca una multitud de temas de nuestra historia compartida. Nos expone también a las diferencias que nos multiplican, incitando la esperanza de una movilización continental que despierte la voluntad de liberación y la crítica de lo existente. El primer rasgo del bicentenario es un horizonte emancipatorio, imposible de clausurar por las estrategias de domesticación en marcha en diversas políticas estatales de conmemoración. Un exceso, un destiempo, lubrica los engranajes de una maquinaria que solo con impropia vio No se trata meramente de que una orientación radical nos impulse a construir un bicentenario en el que el cambio prevalezca sobre la continuidad, la liberación sobre la servidumbre, la revolución sobre la restauración. La historia de Nuestra América nos habla una lengua que se entiende desde la propia experiencia colectiva siempre que se la considere críticamente. Dicha lengua se transmite en las costumbres y los mitos de nuestros pueblos, y yace batiente en los estratos más densos de nuestra memoria social. Se trata del legado de las revoluciones. Los sucesos revolucionarios son, siempre, fulguraciones que condensan la historia. Tienen sus luces, sus sombras y sus claroscuros. Pero jamás se agotan en sí mismos. Se disponen en formación de combate en el recuerdo. Son objetos de la investigación de la historiografía, pero también son promesas por retomar, por recuperar en la búsqueda de la justicia. ¿Cuál es el sentido histórico de las revoluciones en Nuestra América? La respuesta no es sencilla ni unívoca. Pero es quizá la esencial de la época del bicentenario.

Aquí debemos resumir en dos palabras una argumentación que exige todo un extenso y pormenorizado desarrollo conceptual (un ensayo al respecto en Acha, 2009). Entendemos que la historia de nuestros países requiere emplear la noción de «proceso revolucionario» en lugar de una idea de revolución abrupta y fechada en un día y lugar determinados. Las revoluciones en Nuestra América se prolongan durante años y aún décadas. Generalmente nacen como rebeliones o resistencias, y solo vacilante y contradictoriamente adoptan alientos revolucionarios. Por eso una rebelión como la de Túpac Amaru y los originarios de los Andes en 1780 pertenece al ciclo revolucionario de la independencia (1780-1898), incluso si esa rebelión no emergió como un combate independentistas ni revolucionario. Pero sí movilizó un antagonismo masivo que sería un ingrediente decisivo en una dialéctica histórica compleja que continúa aún en nuestros días. Tampoco las formaciones de «juntas» americanas de gobierno luego de la caída del poder peninsular de la Junta Central de Sevilla, que siguió a la abdicación de Fernando VII y la invasión napoleónica de 1808 en España, estuvieron desde el inicio dirigidas a la insurrección contra el dominio colonial. Pero las resistencias pro colonialistas, la dinámica de lucha social y étnica, además de religiosa y cultural, junto al peligro de la Restauración después de 1815, llevaron a radicalizar las situaciones conflictivas que devinieron independentistas y revolucionarias.

El siglo XX fue también de revoluciones. Pero fueron distintas. El continente había cambiado. El capitalismo había refigurado las sociedades, sus poblaciones se habían modificado, la urbanización había avanzado.

La democracia de masas introdujo novedades significativas, y las estructuras estatales crearon condiciones nuevas para el cambio sociopolítico. Entonces se planteó la tensión entre las revoluciones nacionales, con fuerte corte social y antimperialista, y las revoluciones socialistas. En muchos casos esa oposición fue relativa. Se pudo imaginarla como partes de un mismo proceso de mediana duración. También se pensó, desde otra mirada, que la revolución nacional venía a neutralizar la revolución socialista. En fin, fue una historia extremadamente compleja. Pero ambas revoluciones, en su diferencia, tenían algo en común. Mientras en el siglo XIX el colonialismo delimitó las revoluciones independentistas, en el siglo XX el «otro» de las revoluciones en Nuestra América fue el imperialismo, y sobre todo el norteamericano. En suma, los más de dos siglos del bicentenario (1780-2010), son incomprensibles sin un examen de las derivas de las revoluciones.

Un debate nacido de sus dos ciclos es hasta dónde ellos emergieron de novedades externas o regionales («atlánticas», por ejemplo, comprendiendo sus dos orillas y los países atravesados por la modernidad naciente), y hasta dónde es preciso atribuir eficacia a las dinámicas internas.

La pregunta por la revolución latinoamericana demanda una actualización de sus condiciones de posibilidad y de las direcciones deseables de su realización. El mundo se ha globalizado, pero eso no significa que las peculiaridades regionales hayan desaparecido. Por el contrario, si el espacio de América Latina y el Caribe no podría ser pensado como una sustancia indiferenciada, puede ser instituida como un proyecto transformador. Uno de los desafíos del bicentenario 2010 consiste, justamente, en reproponer la idea de revolución en el subcontinente, en repensar sus ciclos y captar las nuevas circunstancias de la inexhausta posibilidad de reproponer las exigencias de la emancipación.

En esta ilación de nuestra historia y la revolución que acabamos de esbozar falta una pieza fundamental, que orienta el sentido de todo relato que asume el primer viraje radical en la historicidad de las revoluciones. Se trata de la Revolución haitiana. Del mismo modo que con razón Roberto Fernández Retamar (2005) propuso una historia del pensamiento en nuestras regiones a partir del significado de la revolución en la vieja Saint Domingue, la historia de las revoluciones también encuentra en ella un precedente esencial. De ella hablaremos en lo que sigue.

Haití y el acontecimiento revolucionario

En efecto, una de esas revoluciones que no debemos olvidar es la Revolución haitiana que se extiende entre 1791 y 1804. Se trata de una revolución que no podía decir en principio que fuera una Revolución con mayúscula, un proyecto de transformación radical. Como ha sucedido con frecuencia, fue una rebelión que las codicias de los dominadores obligó a devenir revolución. El 1791 de los negros haitianos no se podría entender sin la estela de las revoluciones que atravesaron el Océano Atlántico en las últimas décadas del siglo XVIII. Me refiero a los procesos revolucionario estadounidense (1776-1783) y francés (1789-1814). Sin embargo, 1789 en Francia no incluye en sí mismo el 1791 haitiano y menos el 1804 caribeño, que exceden los retenes en los que se detiene la experiencia revolucionaria europea. Ninguna revolución es igual a sí misma del comienzo al fin. Toda revolución, para ser tal, es un rayo en cielo sereno, incluso si una vez acontecida y concluida hay mil razones que permitan explicarla.

Hay en ello poco de excepcional. Es cierto que las Revoluciones Francesa, Rusa o Cubana no se comprenden sin el examen de las transformaciones estructurales que se despliegan a lo largo de los decenios precedentes, sin los acontecimientos de coyuntura, sin una consideración de algunos enlaces causales y peculiaridades situacionales. Pero, por tomar un caso, nadie podría hallar en la convocatoria a los Estados Generales el germen de la toma de la Bastilla ni la disolución del orden feudal. Es que una revolución es tal porque logra fracturar la continuidad de lo existente y pone en vilo toda explicación deductiva o inductiva. Así como no hay una ley de las revoluciones, tampoco la suma de hechos da cuenta de su singularidad.

Las peripecias de la revolución en Saint Domingue, la parte colonial francesa de la isla, parte luego denominada Haití, siguen un curso tan sinuoso como sostenido en un contradictorio combate por la libertad, en este caso, no como un ideal filosófico, sino en la lucha real, mortal, cuerpo a cuerpo, contra la esclavización. Los hitos son bien conocidos. Todos ellos deben ser leídos, más que como una historia tradicional de grandes personajes o héroes, como expresiones de una lucha popular, de una insurrección multitudinaria e incontenible de diversos estratos y sectores, pero sobre todo de los negros esclavizados.

Recordemos que hacia 1780 Saint Domingue era una próspera colonia francesa, próspera, ciertamente, para quienes se beneficiaban del trabajo esclavista. Como sea, su producción de café y azúcar era esencial para la economía metropolitana. Pero la situación en el sector de la isla dominado por el poder francés en modo alguno era pacífica si se mira bien. Los «grandes blancos», es decir, los plantadores y mercaderes más importantes pero también los oficiales del gobierno y el ejército real, gozaban de una mal disimulada hostilidad de los «pequeños blancos», los mulatos propietarios y los negros libres. En una sociedad organizada en castas, también las capas más pobres se enfrentaban entre sí. El color de la piel era un principio de diferenciación y jerarquización social.

No es siempre clara es la cuestión de cuándo comienza lo que hoy entendemos como la Revolución haitiana. ¿Es preferible iniciar la narración del proceso en las estribaciones de julio de 1789, y entenderla como una forma específica de la revolución que recorre las dos orillas del Atlántico? O bien: ¿no es más adecuado rastrear la acumulación de odios y rebeldías desde el comienzo mismo de la trata esclavista? ¿Acaso la revolución puede ser comprendida como un episodio mayor, fundamental, de la resistencia de las personas arrancadas de sus vidas en África?

Sabemos bien que en agosto de 1791 comienzan a producirse insurrecciones masivas en las plantaciones. Un año antes, en Saint Marc, los sectores blancos privilegiados había reclamado en asamblea una mayor autonomía frente al poder central; pero este antecedente carece de lazos íntimos con el proceso revolucionario que comenzará a germinar al año siguiente. La asamblea de Saint Marc hace sistema con la Revolución Francesa, pero no con la Revolución haitiana.

La práctica de la huida desde las plantaciones hacia las zonas montañosas, la formación de campamentos de cimarrones, era habitual mucho antes de 1791; pero el sentido histórico de la resistencia de las personas esclavizadas adquiere una dimensión diferente. Se hace universal y pronto crea el hecho incontrovertible de la Revolución haitiana en lo que podríamos denominar su ubicación en la «historia universal»: la realidad de una revolución de esclavos que se torna irreversible por su propia decisión de jamás permitir un regreso a la esclavitud.

Lo que es cierto es que entre 1793 y 1794 la conjunción de las contrariedades del dominio colonial entonces marcado por la Revolución Francesa y la breve pero esencial hegemonía jacobina dio paso a la abolición de la esclavitud. En la colonia, el jacobino Léger Félicité Sonthonax toma esa medida en parte por convicción, en parte hostigado por la amenaza contrarrevolucionaria de los plantadores tanto blancos franceses, como mulatos. El año siguiente, la Convención en París decretaría esa medida tornándola irrebatible al menos hasta que el dominio de Napoleón intente luego retroceder en la situación.

Entre 1797 y 1798 el ex esclavizado François Dominique Toussaint Louverture consolida su poder militar y el ascendiente sobre las diversas fuerzas rebeldes. La estrategia de la lucha guerrillera y la vehemencia de la resistencia ofrecida los nuevos hombres libres que no están dispuestos a retornar a la esclavitud se prueba inexpugnable para diversos ejércitos coloniales.

Finalmente, conocemos las desventuras de la derrota y prisión de Louverture en las mazmorras napoleónicas, pero también que bajo el comando de Jean-Jacques Dessalines en 1804 se proclama la independencia de Haití. Lo universal que así se fundó fue la emancipación de los esclavos y la edificación de un poder político radicalmente nuevo.

La noción de revolución, dijimos, introduce un conjunto de temas fundamentales para la reflexión sobre el bicentenario. Desde nuestra perspectiva el bicentenario actualiza el filo conceptual de la revolución como brújula de la historia en Nuestra América. Y esto no como impulso inmanente de un contenido del pensamiento (como un ideal o vector regulativo), sino como reverberación de las prácticas reales del activismo de los pueblos en la alianza de las promesas incumplidas de la democracia liberal-capitalista. Quizá no dispongamos de otro hilo conductor más adecuado para comprender el ya prolongado curso de la historia en nuestras regiones. Nuestra América nace, plural y diversa, en la estela de la revolución y en ella sigue. Pero más concretamente, ¿qué nos aporta la realidad haitiana de 1800? En principio, una percepción de la novedad revolucionaria y su excepcionalidad. Un historiador del siglo XIX recreó imaginariamente la entrevista de Dessalines con Francisco Miranda en 1806, en el que se contrastaba la búsqueda de un consenso liberal entre las elites y la violencia ejercida en una dicotomía amigo/enemigo (ver Thibaud, 2005). Mientras Miranda confiaba en concitar la buena voluntad de las elites criollas, Dessalines asumía la inexorable trabazón entre revolución y guerra.

Lo que aquí hallamos es una concepción de la singularidad revolucionaria haitiana y su divergencia con las tensiones que fructificaban hacia la conmoción del orden colonial hispanoamericano. Dessalines expresa en la crudeza de su experiencia agonística un lenguaje que precipita 15 años de combates, plenos de avances y retrocesos, especulaciones y cambios de bando. Pero sobre todo, la necesidad de asumir que un objetivo revolucionario no puede ser realizado sin la introducción de una noción completamente inédita de los lazos sociales. Lo nuevo no podría ser edificado sobre las bases estructurales de la vieja sociedad. Si debe situarse en las realidades existentes, para triunfar tiene que aceptar la excepcionalidad del hecho revolucionario y, en consecuencia, la radicalidad de sus instrumentos. Una larga y dolorosa historia ha mostrado que los instrumentos no son indiferentes a los fines para los que son empleados; eso no niega, empero, que las situaciones demanden su utilización en situaciones concretas.

La Revolución Haitiana y las interpretaciones de las revoluciones de la independencia

Una importante perspectiva historiográfica desmiente hoy que las revoluciones independentistas expresaran la voluntad de corte del vínculo colonial y la construcción de un orden que nada debía al pasado. Según esta lectura, las revoluciones de 1800 cuyo bicentenario hoy nos convoca, son más bien el producto de reacomodamientos sociales y políticos al calor de unos imperios ibéricos en crisis irreparable. Sería la caída de la soberanía española con la cesión forzada del poder por Fernando VII lo que impulsó una «retroversión de la soberanía» en cuya tracción se desencadenaron los sucesos de fracturas profundas. No se trataría, entonces, de la concreción de un plan preconcebido (tal como aparece claramente expuesto en una interpretación tradicional como la de Lynch, 1976) sino de la difícil constitución de una legitimidad moderna, basado en elites locales, tras el derrumbe del poder peninsular (Halperin Donghi, 1985). Lo revolucionario del período consistiría en la emergencia de la noción republicana de soberanía y la extensión del concepto de pueblo y ciudadanía (Guerra, 1992). Esta lectura del período no es incompatible con la consideración de las tendencias económicas de mayor duración en las que insertar el cambio político e ideológico.

La revolución en Haití podría ser inscripta en esta trama del derrumbe, por ejemplo, del poder monárquico francés, de cuyas ruinas y consecuencias se derivaría la lucha múltiple y entrecruzada entre los propios franceses, y de estos con los mulatos y los negros, de los negros esclavos contra los mulatos propietarios, en alianza con los franceses o a veces con los españoles, y las múltiples otras combinaciones y alteraciones propias de los convulsionados tiempos revolucionarios. Pero en todo caso, se observaría la inexistencia de una clase social y una elite estratégica que concibieran de antemano una transformación radical.

No obstante, quisiéramos aquí recuperar un argumento del historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot sobre la invisibilidad de la Revolución haitiana para las concepciones eurocéntricas y racistas. Trouillot (1995) muestra la continuidad de las evaluaciones político-conceptuales que hermanan las ideas coloniales sobre los negros esclavizados y ciertas interpretaciones historiográficas posteriores. Mientras en Europa y en la propia sociedad colonialista-esclavista los esclavizados eran considerados menos que humanos y, por lo tanto, incapaces de oponer una nueva manera de vivir colectivamente a la impuesta por los europeos, toda acción revolucionaria era inconcebible. La revolución era ininteligible para quienes negaban condición humana a los esclavizados. Si su humanidad era dudosa o controvertible, ¿cómo iban a concebirlos en tanto sujetos políticos? ¿Cómo podrían edificar una sociedad humana nueva, es decir, una realización revolucionaria, quienes carecen de la razón política? Pero esto no se limita a las expresiones de la misma época. También se reiteran en algunas ideas sobre el proceso histórico haitiano que subrayan la dimensión del furor y la venganza de los esclavos contra los blancos. Podemos afirmar que este es el inicio de un discurso de larga duración que vilipendia la revolución social deplorando su violencia, desmesura propiciadora de lo peor.

Sin embargo, la revolución en Saint Domingue fue la primera experiencia revolucionaria que expresó la reivindicación de la libertad individual como principio social universal. Las revoluciones norteamericana y francesa avanzaban con restricciones burguesas sobre las jerarquías y dominaciones reales. Es indiscutible que la dimensión burguesa de las revoluciones euroatlánticas implicaron consecuencias progresivas para sus situaciones; mas para Saint Domingue eran insuficientes.

Así las cosas, ambas podían coexistir con la esclavitud. En contra de lo que señalaba Hegel en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, respecto de que con la historia contemporánea, pensaba como «germánica», la libertad y la eticidad política alcanzaban un equilibrio racional, la realidad sociopolítica euroatlántica parecía obligar a componendas y prudencias cómplices con la dominación. En cambio, fue la revolución de los cautivos en Haití lo que impulsó de manera incomparable la emancipación y su logro mayor, el fin de la esclavitud. Hoy, cuando se pone en duda que las revoluciones sean las «locomotoras de la historia», la de Haití renueva la plausibilidad de que los cambios radicales son los facilitadores de avances en la libertad y la justicia. En el caso concreto que estamos analizando, las estrategias amortiguadas y prudentes se revelaron inclinadas al statu quo, a la conservación de lo existente.

Conclusiones: ¿de te fabula narratur?

Ante la presunta universalidad de las experiencias europeas, las ocurridas en otras zonas «periféricas» del planeta aparecen como particulares; serían formas desviadas o truncas de modelos presuntamente completos, ideales. Las regiones subordinadas al centro del mundo son comprendidas así como situadas en una «sala de espera de la historia» (Chakrabarty, 2007), es decir, ubicadas en una posición de transición. Están «subdesarrolladas», no han logrado aún alcanzar a los países «avanzados».

Desde cierto punto de vista, el caso de la revolución en Haití, considerada en el largo plazo parece confirmar esa mirada, con los hitos del duvalierismo y la opresión económica en el país

La revolución de los esclavos no habría logrado vencer la injusticia, ni amortiguado la pobreza, ni tampoco neutralizado el despotismo. Los esclavos parecen haber querido lograr lo imposible. Al lanzarse a una revolución, a una praxis radical, impidieron el despliegue paciente de formaciones transicionales, hacia una sociedad liberal y moderada, que lograra constituir en el largo plazo los cimientos de un orden menos utópico pero más factible. Pero es un hecho indiscutible que la Francia napoleónica buscaba reimponer la esclavitud, frente a lo cual los ahora libres de Haití estaban dispuestos a luchar hasta la muerte. En realidad, el caso haitiano revela los límites del universalismo francés. En el mismo sentido, la victoria haitiana en 1804 es determinante para que Inglaterra, orgullosa de su flamante liberalidad y liderazgo ético, decidiese en 1807 cesar el tráfico de esclavos que le había reportado tan buenos dividendos en la era de lanzamiento de su capitalismo.

Es cierto que Toussaint Louverture insistió en el carácter «francés» de los principios de libertad que debían ser defendidos y que justifican el derecho a la rebelión (extendido luego a la independencia). Pero lo fundamental es que la independencia, cuando fue finalmente sancionada, tuvo que subrayar la traición de Francia a sus propios ideales.

El artículo 3 de la Constitución de Haití dictada en 1801, antes de la independencia decía: «En este territorio no podrá haber esclavos. La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren libres y franceses».

En cambio, cuando Dessalines proclama la independencia en 1804, la identificación con Francia cede paso al reproche. Los franceses eran entonces «los bárbaros» que habían ensangrentado el país. La libertad francesa era un «remedo de libertad». Y hay buenas razones para justificar históricamente el reclamo haitiano, porque fueron quienes ganaron su libertad poniendo en peligro constante su vida los que condujeron los fueros de la liberación de manera más consistente. Por eso, desde una perspectiva emancipatoria es más adecuado sostener hoy la «idea de 1804» (Nesbitt, 2005) que la «idea de 1789», como quiere Jürgen Habermas, para dar cuenta de los desafíos de nuestra época hacia el porvenir y definir los símbolos de la historia que interesa vindicar. «1791-1804», adquiere una visibilidad eminente en el clima político-conceptual del bicentenario. Califica y vigoriza otras fechas decisivas: 1810, con la ola de luchas independentistas, 1910 con la Revolución Mexicana, 1952 con la Revolución Boliviana, 1959 con la Revolución Cubana, y, sin duda, con una serie más extensa de acontecimientos menos «históricos» pero cuya recuperación meditada es una tarea primaria para la reconstrucción del proyecto de un mundo mejor.

Las filosofías progresivistas de la historia, incluso desde las izquierdas, podrían juzgar el legado de la Revolución haitiana como una vía equivocada de liberación, o reducir su significación a una particularidad inesencial en comparación, por ejemplo, con la Revolución China. Pero ese juicio descansaría en una concepción discutible: la que olvida la rebelión y deseo de libertad de quienes jugaron su vida contra la ignominia y el látigo. Es el compromiso existencial y colectivo con la práctica de la revolución lo que lacera la memoria del bicentenario y le infunde bríos de porvenir. Las promesas de la acción revolucionaria en Haití entre 1791 y 1804, que deben ser estudiadas en toda su complejidad y encuadradas en una historia general de Haití, iluminan una vertiente universal del futuro de la revolución en Nuestra América.

La Revolución haitiana asumió el desafío de construir una sociedad liberada, en la que la igualdad fuera real, y no encubriera distinciones sociales, raciales o económicas. Adoptó temas de las revoluciones atlánticas, pero les imprimió una coherencia que estas no tuvieron. Y si bien las circunstancias históricas de Haití difícilmente podrían ser extendidas a toda América, la interconexión entre distintos planos emancipatorios constituye una inspiración para la imaginación revolucionaria del porvenir.

Los valores de la revolución liberadora son siempre más poderosos que los de la opresión, y su fuerza es incontenible. No por su victoria inevitable; por el contrario, es porque su resistible contingencia lega su deseo de libertad a quienes vienen después. Es sabido que las contrarrevoluciones pueden triunfar, y que generaciones enteras pueden ser derrotadas. Pero una lucha legítima, como la de los negros esclavizados de Haití, victoriosos sobre varios ejércitos coloniales entrenados y bien pertrechados, no se olvida tras una lápida política e historiográfica. El mensaje persevera, renace y rompe la loza del olvido. Hoy recordamos a L’Ouverture, pero con él a muchos otros miles que combatieron a su lado y continuaron cuando él ya no estaba guiándolos. La memoria vence a la muerte. Los signos resurgen en las nuevas generaciones con sed de justicia, en un combate interminable, infinito. Porque el aliento de la emancipación nunca cesa mientras queda un hálito de vida, mientras una gota de sangre impulse el brazo que escapa de la cadena de los opresores, mientras asoma un pensamiento libre.

Conferencia para el Primer Taller de la Cátedra Bicentenario de la Primera Independencia de América Latina y el Caribe. Unión Nacional de Historiadores de Cuba.

* Doctor en Historia y profesor en la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Miembro del Grupo de Trabajo de CLACSO sobre el Bicentenario.

Bibliografía:

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Chakrabarty, Dipesh (2007), Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference, 2ª ed., Princeton, Princeton University Press.

Fernández Retamar, Roberto (2005), Pensamiento de Nuestra América. Autorreflexiones y propuestas, Buenos Aires, Clacso.

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Halperin Donghi, Tulio (1985), Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, Madrid, Alianza.

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James, C. L. R. (2003), Los jacobinos negros. Toussaint L’Ouverture y la Revolución de Haití, México, Fondo de Cultura Económica.

Lander, Edgardo, comp. (2000), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Clacso.

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Trouillot, Michel-Rolph (1995), Silencing the Past. Power and the Production of History, Boston, Beacon Press.

http://www.lajiribilla.co.cu/2010/n455_01/455_04.html