Chile necesita una revolución para que el poder cambie de manos: de las de la oligarquía a las del pueblo. Las reformas por bien intencionadas que sean, resultan insuficientes. Más aún cuando solo persiguen afinar el sistema sin afectar los privilegios de la elite y ciñéndose a una Constitución de matriz autoritaria y oligárquica. Así […]
Chile necesita una revolución para que el poder cambie de manos: de las de la oligarquía a las del pueblo. Las reformas por bien intencionadas que sean, resultan insuficientes. Más aún cuando solo persiguen afinar el sistema sin afectar los privilegios de la elite y ciñéndose a una Constitución de matriz autoritaria y oligárquica. Así lo han demostrado los regímenes neoliberales del último cuarto de siglo. La institucionalidad -que fundó el terrorismo de Estado- bloquea el camino de la democratización y del saneamiento moral del país. Esos objetivos son tarea de una revolución. De un proceso social, político y cultural que supere al tímido reformismo socialdemócrata o liberal.
La historia de lucha del pueblo chileno -plagada de masacres y represiones- sufrió en 1973 un golpe demoledor. El presidente Salvador Allende había iniciado un proceso social de horizontes revolucionarios. Algunos, equivocadamente, no valoramos lo suficiente esa perspectiva. Pusimos más énfasis en alertar sobre el golpismo y en polemizar con los sectores vacilantes de la UP que en alentar la eclosión revolucionaria que podía desencadenar el proceso. La oportunidad pasó y el gobierno popular se vio atrapado en el cepo institucional que lo desgastó y entregó inerme a sus enemigos.
La lección de ese breve periodo histórico -al que siguió la heroica lucha de resistencia al terrorismo de Estado- establece que hay una diferencia enorme entre las reformas que sirven al sistema capitalista para ayudarlo a salir de sus crisis -como las que impulsa el actual gobierno- y las que pueden generar enormes fuerzas antisistémicas. Tal diferencia la tuvieron clara la oligarquía y el capital norteamericano, aun antes que Allende asumiera la Presidencia. Los enemigos del pueblo no tienen escrúpulos a la hora de defender sus privilegios. Así ha sido y será siempre. La conspiración -aceitada con fondos cuantiosos- puso en pie de guerra a las instituciones. Es una falacia sostener que los responsables de las violaciones de los derechos humanos fueron individuos y no instituciones. Por cierto hubo forajidos de uniforme que cumplieron el rol de verdugos. Pero los esbirros obedecían a mandos institucionales y cobraban sueldos del Estado. Lo mismo sucedió con los tribunales, partidos, medios de difusión, corporaciones empresariales y gremiales, etc. Continúan siendo una amenaza y han conseguido paralizar la llamada «transición a la democracia».
El siniestro pasado de estas instituciones y los actos de corrupción que han estallado en sus narices, revelando el sórdido maridaje de política y negocios, son factores determinantes de la crisis del Estado. Esa crisis sólo puede superarla una refundación mediante una nueva Constitución Política. Su legitimidad la dará por primera vez en nuestra historia una Asamblea Constituyente elegida por el pueblo y cuya propuesta será aprobada en un plebiscito.
Lo anterior significa intentar una revolución democrática que necesitará acumular mucha fuerza para disuadir al golpismo y la intervención imperialista, o enfrentarlos si es necesario.
Este proceso será largo y complejo… pero es posible. La mayor dificultad consiste en remover la indiferencia que en forma estéril rechaza al sistema capitalista y a su institucionalidad. El concubinato de los negocios y la política ha terminado por desplomar el respaldo social de instituciones, partidos y empresas. Ha dejado en evidencia que el mercado libre no existe, que las empresas se coluden para estafar al consumidor, que los ahorros de los trabajadores son utilizados para la especulación financiera, que la corrupción es un modo de vida de políticos, funcionarios y empresarios.
La institucionalidad nunca había estado tan debilitada como ahora. Sin embargo la dispersión de las fuerzas anti neoliberales impide construir un proyecto de democracia participativa, de justicia social, de plena soberanía sobre nuestras riquezas naturales y que abra paso a las nuevas generaciones para que se hagan cargo del gobierno del país.
No obstante, la crisis político-institucional está ayudando a despertar las conciencias. La resistencia actualizará las experiencias solidarias y de unidad de trabajadores, estudiantes, pobladores, pueblo mapuche, pensionados, pescadores, mujeres, jóvenes, etc. Es tiempo de terminar con la dispersión. Esto puede lograrlo un programa mínimo para convocar -en un proceso ascendente- a un potente movimiento social y político que imponga la Asamblea Constituyente por la razón o la fuerza. Ese programa podría plantear, por ejemplo, que la Constitución garantice el derecho universal a salud y educación gratuitas y de calidad; un sistema de seguridad social administrado por el Estado para terminar con el robo de las AFPs y las isapres; atención preferente de niños y ancianos por el Estado; la identidad y autonomía de los pueblos originarios; la nacionalización del cobre y el litio; el referéndum revocatorio de los mandatos populares; Asamblea Nacional como única cámara legislativa; límites razonables a las ganancias de las inversiones nacionales y extranjeras; sancionar con cárcel la colusión de empresas; fijar un salario máximo para acortar la diferencia de ingresos; derecho al aborto para la mujer; reconocer el matrimonio gay; democratizar las FF.AA. y Carabineros; asegurar la protección del medioambiente; y una política exterior de unidad e integración latinoamericana.
Se trata de reformas, desde luego, pero de reformas revolucionarias destinadas a cambiar el alma de un país indignado por la codicia de la oligarquía y de la casta política.