Durante el franquismo, la autonomía jurídica y social de la mujer rayaba el cero absoluto. La familia era su destino natural y en torno a ésta se definía el sistema de obligaciones al cual se sometía aquella de por vida. La mujer casada era equiparada a los menores de edad, dementes y sordomudos y carecía […]
Durante el franquismo, la autonomía jurídica y social de la mujer rayaba el cero absoluto. La familia era su destino natural y en torno a ésta se definía el sistema de obligaciones al cual se sometía aquella de por vida. La mujer casada era equiparada a los menores de edad, dementes y sordomudos y carecía de toda capacidad de obrar propia. El cabeza de familia era el marido, quien poseía todo el poder y autoridad: la patria potestad. La mujer necesitaba de su autorización para realizar las más mínimas actividades: abrir una cuenta corriente, solicitar un pasaporte, firmar cualquier tipo de contrato, etc….
Por si fuera poco, correspondía al marido el derecho de administración y disposición del patrimonio de la mujer y ostentaba la representación de ésta. Y si el matrimonio no funcionaba y al final se producía la separación entre los cónyuges (no el divorcio, que no existía), como el domicilio conyugal era la «casa del marido», la mujer se veía obligada a salir de ésta con lo puesto, la cama y la ropa de uso diario. Estas eran las normas de juego.
¿Que a cuenta de qué viene esto? Pues a que hay veces en las que el ordenamiento constitucional vigente me recuerda a mí el derecho de familia franquista que estudiábamos al final de la carrera de Derecho, en el que se establecían todas las normas misóginas antes referidas.
La concepción de la nación-estado española supura por igual esencias canónicas. Según esto, la vocación natural de las naciones existentes en el estado español es la pertenencia a España. No se trata de algo coyuntural, sino esencial. Por eso no es casualidad que tanto el derecho canónico como la propia Constitución utilicen la misma expresión para referirse al matrimonio católico y a la patria española: la «indisolubilidad del vínculo». Para Papas y Borbones, Concilios y Constituciones, Encíclicas y leyes, se trata de algo que tiene que ver con la verdad revelada, a unos por Dios, a otros por sus vísceras.
La Constitución española reformó el régimen franquista y aligeró el status de las nacionalidades conformando lo que se ha llamado el Estado de las Autonomías. Como hicieron las distintas reformas referidas al régimen matrimonial realizadas en los últimos años del franquismo, se aflojaron las correas que ataban en corto aquello que llamaban «la rica variedad de las tierras de España», mero cortijo de gobernadores, caciques y banqueros. Se legalizó así el afloramiento de relucientes autonomías con sus parlamentos, gobiernos, leyes, presupuestos, banderas e himnos propios.
Pero el matrimonio siguió siendo indisoluble y, no solo eso, sino -¡que si quieres arroz Catalina!-, también indivisible. Algo parecido al sagrado misterio de la Santísima Trinidad en el que hay tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero -¡aviso a navegantes!-, un solo Dios verdadero. Y al que cuestione el Catecismo constitucional, pues se le aplica el artículo 155 y santas pascuas. Repito, un solo Dios verdadero. Porque la soberanía, es decir, el poder en última instancia para decidir sobre bienes, haciendas y destinos, es única, y así ha quedado grabada a fuego en la sagrada Constitución. Corresponde únicamente al conjunto del pueblo español, y ¡punto!
Las autonomías fueron concebidas como un chicle que se estiraba y masticaba a voluntad. Cuarenta años después de aprobado el Estatuto de Gernika, decenas de competencias propias siguen aún sin ser transferidas a la CAV. Gobiernos centrales de toda sigla y condición utilizan con cuentagotas su poder para conseguir en momentos de necesidad apoyos autonómicos (PNV-Urkullu) a cambio de revenidas lentejas competenciales y kilómetros de TAV.
A la par de ello, el Gobierno central y su correveidile el Tribunal Constitucional, dejan en suspenso o anulan a voluntad, por docenas, leyes autonómicas y acuerdos de Gobierno que, en su unilateral opinión, superan los marcos legales. La guinda la ponen reformas constitucionales, como las del artículo 135 y su ley de Estabilidad Presupuestaria, que someten las competencias presupuestarias a extremos a los que no se llegaba ni en el franquismo. Así, en Navarra, ampliar hoy las plantillas de bomberos o sanitarias necesita el «nihil obstat» del Gobierno del PP, cosa que con Franco no ocurría.
El marco constitucional vigente sigue siendo una cárcel de pueblos. El poder central controla el régimen interno penitenciario de las autonomías, premiando o castigando a su antojo a quien quiere. La concesión de terceros grados y libertades condicionales a aquellas es totalmente arbitraria, porque a fin de cuentas, como con los mandamientos de la ley de dios, todos ellos se resumen en uno: amarás a España como a ti mismo. Y a quien no lo haga, como Catalunya, ¡Piolín y artículo 155!
Como en cualquier matrimonio o pareja en la que uno de sus miembros -la mujer- haya pasado por una experiencia de malos tratos, marginación y ninguneamiento, la mejor y más sensata solución pasa por la separación, la conquista de la independencia personal y el rehacer la vida propia cada cual por su lado. Afirmar que tras ese tipo de historia todo puede cambiar y la felicidad puede volver a reinar en la pareja es una trampa. Además, caso de que eso sea realmente factible, hay más posibilidades de lograrlo desde la distancia que desde la prolongación de la vida en común.
Hay quienes, en la situación que vivimos, no dudan en reconocer el derecho al divorcio, pero nos dicen que debe realizarse de común acuerdo. Es decir, su régimen matrimonial no se basa en la libertad de los cónyuges. Ellos afirman que en su idílica Arcadia federal-confederal española todo puede ser distinto y que en ella podremos ser felices y comer perdices. Las cuentas, sobre el papel, les salen, pero en cuanto bajan a la realidad política y constitucional, no hallan forma de cuadrarlas. Porque pasar por el aro del acuerdo legal y pactado implica someterse hoy, en última instancia, a la voluntad de ese marido que regula a su antojo nuestro marco de autonomía, diciéndonos cómo debemos vestir, con quien salir, a dónde ir de vacaciones, como educar a nuestros hijos o qué canal de la TV ver. ¡Se acabó: divorcio!
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