imborrables momentos de la historia de las multiformes luchas de los pueblos latinoamericanos y caribeños por su verdadera y definitiva independencia. Como he señalado en otras ocasiones, sin el análisis crítico de todos esos acontecimientos, así como de sus subterráneas, telúricas o volcánicas interrelaciones mutuas, no podremos comprender, en toda su profundidad, las complejidades y […]
imborrables momentos de la historia de las multiformes luchas de los pueblos latinoamericanos y caribeños por su verdadera y definitiva independencia. Como he señalado en otras ocasiones, sin el análisis crítico de todos esos acontecimientos, así como de sus subterráneas, telúricas o volcánicas interrelaciones mutuas, no podremos comprender, en toda su profundidad, las complejidades y dilemas de esta nueva etapa de «la dinámica entre la revolución, las reformas, el reformismo, la contrarreforma y la contrarrevolución» que está viviendo el mundo y, dentro de él, nuestra Patria Grande: América Latina y el Caribe o, si prefieren, «el continente del Abya Yala».1
Dentro de esos «aniversarios redondos» del presente año tenemos que incluir, en primerísimo lugar, el correspondiente a la Segunda Declaración de La Habana, justamente calificada por algunos historiadores o historiógrafos como «el Manifiesto Comunista de la Revolución Latinoamericana». Demostrando, otra vez, el carácter democrático de la proyección externa de la Revolución Cubana,2 a propuesta de la dirección de las Organizaciones Revolucionarias Integradas (antecesora del actual Partido Comunista de Cuba), del llamado «segundo Gobierno Revolucionario Cubano» y de su entonces Primer Ministro, Fidel Castro, un día como hoy, hace cincuenta años, esa trascendental declaración fue aprobada mediante el voto universal, libre, público y directo de los cerca de dos millones de cubanas y cubanos asistentes a la entonces llamada Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba celebrada en la Plaza de la Revolución José Martí.
Igualmente, por las innumerables personalidades, dirigentes y activistas de las diversas organizaciones sociales y políticas que, en los días previos, habían participado en la Conferencia de los Pueblos Latinoamericanos efectuada en La Habana entre el 23 y el 31 de enero de 1962. Entre ellos, nunca podremos olvidar al ex presidente de México, Lázaro Cárdenas; al destacado dirigente campesino brasileño Francisco Julião; a Vivian Trías, Secretario General del Partido Socialista de Uruguay; al Pintor de América Osvaldo Guayasamín y al entonces Senador y posteriormente martirizado presidente de Chile, el compañero Salvador Allende.3
Quiso el llamado «topo de la Historia» que exactamente 30 años después de la aprobación de la Segunda Declaración de La Habana, el 4 de febrero de 1992, «la patria chica» de Simón Bolívar y la opinión pública internacional se estremecieran con las primeras e incompletas noticias de la transitoriamente derrotada sublevación cívico-militar (que no es lo mismo que un golpe de Estado) organizada por el Movimiento Revolucionario Bolivariano, fundado y encabezado por el ahora presidente de la República Bolivariana de Venezuela, el comandante Hugo Chávez Frías.
Según sus protagonistas, esa rebelión tuvo como objetivo inmediato derrocar al cada vez más represivo, entreguista y corrompido segundo gobierno del líder del Partido Acción Democrática, Carlos Andrés Pérez, máximo responsable de la ignominiosa matanza que, tres años antes, se había producido en Venezuela durante e inmediatamente después del llamado «Caracazo». Y, cuando se cumpliera ese propósito, emprender las profundas transformaciones económicas, sociales y políticas que desde hacían varios años venía demandando el pueblo venezolano.
De modo que en el día de hoy, 4 de febrero del 2012, estamos celebrando al unísono el 50 Aniversario de la proclamación a los cuatro vientos de uno de los documentos más trascendentales de la Historia de las luchas de los pueblos latinoamericanos y caribeños por la que José Martí llamó «su segunda independencia» frente al «Norte Revuelto y brutal que nos desprecia» y el 30 Aniversario del que, por analogía con el proceso liberador que se desarrolló en Cuba, nuestra «patria chica», en los años posteriores al 26 de julio de 1953, bien pudiéramos denominar «el Moncada venezolano»: catalizador de la Revolución Bolivariana iniciada a comienzos de 1999.
Y esas dos celebraciones las estamos emprendiendo en la antesala del décimo aniversario de la derrota, el 13 de abril del 2002, del criminal golpe de Estados fascista emprendido en la República Bolivariana de Venezuela por los representantes políticos, militares, mediáticos e ideológico-culturales de los sectores más reaccionarios de las clases dominantes venezolanas, descaradamente apoyados por el «gobierno permanente» y por el «gobierno temporal» de Estados Unidos encabezado por George W. Bush. También a pocas semanas del 45 Aniversario de la publicación por primera vez, el 16 de abril de 1967, del Mensaje del Che a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental, en el que, con la profunda autoridad moral que le confería y le confiere su decisión de luchar, vencer o morir, en cualquier lugar del mundo donde se reclamara el concurso de sus modestos esfuerzos, dejó dicho:
En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en torno a la táctica, método de acción para la consecución de objetivos limitados debe analizarse con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto al gran objetivo estratégico, la destrucción del imperialismo por medio de la lucha debemos ser intransigentes.4
No tengo tiempo para referirme a la profunda y compleja interrelación que le atribuyo a esos y otros acontecimientos históricos que celebraremos o conmemoraremos, según el caso, este año, como la ya próxima celebración del 50 Aniversario del inicio del inconcluso proceso de descolonización de las mal llamadas «Indias Occidentales» y el 45 aniversario, también en los primeros días de agosto de 2012, de la realización en La Habana de la Primera (y a la postre única) Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) que había sido fundada, en enero de 1966, por los representantes de todas las organizaciones populares y revolucionarias de 28 países y territorios coloniales de América Latina y el Caribe que previamente habían asistido a la Primera Conferencia Tricontinental.5
Como se sabe, casi dos meses después de la culminación de la antes mencionada conferencia de la OLAS, el 9 de octubre de 1967, cumpliendo orientaciones del gobierno de los Estados Unidos, la dictadura militar boliviana, encabezada por el general René Barrientos, asesinó a sangre fría en la ahora célebre escuelita de La Higuera, al comandante Ernesto Che Guevara y otros de sus compañeros de lucha que, un día antes, estando heridos e inermes, habían sido hechos prisioneros en el desigual combate que se produjo en la Quebrada del Churo.
En mi consideración, todos esos luminosos y tristes acontecimientos estuvieron interrelacionados con los principales enunciados de la Segunda Declaración de La Habana a los que me referiré más adelante. Pero antes creo necesario abordar, aunque sea brevemente, el contexto político e intelectual en que se aprobó esa declaración. Esas referencias son imprescindibles para aquilatar su significado histórico, para comprender el lenguaje con el que fue redactada, para no dogmatizar ninguno de sus postulados y, por tanto, para aquilatar, en su justa dimensión y de manera dialéctica, su actualidad y su futuridad.
Como bien han indicado diversos analistas e historiadores de diferentes latitudes, la Segunda Declaración de La Habana fue «la respuesta del pueblo cubano» a la Octava Reunión de Consultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Estados Americanos (OEA) efectuada en Punta del Este, Uruguay, entre el 23 y el 31 de enero de 1962. A pesar de la acérrima defensa del sagrado principio de no intervención en los asuntos internos y externos cubanos y de otros Estados latinoamericanos enarbolada por el entonces presidente de Cuba, doctor Osvaldo Dorticós Torrado, y de la abstención de los entonces cancilleres de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México, el secretario de Estado estadounidense Dean Rusk, con diferentes maniobras (incluida la desfachatada compra del voto del representante del sanguinario dictador haitiano Françoise Duvalier y del gobierno uruguayo de la época), logró movilizar los dos tercios de votos imprescindibles para -sobre la base de los viciados presupuestos del Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca (TIAR) de 1947- aprobar la resolución que, bajo el pretexto de la «incompatibilidad del marxismo-leninismo con los principios del Sistema Interamericano», expulsó al Gobierno Revolucionario Cubano de los principales órganos político-militares del Sistema Interamericano: la mal llamada Junta Interamericana de Defensa y la OEA.
Esa nefanda resolución (derogada por la Asamblea General de la OEA que se celebró en Honduras en mayo de 2009, unos días antes del derrocamiento mediante un golpe de Estado de su presidente constitucional, Manuel Zelaya) fue el preámbulo de un nuevo endurecimiento del bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos contra Cuba, al igual que del acelerado diseño de la Operación Mangosta, orientada a crear todas las condiciones políticas y militares necesarias para producir una intervención militar directa contra Cuba.
Esa operación –sin cuyo conocimiento no se puede explicar la llamada Crisis de Octubre o Crisis de Misiles de octubre de 1962- fue fraguada por el presidente demócrata estadounidense John F. Kennedy; cuya administración también estaba empeñada en convertir en realidad a lo largo y ancho de América Latina y el Caribe los tremebundos propósitos «reformistas contra-insurgentes» de la mal llamada «Alianza para el Progreso». Estos ya habían sido denunciados por el comandante Ernesto Che Guevara durante su participación, en representación del Gobierno Revolucionario Cubano, en la reunión del Consejo Interamericano Económico y Social de la OEA que también se había realizado en Punta del Este, Uruguay, en agosto de 1961.6
De modo que podemos afirmar que la Segunda Declaración de La Habana fue una de las más resonantes respuestas del pueblo cubano y de los más lúcidos y combativos representantes de otros pueblos de la América Nuestra a la criminal ofensiva contrarrevolucionaria, contrarreformadora y contrarreformista desatada, a comienzos de la década de 1960, por los círculos de poder estadounidenses y por sus aliados hemisféricos; incluidas todas las dictaduras militares entonces instauradas en la región y buena parte de los gobierno democrático-representativos o, mejor dicho, «democráticos represivos» que sobrevivían en América Latina y en los dos Estados entonces semiindependientes del Caribe: Haití y República Dominicana. El primero mal gobernado por la dictadura de Françoise Duvalier y el segundo por Joaquín Balaguer, uno de los testaferros del célebre dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien había sido asesinado unos meses antes por un comando organizado y financiado por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos.
Sin embargo, desde mi punto de vista, sería un desatino historiográfico y político reducir el significado de la Segunda Declaración de La Habana a esa coyuntura política; ya que, alumbrada por la famosa carta inconclusa que, horas antes de caer en Dos Ríos, el 19 de mayo de mayo de 1895, le estaba escribiendo José Martí a su inseparable amigo Manuel Mercado,7 por las victoriosas experiencias de lucha del pueblo cubano contra la dictadura de Fulgencio Batista y contra el Estado neocolonial instaurado en ese país desde 1902, por las primeras realizaciones económicas y sociales de la Revolución Cubana, por la proclamación de su carácter socialista horas antes de la primera gran derrota del imperialismo yanqui en América Latina (la invasión mercenaria de Playa Girón), así como por las multiformes luchas por la liberación nacional y social que entonces se desarrollaban en África y en Asia, esa declaración fue, desde su primera hasta su última palabra, una convocatoria a los pueblos latinoamericanos y caribeños, así como a aquellos partidos, organizaciones y personalidades de la ahora llamada «vieja izquierda social, política e intelectual» a emprender sus luchas, con todos los medios a su alcance, desde las ideas hasta las armas cuando éstas últimas fueran imprescindibles, por su genuina liberación nacional y social. O, en el lenguaje de la Segunda Declaración de La Habana, por «su única, verdadera [e] irrenunciable independencia».8
Ese propósito supremo, que la hermanó con el Manifiesto Comunista elaborado y difundido por Marx y Engels en los prolegómenos de la Revolución Francesa de 1848 y, por tanto, de los diversos estremecimientos políticos que vivió Europa desde ese momento hasta la Comuna de Paris de 1871, se desprende de las siguientes afirmaciones de la Declaración de La Habana que, para una mejor comprensión, cito textualmente en un orden inverso al que aparecen en la misma página de ese documento:
En muchos países de América Latina la revolución es hoy inevitable. Ese hecho no lo determina la voluntad de nadie; está determinado por las espantosas condiciones de explotación en que vive el hombre americano, el desarrollo de la conciencia revolucionaria de las masas, la crisis mundial del imperialismo y el movimiento universal de lucha de los pueblos subyugados.
Las condiciones subjetivas de cada país -es decir, el factor conciencia, organización, dirección- pueden acelerar o retrasar la revolución según su mayor o menor grado de desarrollo; pero tarde o temprano, en cada época histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia se adquiere, la organización se logra, la dirección surge y la revolución se produce.
Que esta tenga lugar por cauces pacíficos o nazca al mundo después de un parto doloroso, no depende de los revolucionarios; depende de las fuerzas reaccionarias de la vieja sociedad, que se resisten a dejar nacer la sociedad nueva que es engendrada por las contradicciones que lleva en su seno la vieja sociedad. La revolución es en la historia como el médico que asiste el nacimiento de una nueva vida. No usa sin necesidad los aparatos de fuerza, pero los usa sin vacilaciones cada vez que sea necesario para ayudar al parto. Parto que trae a las masas esclavizadas y explotadas la esperanza de una vida mejor.9
Esa convocatoria a emprender de manera inmediata las multiformes luchas revolucionarias, antiimperialistas, anticolonialistas, antineocolonialistas y anticapitalistas en América Latina y el Caribe no fue -como han pretendido algunos analistas- un acto de voluntarismo político. Surgió de un profundo análisis crítico de la historia de la Humanidad y en particular de la historia de los pueblos del mundo subdesarrollado y dependiente desde el mal llamado «descubrimiento de América» hasta los primeros años de la década de 1960; pasando por las frustraciones de las más nobles aspiraciones de los líderes y héroes más radicales de las contiendas por «la primera independencia» de Nuestra América frente a los colonialismos europeos y por la «re-colonización» de ese continente, a partir de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, por parte del entonces todopoderoso imperialismo estadounidense. Ese proceso fue posible gracias a la activa participación de los representantes políticos, militares, mediáticos e ideológico-culturales de diferentes sectores de las clases dominantes latinoamericanas y caribeñas. Por eso la Segunda Declaración de La Habana afirmó:
Los pueblos de América [Latina] se liberaron del coloniaje […] a principios del siglo pasado, pero no se liberaron de la explotación. Los terratenientes feudales asumieron la autoridad de los gobernantes españoles [y portugueses], los indios continuaron en penosa servidumbre, el hombre latinoamericano en una u otra forma siguió [siendo] esclavo y las mínimas esperanzas de los pueblos sucumbieron bajo el poder de las oligarquías y la coyunda del capital extranjero.10
[…]
En las actuales condiciones históricas de América Latina, la burguesía nacional no puede encabezar la lucha anti-feudal y antiimperialista. La experiencia demuestra que, en nuestras naciones, esa clase, aun cuando sus intereses son contradictorios con los del imperialismo yanqui, ha sido incapaz de enfrentarse a este, paralizada por el miedo a la revolución social y asustada por el clamor de las masas explotadas. Situadas ante el dilema imperialismo o revolución, solo sus capas más progresistas estarán con el pueblo.11
Esta última afirmación -profundamente crítica del programa, las estrategias y las tácticas de lucha que entonces defendían ciertos «partidos nacional-populares» y la mayor parte de los partidos comunistas del continente– surgieron de una interpretación revolucionaria, así como de una síntesis creadora y anti-dogmática del legado de Marx, Engels, Lenin, al igual que de la herencia teórica y práctica de las multiformes luchas populares, democráticas y revolucionarias que se habían desarrollado en América Latina y el Caribe a lo largo del siglo XIX y lo transcurrido del siglo XX. Por tanto, esa síntesis se nutrió de los pensadores y pensamientos más radicales sobre las causas estructurales de los profundos problemas económicos, sociales y políticos, internos y externos, que padecía y sufría nuestra Patria Grande.
En particular de aquellos que -criticando el colonizado pensamiento liberal o «socialdemócrata», así como rompiendo el reduccionismo sociológico del marxismo euro céntrico, incluido el elaborado por el trotskismo- ya vindicaban el indiscutible papel que le correspondería desempeñar a «los pobres», a las y a los descendientes de nuestros pueblos originarios, a los afro-descendientes y sus diversos mestizajes, al igual que a otros sectores sociales diferentes a la clase obrera y a los campesinos (cuya importancia también fue revalorizada por la Segunda Declaración de La Habana) en las luchas de los pueblos latinoamericanos y caribeños contra el imperialismo, el colonialismo y el neo-colonialismo, así como contra todas las lacras económicas y sociales, al igual que contra todas exclusiones y discriminaciones que tipificaban y aún tipifican al capitalismo antidemocrático, subdesarrollado, subdesarrollante y dependiente instaurado en la mayoría de los Estados-nacionales y de los territorios colonizados ubicados al Sur del Río Bravo y de la península Florida.
A pesar de mis discrepancias teórico-conceptuales con el presunto carácter «feudal» que en los primeros años de la década de 1960 tenía la formación económico-social latinoamericana y caribeña, en particular la posesión y explotación de la tierra, creo que lo dicho en el párrafo anterior quedó demostrado en los siguientes enunciados de la Segunda Declaración de La Habana que me parecen centrales para aquilatar su significado histórico, su actualidad y su futuridad:
El imperialismo, utilizando los grandes monopolios cinematográficos, sus agencias cablegráficas, sus revistas, libros y periódicos reaccionarios, acude a las mentiras más sutiles para sembrar el divisionismo, e inculcar entre la gente más ignorantes el miedo y la superstición a las ideas revolucionarias, que sólo a los intereses de los poderosos explotadores y a sus seculares privilegios pueden y deben asustar.
El divisionismo -producto de toda clase de prejuicios, ideas falsas y mentiras-, el sectarismo, el dogmatismo, la falta de amplitud para analizar el papel que corresponde a cada capa social, a sus partidos, organizaciones y dirigentes, dificultan la unidad de acción imprescindible entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros pueblos. Son vicios de crecimiento, enfermedades de la infancia del movimiento revolucionario que deben quedar atrás. En la lucha antiimperialista y anti-feudal es posible vertebrar la inmensa mayoría del pueblo tras metas de liberación que unan el esfuerzo de la clase obrera, los campesinos, los trabajadores intelectuales, la pequeña burguesía y las capas más progresistas de la burguesía nacional. Estos sectores comprenden la inmensa mayoría de la población, y aglutinan grandes fuerzas sociales capaces de barrer el dominio imperialista y la reacción feudal. En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos, por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América, desde el viejo militante marxista, hasta el católico [cristiano] sincero que no tenga nada que ver con los monopolios yanquis y los señores feudales de la tierra.
Ese movimiento podría arrastrar consigo a los elementos progresistas de las fuerzas armadas, humillados también por las misiones militares yanquis, la traición a los intereses nacionales de las oligarquías feudales y la inmolación de la soberanía nacional a los dictados de Washington.12
Merece acentuar que estas ideas fueron enunciadas tres años antes de que en República Dominicana apareciera un líder popular de la talla del coronel Francisco Caamaño, así como cuatro antes de que cayera en combate el sacerdote guerrillero Camilo Torres y de que comenzaran a difundirse los fundamentos del «compromiso de los cristianos con los pobres» y de la Teología de la Liberación. Igualmente, seis años antes de que irrumpieran en el escenario político los gobiernos militares nacionalistas de Panamá y Perú, encabezados por Omar Torrijos y por el general Juan Velazco Alvarado, respectivamente. Y, dos años después, la formación del amplio bloque social y político que permitió la victoria de la Unidad Popular chilena en los comicios presidenciales realizados en ese país a fines de 1970.
Sin embargo, en lo personal creo que, a pesar del tiempo transcurrido y de los profundos y contradictorios cambios que se han producido en el mundo y en nuestro continente desde entonces hasta acá, todavía conservan una dolorosa vigencia las críticas al sectarismo, al dogmatismo de viejo y nuevo tipo, a la falta de amplitud para analizar el papel que corresponde a cada capa social, al igual que el llamado a la imprescindible unidad de acción entre «las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros pueblos» formulado por la Segunda Declaración de La Habana. También tienen plena validez sus siguientes afirmaciones:
Con lo grande que fue la epopeya de la independencia de América Latina, con lo heroica que fue aquella lucha, a la generación de latinoamericanos de hoy les ha tocado una epopeya mayor y más decisiva todavía para la humanidad […] Hoy les toca la lucha de liberación frente a la metrópoli imperial más poderosa del mundo, frente a la fuerza más importante del sistema imperialista mundial, y para prestarle a la humanidad un servicio todavía más grande del que le prestaron nuestros antepasados.
Pero esta lucha, más que aquella, la harán las masas, la harán los pueblos; los pueblos van a jugar un papel mucho más importante que entonces; los hombres, los dirigentes importan e importarán en esta lucha menos de lo que importaron en aquella.
Esta epopeya que tenemos por delante la van a escribir las masas hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados, la van a escribir las masas progresistas; los intelectuales honestos y brillantes que tanto abundan en nuestras sufridas tierras de América; lucha de masas e ideas; epopeya que llevarán adelante nuestros pueblos maltratados y despreciados por el imperialismo, nuestros pueblos de sconocidos hasta hoy, que ya empiezan a quitarle el sueño. 13
E n esas luchas actuales y futuras por la liberación de Nuestra América frente a la metrópoli imperial más poderosa del mundo sigue estando vigente otra de las grandes verdades proclamadas por la Segunda Declaración de La Habana: «El deber de todo revolucionario es hacer la revolución»; ya que «no es de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo. […] Cada año que se acelere la liberación de América, significará millones de niños que se salven para la vida, millones de inteligencias que se salven para la cultura, infinitos caudales de dolor que se ahorrarían los pueblos. Aún cuando los imperialista yaquis preparen un drama de sangre, no lograrán aplastar la lucha de los pueblos, concitarán contra ellos el odio universal y será también el drama que marque el ocaso de su voraz y cavernícola sistema».14
Pero, como he dicho en otras ocasiones, para evitarle esos «infinitos caudales de dolor a nuestros pueblos», para enfrentar la contraofensiva plutocrática e imperialista que en la actualidad se está desplegando y en el futuro previsible se desplegará contra las naciones, los pueblos y algunos gobiernos de «nuestra Mayúscula América»,15 es imprescindible que todas y todos los que, desde nuestras correspondientes inserciones sociales y políticas, queremos impulsar los grandes cambios que demanda el mundo y nuestra Patria Grande aprendamos a conjugar adecuadamente cinco verbos: soñar (porque como dijo Fidel Castro no hay revolucionarios sin sueños),16 luchar (porque los sueños que no van acompañado de las acciones para lograrlos son simples quimeras), sumar y multiplicar (porque restar y dividir nunca debe ser la conducta de un revolucionario) y unir a todas y a todos los que deseen sumarse a las multiformes contiendas por la emancipación, por la edificación de un mundo más bonito y mejor que el que hasta ahora hemos conocido, al igual que por la unidad y la integración económica y política de nuestra Patria Grande; ya que como dijo José Martí en su célebre ensayo Nuestra América:
Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según lo acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y de la marcha unida y hemos de andar en cuadro apretado como la plata en las raíces de los Andes.17
Así y solo así podremos convertir en irreversible realidad el estremecedor colofón de la Segunda Declaración de La Habana: «…esta gran humanidad ha dicho ¡Basta! y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia…». 18
¡Muchas gracias!
Notas
Conferencia pronunciada por el doctor en Ciencias Luis Suárez Salazar en la Casa del ALBA Cultural de La Habana, Cuba, el 4 de febrero de 2012.
* Luis Suarez es graduado en Ciencias Políticas, postgrado en Filosofía, Doctor en Ciencias Sociológicas y Doctor en Ciencias. Actualmente, es Profesor Titular a tiempo parcial de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana. Igualmente, del Instituto Superior de Relaciones Internacionales «Raúl Roa García» adscripto al Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba. Ha publicado más de un centenar de artículos y ensayos. También ha sido autor, coautor, compilador y editor de cerca de cinco decenas de libros. Algunas de sus obras han sido traducidas al alemán, al inglés, al italiano, al portugués y al ruso. También han recibido los siguientes reconocimientos: Mención de Honor del Jurado del Segundo Premio Internacional de Ensayo «Pensar a Contracorriente» convocado por el Instituto Cubano del Libro; Premio de la Crítica Científico-Técnica de la Academia de Ciencias de Cuba; Mención Honorífica del «Premio Libertador al Pensamiento Crítico», otorgado por el Ministerio de la Cultura de la República Bolivariana de Venezuela; y Premio Anual a la tesis presentada para obtener su grado de Doctor en Ciencias: máxima categoría académica conferida por la Comisión Nacional de Grados Científicos de la República de Cuba.
1 Luis Suárez Salazar: «La dinámica entre la revolución, la reforma, el reformismo, la contrarreforma y la contrarrevolución en nuestra Mayúscula América: algunas hipótesis». Ponencia presentada en el Coloquio Internacional La América Latina y el Caribe entre la independencia de las metrópolis coloniales y la integración emancipatoria / Casa de las Américas, La Habana, 22 al 24 de noviembre del 2010.
2 La primera vez que se convocó la llamada Asamblea General Nacional del Pueblo fue el 2 de septiembre de 1960. Esta aprobó la posteriormente llamada Primera Declaración de La Habana en respuesta a las resoluciones anti-cubanas aprobadas por la Séptima Reunión de Consultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Estados Americanos (OEA) realizada en San José Costa Rica. Los interesados en el contenido de esa declaración pueden consultar: Luis Suárez Salazar (compilador) Fidel Castro: Latinoamericanismo vs. imperialismo, Editorial Ocean Sur, 2009.
3 «La farsa de la Organización de Estados Americanos en Punta del Este», Cuba Socialista, año 2, no. 6, marzo de 1962, sección «Comentarios del Mes», pp. 91-102.
4 Ernesto Che Guevara: Ernesto Che Guevara: «Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental», en Ernesto Che Guevara: Obras (1957-1967), Editorial Casa de las Américas, La Habana, 1970, p. 597.
5 Ulises Estrada y Luis Suárez Salazar (editores): Rebelión tricontinental: Las voces de los condenados de la tierra de África, Asia y América Latina, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007.
6 Ernesto Che Guevara: «Discursos en Punta del Este, Uruguay», en Ernesto Che Guevara: Obras (1957-1967), Editorial Casa de las Américas, La Habana, 1970, pp. 420-468
7 En esa inconclusa carta José Martí expresó, entre otras cosas: «Ya puedo escribir […]; ya que estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber […] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan con esa fuerzas más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso». El texto de esa carta encabezó la Segunda Declaración de La Habana.
8 Segunda Declaración de La Habana, en José Bell Lara, Delia Luisa López García, Tania Caram León: Documentos de la Revolución Cubana 1962, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, p. 532.
9 Ibídem, p. 513.
10 Ibídem, p. 514.
11 Ibídem, p. 528.
12 Ibídem, pp. 528 y 529.
13 Ibídem, p. 530.
14 Ibídem, pp. 529 y 530
15 Luis Suárez Salazar: «Contraofensiva plutocrática-imperialista contra nuestra Mayúscula América«, en Felipe de Jesús Pérez Cruz (coordinador): América Latina en tiempos de bicentenario, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2011, pp. 96-119.
16 Fidel Castro: Un grano de maíz (Conversación con Tomás Borge), Oficina de publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 1992.
17 José Martí: Nuestra América, Casa de las Américas, La Habana, 1974, pp.21 y 22.
18 Segunda Declaración de La Habana, ed. cit., p. 532.