En la dictadura estábamos todos fichados. En este remedo de democracia no estamos fichados, estamos registrados. En aquel entonces nadie se llamaba a engaño. Ya sabíamos todos cómo se las gastaba el régimen con quienes nos negábamos a comulgar con ruedas de molino. Era una sociedad hermética manejada por un gobierno despótico. Hoy, sin embargo, […]
En la dictadura estábamos todos fichados. En este remedo de democracia no estamos fichados, estamos registrados. En aquel entonces nadie se llamaba a engaño. Ya sabíamos todos cómo se las gastaba el régimen con quienes nos negábamos a comulgar con ruedas de molino. Era una sociedad hermética manejada por un gobierno despótico. Hoy, sin embargo, vivimos tiempos felices en una sociedad desnuda amparada además por la pomposa Protección de Datos. Eso se nos asegura inmediatamente cuando entramos en contacto con cualquier corporación pública o privada. Es por nuestra seguridad, no por la suya, ya blindada…
Y sin embargo, nunca nos hemos sentido tan desprotegidos, tan desamparados. Sabemos positivamente que tienen todos nuestros datos, que estamos «registrados», y que quien no los tiene, con un chasquido de dedos los consigue. Sabemos que nos engañan los políticos y las compañías eléctricas y las operadoras telefónicas y las ofertas… Nunca hemos vivido tan desconfiados con la sensación permanente de que nos quieren engañar y de que nos engañan efectivamente.
¿Para qué sirve, a quién sirve la famosa protección? ¿Qué garantía tenemos de que quienes saben de nosotros hasta lo que ni nosotros mismos sabemos, no terminan abusando gravemente de nosotros, de nuestros escuálidos bolsillos, y de nuestra intimidad e identidad? ¿Con qué derecho nos despiertan o nos sacan de la ducha cuando quieren? En otros tiempos todo era previsible. Hoy todo es imprevisible. Sin embargo, y he aquí la paradoja, cualquier cosa, por espantosa o absurda que sea acabamos viéndola normal. Desapareció por arte de ensalmo ¡qué triste, qué desengaño! la capacidad de asombro…
Esta sociedad se ha desnudado por completo. Todos hacemos fotografía de cuanto se nos antoja; todo el mundo cuenta su vida y pocos no piensan en vender sus miserias o las de otros con quienes compartieron mesa. Se exhibe lo que en otro tiempo fue un oprobio. Ya no hay motivos para avergonzarse de nada: se cotiza la aberración. Es más, se hace alarde de la desvergūenza y burla del pudor. Apropiarse del dinero público es un oficio de postín y pasar un corto espacio de tiempo en la cárcel da lustre. Los valores humanos y sociales están invertidos. Por eso todo anda mangas por hombro. Por eso se vota masivamente en las urnas al indigno. Por eso se hace también tanto hincapié en la espontánea solidaridad de los pueblos. Como si se conociera algún pueblo insolidario. Los poderes institucionales aprovechan cualquier ocasión para redimirse a sí mismos de su propia inhumanidad, su estolidez y su malicia, a costa de las virtudes universales de toda sociedad humana…
Y todo, efecto de la libertad que todo el mundo reclama para sí y coarta a los demás. La virtud, es decir los rasgos de la excelencia, a nadie interesa pese a que esos sectores de la sociedad estupenda reclaman una ética incompatible con un sistema depravado. Esa sociedad estupenda no pierde ocasión de invocar unos valores humanos y sociales que en el fondo todo aquel que mide y pesa desprecia a no ser para sacar provecho de la sensibilidad de quienes todavía ingenuamente los conservan.
Esta sociedad es una monumento a la contradicción. contradicciones que condenan a un sistema que simula velar por todos pero sólo favorece a unos pocos, justo a los que carecen de todo escrúpulo. No sabe a dónde va. Lo dicho anteriormente lo evidencia. Pero también en otro orden de cosas más alejadas de los ridículos y casi pueriles engaños que debemos digerir. Por ejemplo, se expulsa de su casa a millones por avatares del mercado, del empleo o de jugadas de casino mientras millones de viviendas envejecen vacías. Por ejemplo, se obliga a parir a quien quiere abortar, y se satisface por otro lado el capricho de aquellas a quienes su naturaleza les niega la maternidad aunque carezcan de recursos para socorrer al nasciturus. Por ejemplo, se desampara a tantas mujeres que han de prostituirse para alimentar a su hijo, porque ningún estamento les ayuda. Se envían fondos millonarios a países del tercer mundo y se dice que no hay recursos para el tercer mundo que habita entre nosotros y a duras penas sobrevive. Se impide o dificulta el trance de morir dignamente a quien lo desea, y se mata a quien desea conservar la vida pero no puede pagarse la cirugía que precisa… Por ejemplo, se instiga con amenazas pecuniarias a los conductores de transporte público a transgredir la seguridad, o se investigan con denuedo lo meridiano y se cierran inmediatamente investigaciones sobre lo oscuro haciéndolo todavía más opacos… Se nos vende a manos llenas libertad, seguridad y protección pero nunca, desde que tenemos uso de razón, hemos tenido tanto miedo a perder nuestro trabajo, nuestro subsidio, nuestra estabilidad o a quien amamos.
Todo emanado de la necedad superlativa de una sociedad que se jacta de inteligente, de racional y de superior en la que nunca nos hemos sentido más desprotegidos por el Estado y por las instituciones, y nunca nos hemos visto en resumen más desnudos…
Jaime Richart. Antropólogo y jurista
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