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La subversión de la liberación

Fuentes: Al Ahram Weekly

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Los filósofos escoceses de la Ilustración, desde Ferguson hasta Adam Smith, nos enseñaron que emociones tales como el anhelo de reconocimiento y afecto por parte de los otros, así como la envidia y la avaricia, son deseos humanos naturales y desempeñan un papel crítico en la construcción de sociedades y relaciones sociales. Como osados y petulantes estudiantes de filosofía que éramos, nos burlábamos de esas explicaciones tan simplistas acudiendo a las raíces de las ideologías y a la lucha de clases. Sin embargo, la experiencia nos ha enseñado que esas motivaciones, aunque mundanas y mezquinas, son un acicate importante en los mundos de la política, la cultura y la ciencia, y no digamos ya de la economía, especialmente con el paso de la evolución humana a la edad del individualismo. El poder de lo ordinario no tiene rival en ninguna otra fuerza social. La sociedad y la historia no pueden explicarse únicamente en términos de clases, ideologías rivales, modos de producción y similares. Aunque son muy importantes, hay otra serie de factores que han de tenerse también en cuenta: la cuestión del reconocimiento es un ejemplo; la generación de la identidad social es otro.

Pero incluso el psicólogo más inexperto estaría de acuerdo en que esas emociones, como el deseo de reconocimiento, el deseo de impresionar y el anhelo de amor, cuando van más allá de lo «normal», llegan a desarrollar obsesiones que en gran medida indican un complejo de inferioridad. Reconocería también que esas obsesiones podrían reflejarse en una excesiva adulación o que, si llegaran a reprimirse, darían lugar a alteraciones de la conducta que podrían acabar estallando de forma violenta.

Pero mientras que lo anterior puede ser correcto en lo que se refiere a los individuos, aplicar las mismas motivaciones -el anhelo de reconocimiento y el deseo de impresionar a los otros- a los grupos humanos es antinatural desde que la palabra es. El intento se basa en la presunción de que el grupo es un individuo con mente, sentimientos y motivaciones que desea impresionar y conseguir el reconocimiento de otros grupos. Pero tratar a todo un pueblo o civilización como si fuera una especie de ser superior permite una grave distorsión de uno y otros y genera una total confusión. La relación entre culturas es o bien una relación entre percepciones e imágenes preponderantes en esas culturas (la producción de imágenes es una industria como cualquier otra con sus propios factores de motivación y herramientas de producción) o una relación entre diversos individuos desde el interior de esas culturas. Un individuo de una cultura que se considera «atrasada» puede, de hecho, ser intelectualmente, o de cualquier otra manera, superior a un individuo de una cultura que habitualmente se percibe como «avanzada».

Sin embargo, por desgracia, este hecho se olvida fácilmente o trata de ocultarse. La tendencia es que las personas de una cultura «superior» miren desde arriba a los representantes de una cultura «inferior» que aspiran a ser reconocidos y se consideran ellos mismos inherentemente bien dotados en virtud de su etnia, a pesar del hecho de que hay otros que pueden estar más dotados que ellos mismos. En cambio, la implantación artificial de un complejo de inferioridad entre un pueblo mediante un lavado de cerebro que les lleve a pensar que son de alguna forma inferiores cuando se les compara con otros pueblos «sanos» y «prósperos», tiene por objeto generar una conducta obsequiosa hacia esos otros. En consecuencia, cualquier banalidad que lleven a cabo y cualquier perogrullada que pronuncien los miembros de esa supuestamente cultura superior representará un golpe de genialidad hasta que se pruebe otra cosa, mientras que se da por hecho que cualquier miembro de la supuestamente cultura inferior es un idiota mientras no se pruebe lo contrario.

En política, esta dinámica puede dar lugar a situaciones ridículas. Por ejemplo, no es extraño que se considere a los occidentales, sin tener en cuenta su grado o nivel de implicación política, como la personificación de la opinión pública global (en sí misma una construcción artificial) cuya aprobación es necesario conseguir. En consecuencia, el desprevenido occidental deviene en objetivo de algún adulador ingenuo o, quizá, de una ingenua gimnasia verbal que intenta congraciarse y obtener su favor. Todo esto puede adoptar la forma de emulación o adulación o menosprecio hacia uno mismo, que suponen una muestra de sumisión o de declaración de impotencia. Cualquiera que sea su significado, el resultado final es una imitación ciega del objeto del halago, la inflamación de sus egos y el refuerzo de su estatus imaginario de seres superiores. Mientras tanto, el sentido de inferioridad entre quienes intentan congraciarse se convierte en un impedimento para la evolución de su propia cultura y un obstáculo en el camino de su propio desarrollo creativo.

Tales son los tipos de situaciones a que da lugar un orientalismo a la inversa, en el cual se percibe íntegramente a «Occidente» como una única entidad monolítica que ha echado el cerrojo ante las presumiblemente cerradas, homogéneas y similarmente monolíticas entidades como la cultura árabe, oriental o islámica. En el contexto de este «conflicto», el comportamiento árabe ha puesto de manifiesto varios fenómenos respecto al deseo de ganarse el favor de Occidente. Ha elegido elaborar tres de ellos:

El primero es un orden árabe que al cortejar la aprobación de los políticos europeos y estadounidenses logra, de forma casi invariable, lo contrario. Ese tipo de enfoque despierta desprecio e irrisión. Por ejemplo, nos encontramos con funcionarios árabes que adoptan los aires de la aristocracia británica. En una era en la que la forma de hablar, el amaneramiento y los rituales de la clase alta británica se han convertido en terreno abonado para la parodia entre los mismos británicos, los hijos de los jefes tribales y generales árabes se parecen, en el mejor de los casos, a esos que llegan a la fiesta cuando todos los invitados se están marchando. Después están todos esos que ridiculizan a sus propios pueblos frente a sus interlocutores europeos o estadounidenses, definiéndoles despectivamente como seres atrasados, capaces sólo de entender el lenguaje de la fuerza y similares. En dramático contrapunto, nos encontramos también con el funcionario ocasional que se esfuerza en causar buena impresión revistiéndose de un auténtico atuendo árabe. Esto requiere docenas de metros de coloridas telas reunidos en ondeantes trajes sacados directamente de la imaginación de un pintor orientalista del siglo XIX. Desde luego, los mismos métodos se han utilizado también como gesto de «desafío». A menudo me he preguntado por qué todos los dirigentes árabes que se sitúan bajo el punto de mira occidental necesitan estallar en una versión de la dakba, o disparar una pistola al aire frente a las masas o cambiar de traje con cada región que visitan o cualquier otra mamarrachada.

El segundo fenómeno es la afición del funcionariado árabe en hacer que el pueblo árabe crea que Occidente les es hostil porque ellos tienen una mala imagen en Occidente. Les hacen creer que esa mala imagen es algo que aparece como surgido de la nada en vez de estar conformado por toda una interacción de intereses y posiciones políticas. Como consecuencia, el problema que tienen los árabes es su imagen en los medios. Miren cuánto le ayuda la imagen favorable que tiene Israel, dicen, añadiendo que por eso debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para mejorar nuestra propia imagen. Es verdad que los medios de comunicación de masas y la cultura en Occidente perpetúan una imagen del enemigo árabe que tiene gran impacto en la opinión pública de esos países. Sin embargo, la respuesta correcta no es mejorar la imagen de los árabes mediante esfuerzos por conseguir la aprobación, tal y como se mencionaba anteriormente, sino sacar a la luz el racismo subyacente en esa cultura y los mecanismos de distorsión y desinformación que se utilizan para propagar esa imagen negativa de lo árabe y lo musulmán. Finalmente, el único camino para hacer que otros tengan una imagen más favorable de nosotros es cambiar sus actitudes, lo cual no significa tener que doblar la cerviz ni emprender una batalla para demostrar que «somos iguales a ellos». Por mucho que hagamos pretendiendo que somos como ellos no nos hará a los árabes como ellos: al contrario, sólo sirve para agravar el complejo de inferioridad y su previsible conducta mientras se concede a la otra parte el poder de juzgarnos de acuerdo con sus esquemas. Si en todo este asunto hay algo que tenga relación con mejorar la imagen, entonces la parte que debería mejorar su imagen es la que colonizó, persiguió y fragmentó las tierras de los otros.

El tercer fenómeno es una tendencia a confundir la demanda de reconocimiento de los derechos con la demanda de reconocimiento de la identidad, o la demanda de justicia con la demanda de reconocimiento de «nosotros» o de «nuestros representantes». Dedicaré lo que queda de este artículo a este último punto:

En cualquier lucha por la justicia y los derechos que implique libertades e igualdad hay grandes posibilidades de que se confunda el reconocimiento de los derechos con el reconocimiento de la identidad y, en una fase posterior, el reconocimiento de la identidad de grupo con el reconocimiento de los representantes de ese grupo. Esto se debe a que hay una lucha organizada dirigida por un liderazgo educado y politizado capaz de defender las demandas de su pueblo, de organizar y comprometerse en la lucha para satisfacer esas demandas, cuyos miembros pueden ser o no originarios de los grupos oprimidos a los que representan. El problema es que puedan llegar a ser vulnerables a confundir el reconocimiento de los derechos que tienen que defender con el reconocimiento de ellos mismos como dirigentes y como partido legítimo en el escenario político doméstico, o como partido legítimo en un proceso de negociación que afecta, digamos, a movimientos de liberación.

Naturalmente que los dirigentes tienen que gozar de reconocimiento como tales en caso de celebrar negociaciones. Sin embargo, el reconocimiento del liderazgo debe proceder del reconocimiento de los derechos que representa y no al contrario. En el caso de un movimiento de liberación que surge victorioso de la batalla, el reconocimiento del liderazgo debe surgir de la necesidad de que entren en vigor los derechos adquiridos mediante este logro. Sin embargo, si la batalla se hace interminable sin conseguir el resultado deseado, o si el liderazgo se tambalea, ese liderazgo puede ser vulnerable a un peculiar proceso de cambio a través del cual el reconocimiento de los dirigentes sustituye a los derechos que se supone que esos líderes han de defender. Así, el reconocimiento del liderazgo se produce a costa de la propia causa por la que esos líderes tienen razón de ser.

¿Cuándo podemos decir que nos enfrentamos a un liderazgo de ese tipo? Muy fácilmente. Cuando ese liderazgo hace cosas como las que se exponen a continuación:

– Emprende operaciones de resistencia armada no con el objetivo de conseguir la victoria sino de permanecer como una especie de peste hasta que la parte contraria se vea obligada a reconocer que la fuente del conflicto es también la parte capaz de acabar con él. En este contexto, no es importante mantener a largo plazo un movimiento clandestino de base; de hecho el mismo concepto queda marginado. Lo que cuenta es simplemente la capacidad para organizar ataques, sin estrategia ni efecto acumulativo algunos sino con el único propósito de llevar este mensaje al enemigo: «Si quieres que vuelva la calmas, tienes que negociar con nuestros dirigentes».

– Tratar siempre de persuadir a la comunidad internacional de que la clave para resolver el problema reside en el reconocimiento de este liderazgo y el hincapié que se hace en este punto supera con mucho el que se pone en la necesidad de reconocer los derechos nacionales del pueblo para acabar con la ocupación, para reconocer el derecho al retorno de los refugiados y para admitir valores tales como la igualdad y el rechazo del racismo y el sionismo. De hecho, queda palmariamente claro que para este liderazgo los derechos en cuestión no son sus objetivos sino más bien las fichas de negociación con las que se juega con el objetivo de asegurarse el reconocimiento.

– Se esfuerza siempre en demostrar que puede mantener el orden. Pero sus acciones a este respecto son tales que el pueblo bajo su autoridad descubre pronto que el liderazgo que sus hijos habían defendido con sus vidas con la esperanza de que finalmente consiguieran sus derechos está ahora imponiéndoles medidas de seguridad que son más estrictas y más violentas que las implantadas por la potencia ocupante.

– El mismo liderazgo que ataca al enemigo (de forma que algunas veces incita al odio racista contra el enemigo) se inclina y se codea con cualquier delegación extranjera para ganarse su admiración y aprobación, aunque esa delegación no esté allí para negociar sino para plantearles cuestiones a los supuestos dirigentes como si les estuvieran sometiendo a juicio.

No es aquí mi propósito señalar con el dedo a ningún liderazgo árabe o palestino. Todos los dirigentes son proclives a caer en esos fallos si no se evalúan continuamente o si el pueblo cuyos intereses se supone que tienen que promover tampoco lo hace. Es asombroso, y produce consternación, para alguien que ha experimentado en primera persona lo que es la vida bajo una cultura de persecución y que ha condenado y rechazado esa cultura en solidaridad con los objetivos de esa persecución, observar a muchos de los representantes del pueblo perseguido pelearse como perros por lograr la aprobación de los perseguidores.

Enlace con texto original en inglés:

http://weekly.ahram.org.eg/2009/947/op2.htm